viernes, 30 de enero de 2015

El Criador de Libélulas. Cuarta versión.

Azrael, Belcebú, Diosa, Pecador, Amanda, gatos de peluche. Zumo de pomelo, y zumo de mandarina, estridencia agridulce y pellizco en el arpa. Las bolitas de algodón, blanco, cenizoso, negro, a rayas verdes, esconden débiles cuchillitos, minúsculos alfanjitos de plata, minimísimas navajitas albaceteñas, ácidas y de azúcar, agrias y de caramelo de cereza, punzantes en el paladar o efervescentes de bicarbonato y naranja. En la alfombra del suelo arabescos en verde, curvas y jeroglíficos, en ramillete, figuras y letras de lo arábigo, voluptuoso, sensual, alabanzas a la divinidad, sacratísima la oración en esmeralda intenso, tejido de lana persa, lo iranio como una exhalación de lo oriental, lo sacro, como un diseño de artistas. Belcebú es un gatito de rayas verdes, como un tigre liliputiense, feroz y zalamero, suave y guerrero, como un cactus difícil disfrazado de almohada, minúsculo cebrito de garras de aguilucho, y en sus ojos, las pupilas brillan, con un fulgor de jade y ámbar, con un toque de trino de piano amarillo, o de clavicordio azul. Diosa es una gata blanca, majestuosa como una rosa lasciva, de felpa, azucena que esconde puñalitos de plata, mínima tigresa de las nieves himalayas, soberbia y angelical y maligna, hipócrita y arisca, y dulce, y rencorosa al paladar como el ron de caña, y ronroneante, y llena de electricidad tal un alternador de Tesla, para ella, hay una cadencia de notas de flauta, erizadas de rubíes, y en sus ojos hay ceniza volcánica y mares de cinabrio, mercurio rising, avalancha de rosas en lo albino, frialdad de nieve, glacialidad de témpano, y ocaso en Marte. Azrael es todo de cenizas, lleva un cascabel en una cinta verde, parece que destila timbres de miel en sus ojos, y timbres de miel en su garganta, libélulas verdes escapan de la alarma traicionera que le impide cazar ratoncitos, y es como un guerrero apresado de pies y manos que lucha en una contienda de jacintos. El salón tiene un sofá de seda, tapizado de rosas rosas, y arañado por los diablillos. Allá en lo alto las esculturas y los jarrones, los magníficos cuadros y las lámparas de cristal de Bohemia. Bajo la sublime y orgiástica candelería y los hieráticos y ampulosos espejos, las diminutas libélulas, cual pequeñas estrellas verdiazules, flotan tal si estuvieran pequeñas pompas de jabón en el aire. Y son, como esas pompas de jabón, tornasoladas al sol, fragmentos de un arcoiris verde y azul. Cojines de seda amarillos, de oro puro, o granates, como de sangre derramada, y rosas, gladiolos, iris, y orquídeas, flores de puro escarnio oloroso, húmedo y de limpio ungüento, que dejan un rastro en el aire a jardín y selva. Los odonatos, o están quietos en las paredes, o por el contrario, se agitan desde el suelo al techo, desde las rosas a los lirios, cual iridiscentes notas de flauta, o silentes brillos. Amanda es una gata negra, en sus ojazos brilla un poniente de lejanos planetas, sobre la alfombra parece un cojín más erizado de agujas diamantinas, si una libélula baja desde una orquídea o desde un lirio, la tigresa, como un pasatiempo o un tormento, se enfurece y saca su garrita de pantera, y cazadora, pulsa la libélula hacia arriba o se la come, brutal y tierna. Azrael, cuando caza, hace sonar los grillos de su cuello, y salta de cojín amarillo en cojín amarillo, agresivo y feliz. Endemoniado guerrero de peluche con armas de vidriera. Sólo Pecador, tranquilo y aburrido, se lame ciento veinte veces, transido y pausado, inamovible, indiferente a la batalla entre gatos y artrópodos, bajo un cuadro de una Venecia azul y acuática, y una rosa amarilla, furiosa y perfecta como un escándalo.

Febrero 14, 2007

El Criador de Libélulas. Tercera versión.

Puta elegantísima envuelta en abrigo de zorro plateado. Sólo las bellísimas y suaves manos, y la cabeza con una cabellera sublime, germinan de la piel del animal, suave, blanca, plateada, y frondosa, tibia y sugerente, cálida y deliciosa. Abajo, unos tacones de verde malaquita esconden unos pies perfectos de apoteósica gacela. La crisálida se transforma en mariposa, ¡¡¡¡abajo el zorro plateado¡¡¡¡, y se descubre la piel pulida de una tía macizorra de esbeltez soberbísima, con unos senos rotundos y un pubis de niña depilado y anhelante. Los párpados, con pestañas telescópicas, descubren unos ojos casi violetas, azules, esmerados en rodocrositas y entregados a la voluptuosidad y el placer. Como una esfinge demente, perfecta y atroz, arroja el abrigo de piel al suelo y se queda desnuda, purísima en la obscenidad. Se sienta entonces en un sillón de terciopelo amarillo, ámbar y dorado, arquetipo perfecto de un trigal en estío, y se deja acariciar por las diminutas libélulas que hay en la estancia, pequeños zafiros verdiazules como notas de limón de un clavicordio. A la altura del apéndice, el tatuaje de un pequeño cangrejo muestra a su poseedora como una experta en el sexo, birmana, persa, griega, francesa. Las libélulas, silenciosas, vaporosas, lindísimas, se posan sobre uno de los pezones rosado, ella, la señora, está en un sueño de barcos y vergas, el artrópodo semeja un broche sin dolor de cristal y esmeralda en la punta deliciosa de la teta, en la cúspide deliciosa a chupar. A chupar con todas las ganas del mundo, con toda el hambre y la sed del planeta. Amamanta tal botón floral al diminuto insecto, que feliz se desprende finalmente de la voluptuosidad, para dirigirse, tras un leve vuelo, a una orquídea roja y sugerente como los labios entreabiertos de la zorra. Ella se reclina sobre el sillón, abre sus piernas y enseña el molusco sensual que lleva entre sus muslos, como un volcán de provocación. Una rosa blanca, nevada y feroz, llena de espinas, expulsa desde su ser de zarza desaprensiva, hacia el aire, un ungüento de doncellas prisioneras. Las libélulas, como pequeños minerales verdes, revolotean de aquí para allá, o inmóviles parecen diminutas lágrimas de la lámpara del techo, colgante y azul. Cojines de seda granate respetan la escultural muchacha de lenocinio, cual una antigua princesa asiria, promesa rotunda a los fumadores de hachís, golfa serpiente y, al mismo tiempo, golfa hurí de ese salón. El paraíso, lleno de libélulas, tiene una diosa, escultura, curva y curva y curva, yacente y dispuesta a saciar todos los deseos, cual una clepsidra el tiempo, gota a gota, libélula a libélula, mineral a mineral, presta, suave, avariciosa, muy caliente, tropical, muy pero que muy caliente. Casi al borde de la alferecía y el fuego.

Febrero 13, 2007


Mosca, caracol, verga, y espejo.

El muchacho cogió el espejito. Desnudo como estaba sobre el sillón de cuero, el verano, afuera, mordía con sádicos alacranes, parecía un atleta cansado en un escorzo de Praxiteles. La habitación era un cutre pastiche, una pared blanca y desconchada con tatuaje de cemento de relleno y dos o tres cuadros, aquí la imagen de una dolorosa, allí la fotografía de dos familiares. Estaba en la apoteosis de su adolescencia y su piel exhalaba sudor, un ramo de claveles marchitos, con algún que otro gusano, sobre un jarrón con agua sucia, se asomaba a las pupilas verdes de una virgen. Como almas en pena, las flores, ya secas o medio secas, regalaban a la sagrada madre el cadáver podrido del antiguo aroma que poseyeran. Las grietas y desconchados en la sucia pared se deslumbraban por la bombilla del techo, cazadora iracunda de polillas. El muchacho se masturbaba con lentitud, buscaba un buen orgasmo, a su lado una revista porno mostraba un paraíso imposible de alcanzar, una belleza lejana y la degradación del cuerpo, el producto degenerado de la democracia burguesa. Varias moscas revoloteaban sobre la mesa, llena de migas de pan, gotas de caldo, y aceite, y el mantel, arpegiado de lunares ocres, era de una suciedad espectacular, manchado de azafrán de arroz, con el grano de arroz, manchado de pimentón de potaje, con los dos garbanzos, manchado de un resto de lentejas. Un plato aceitoso con dos pimientos fritos hacían la delicia de dos moscas copulantes. Las moscas, enloquecidas, estaban a lo suyo, la búsqueda de un supremo fornicio. Semejaba todo un inmenso plastón de estiércol con sus artrópodos. El muchacho se masturbaba desatento mientras leía el relato porno de la revista, diez y seis años buscaban las estrellas y el éxtasis, la bestia juvenil no tenía sino su propia forma comparativa, y el narciso sublime se pulsaba a sí mismo brutal y virgen como un arpa viva. Leyó el relato de la mosca sobre el pene, y corrompido por la lectura se metamorfoseó en araña, una araña desnuda de gruesos genitales, que, como un felino aburrido, rompió el frenesí lujurioso de una mosca estúpida, apresándola con la mano. Al insecto le arrancó las alas y comprobó sobre su vergajo hinchado la ridiculez de su corrupta lectura. La mosca sobre la verga se reflejaba sobre el espejito de mano, que engrosaba desproporcionadamente el instrumento musical de aquel muchacho. Artrópodo duplicado sobre glándula duplicada, puerca cosquilla leve sobre fuerza vital descollante, doble díptero sobre doble molusco humano, monstruosidad animal mecánica sobre cacho de carne palpitante. El chaval se sonreía. Cansado de la estúpida mosca, la dejó en el suelo y la reventó de un pisotón, ensuciando un calcetín blanco, siguió masturbándose, mientras miraba su glande con el espejito y las fotografías de la degenerada galería. Recordó que su madre había comprado cabrillas aquella mañana. Dejó la lectura y fue a la cocina. Efectivamente, en una olla de metal estaban los inmensos caracoles, mucilaginosos, carnosos, gordos, exuberantes. Cogió una de las cabrillas, el molusco era repugnante y natural. Volvió al maltrecho salón y prosiguió su fantasía. Caracol, verga, y espejo. Molusco sobre molusco, toque de mucílago y reflejo. Estribaciones sensuales de lo nunca realizado. Después de una sesión de juego con baba devolvió el bichejo a la olla, y aburrido, se vistió.

Febrero 9, 2007


El Criador de Libélulas. Segunda versión.

Dos ángeles, dos espejos, miles de insectos. El salón, artefactuado con un papel tintado de rosas amarillas y arabescos, posee una lámpara de cinco brazos de sucedáneo de plata. Dos lujosos espejos reflejan toda la habitación por partida doble, y un cuadro de Canaletto descubre una Venecia verde y surrealista como una Atlántida in extremis. Sobre un sillón de terciopelo rojo, rabioso como el de un burdel cualquiera, uno de los efebos, rapado al cero, recibe la felación de otro de los efebos, un mulato de pelo rizado y osamenta perfecta. Desnudos y sedientos se ofrecen a si mismos como perfectos arcángeles sodomitas en plena lucha corporal por una difícil Apoteosis. La boca del negro se posa con primor y desvergüenza sobre el falo circunciso del deleitado, pájaros de colores indescriptibles pasan por los ojos cerrados del descrito, que se entrega al placer igual que un vino. El esclavo succiona y succiona lenta y nutritivamente, como si rezase, y su única preocupación es la verga rotunda. Pequeñas libélulas de cristal verde, pequeños caballitos del diablo, flotan en el ambiente y se posan sobre los cuerpos y las cosas. Jarrones de malaquita llenos de rosas y de orquídeas adjudican a la habitación un barroco indecoroso y salvaje, prostitutas, las flores, son las testigos insomnes de la proeza sexual que se comete. Las libélulas revolotean de un lado para otro, son miles, se posan sobre las flores, sobre las rosas rojas, sobre las orquídeas naranjas, sobre los arabescos del papel tintado, sobre los vasos de absenta verde, sobre los espejos hieráticos, sobre Venecia. Las estribaciones del deleite cambian cuando el Skin Head, renunciando a su papel de amo, se pone a lamer la lanza africana de su mulato esclavo; sobre ellos se posan los verdiazules caballitos del diablo y tatúan una piel doble de café con leche, como un concierto de campanitas de cristal sobre dragones. La orgía está acompañada de mínimos odonatos, tal si fueran estrellas verdes esmaltando esculturas. Las rosas exhalan un arpegio de voluptuosidad hacia el techo de escayola, en las rosas y arabescos amarillos del papel las libélulas parecen extrañas lágrimas de lirios, y en las orquídeas naranjas los minúsculos zapateros son como un débil cascabeleo sobre ninfomanía vegetal. Los dos muchachos prosiguen su acto contranatura obsequiándose una doble y monstruosa fellatio sublime. Sobre la firma de Canaletto, oh sacrilegio execrable, en el cuadro de Venecia, una libélula se posa, y en los dobles espejos se refleja toda la habitación con el sillón púrpura mancillado por las dos estatuas. Finalmente el muchacho rapado alcanza el máximo de la gloria cuando eyacula un millón de niños sobre la magnífica alfombra iraní. Todas las libélulas contemplan la apoteosis indescriptible del atleta. El mulato, en cambio, no alcanza la gloria y cambia la lenta música de la felación por el ritmo macabro y rápido de la masturbación compulsiva, y pareciera que el violín de un loco frenético espoleara el pura sangre negro con una violencia inusitada. Nerviosas, pero silentes, las pequeñas esmeraldas insectas revolotean de un lado para otro, salvo alguna, que posada sobre el torso blanco, adjudica un preciosismo de dulzura a aquello destinado para el fuego. En un acuario los cúpricos shubukins contemplan al dios de ébano sufrir por el éxtasis desde las profundidades de su fría cárcel de vidrio. El escorzo del cisne negro es una musculada anaconda o pantera entre levísimas gasas de cristal aladas. Las libélulas sobre las cabezas y los torsos son breves escarnios de belleza. La música describe un sabor a yogurt de plátano y mermelada de mandarina.

Febrero 7, 2007


sábado, 24 de enero de 2015

Sin Pies ni Cabeza, Fantasía Genética.

Franky acababa de asesinar a Salomé. Bailó para él, Sherezade soberbia, una danza de caleidoscopios y arcoiris, frenética y lasciva a veces, lenta y vaporosa otras, pero al final, al pedir en el último velo, el que cubría el negro pubis de violeta durísimo, la circuncisión de una cresta de gallo, y la cabeza del Bautista, se trocó su baile en un alfanje púrpura y caníbal para la voluptuosa danzante. Centelleó el arpegio de una trompeta y un pellizco de uña felino hizo vibrar los diamantes del arpa. Los ojos verdes de un gato cenizoso vieron ponerse el sol sobre lagos de sal. Franky acababa de asesinar a Salomé, llevaba una camisa naranja y una corbata medio deshecha estampada con cráneos humanos, negra y brutal, pirata y caribeña, con un toque alcohólico de rón añejo, ámbar, fuerte y poco meloso, duro y lejano de su madre caña de azúcar. También yo he probado el licor de arándanos, y su gordura deja el paladar ardiendo y granate, pidiendo agua de profundos manantiales. Franky, sobre el sillón, con la camisa naranja y  la corbata calavérica, desahogada, desanudada, en un escorzo de estatua adolescente, con un perfil de Apolo y de Dionisos, tenía la tonalidad musical de las panteras. Se puso la bata y entró en el laboratorio. Había dejado un matraz con una infusión de glucosa medio abierto, las hormigas habían descubierto aquella ambrosía celeste y en una hilera interminable de más de cinco metros iban desde su nido a la fuente de la dulzura, tal maravilla exigiría una reiteración de compases de notas de piano, una tras otra, hasta el orgasmo. Dejó en paz a las hormigas, respetaba profundamente el milagro de la naturaleza. Bebed, dijo, hasta que llegue el catedrático, yo os saludo, mínimas fieras borrachas, llevad a vuestra casa miel, y saciaos de esplendor. Luego, Franky, empezó a calcular números complejos, polinomios y números imaginarios intentaban la dificilísima cuadratura del círculo, se resistían los trapecios y la circunferencia goniométrica reverberaba en sonsonetes de clavecín machacado, inexpertos senos y cosenos se enfrentaban a calamitosas tangentes, y por fín, el binomio de Newton surgió como una llama perfumada de manzanas, como un tuareg azul en un desierto, de la ofuscada mente del Pakito. Eureka, y allí estaba la semilla de las bestias a cohibridar, aquí, los cromosomas de un amigo fiel, allí, los ovocitos de un amigo arisco, el pájaro de fuego de Stravinsky se arrancó los ojos con las garras, y emprendió un vuelo ciego lleno de ira y pavor. Qué monstruosidad en una redoma acumulaba daño sutil y cópula aberrante, mixtura horrenda y bicéfala que traspasaba el límite. Bajo la esfera de nácar de la luna llena, la uña desaprensiva se aromaba con el colmillo, un aullido regresaba a la garganta del enamorado para la perversión, el mal en su fórmula de génesis, el aborto que llega, que llegaba a término, y Franky ya era un semidiós. El mechero Bunsen feroz como un tigre. Tras la ventana, el campus universitario, como un crisoberilo. Gargajos espantosos salían de los pulmones de los tísicos, lo mismo una rosa de nácar llevaba en su matriz la fastuosa luz de las luciérnagas, pero la espantosa uña se mezclaba con un húmedo hocico y la monstruosidad se hibridaba, el gato perro, el cán felino, nacía bajo la omnipotencia salvaje de Frankestein. Adquiriendo forma demoníaca, adquiriendo proporciones satánicas. Y finalmente, no es la cabeza de la Gorgona lo que Perseo metió en un ánfora, sino su propia cabeza llena de bucles venenosos.

Febrero 3, 2007


El Criador de Libélulas. Primera versión.

El criador de libélulas, el criador de caballitos del diablo, es un aristócrata exquisito, un sibarita de lo sublime. Mientras escucha las tocatas de Frescobaldi observa el jarrón de cristal rojo con cinco rosas encarnadas. En una tarima otro vaso de vidrio sostiene limpísimo una exuberante orquídea blanca. Más allá, en la pared donde frenéticos paramecios amarillos copulan lujuriosos, un cuadro muestra a Zeus en forma de cisne sobre los pechos de Leda, y otro cuadro, de un riguroso neoclásico, descubre la golfa decadencia del Imperio Romano en una afrodisíaca bacanal. El cisne de pico carmesí en los senos de la diosa compite con el torso de un atleta desnudo, las rosas encarnadas, exhalando su alma de bálsamo feroz, luchan contra la prostituta corola de la Orchis, obscena y purísima, combate espléndido, afrutado de arpegios rosas y nimbado de plata y nácar. No se sabe quién vence, si las purísimas y atrevidas reinas exhalantes o la puta sin perfume que se quita los guantes con desvergüenza, no se sabe quién triunfa, si la blanca pantera exquisita o las cinco doncellas exuberantes y lesbianas, pero los jarrones de cristal hacen una delicia de carmín agudo en dicha guerra pavorosa. Un acuario con shubukins, amarillos cobres y naranjas metálicos, transidamente testifica la soberbia del fastuoso salón. El criador de libélulas cambia la música, apaga la armonía dificilísima de las tocatas de Frescobaldi, e introduce el virtuosismo de un concierto de clavecín y guitarra de Bach, es decir, el combate de Polifemo contra las libélulas se hace presente con una cadencia voluptuosa, las rosas, la orquídea, los shubukins, y cientos de verdes caballitos del diablo y Drosophilas melanogaster en la habitación. El criador de libélulas se deleita en el sillón de terciopelo verde escuchando las evoluciones del clavecín y la guitarra, combate lleno de campanitas y caramelos de cola, ácidos y dulcísimos, y se fastúa del denso aroma de las cinco lesbianas voluptuosas, encarnadas y feroces. En botes de cristal se crían las Drosophilas, en botes de cristal, también, los levísimos y fragilísimos odonatos pasan, de su adolescencia acuática, al aire, para ser los tigres de las minimísimas moscas. La habitación está llena de mosquitas, la habitación está llena de libélulas. Los frágiles y verdiazules caballitos del diablo revolotean de pared en pared con una levedad y una banalidad indecorosa. El criador se extasía en la magna contemplación de la aberrante naturaleza que le rodea. Los shubukins, en las claras profundidades de su transparente cárcel, besuquean un concierto de ondas marinas y pompas de jabón añiles. Las levísimas moscas son cazadas al vuelo por los fragilísimos odonatos. Sobre la orquídea, sobre el pico del cisne, sobre una rosa encarnada, se posa el insecto. El clavecín y la guitarra, enfurecidos y deliciosos, perfumean el perfume de las hetairas, y aroman el acuario de los metálicos shubukins, y, en el sillón de limpio terciopelo verde, el criador de libélulas se masturba, frenético, desvergonzado, y procaz.

Febrero 2, 2007


jueves, 22 de enero de 2015

Aventura en el Museo.

El chaval de la camisa a cuadros naranjas entra en el museo. Por la entrada toca una trompeta su fastuoso acorde imperial y rococó de fuegos artificiales. El muchacho entra, extraños pájaros azules, miedo electrificado, sacuden su alma y le dan un zarpazo de ónice rojo a su curiosidad. La curiosidad, que tiene tres ojos siempre abiertos empieza a sangrar por el costado herido, entonces, surgiendo del mismo lado inexplicable, es decir, de no se sabe dónde, cien mil libélulas doradas se echan encima de la herida de la curiosidad del muchacho, que vivifica de nuevo y se muestra radiante, como un reloj de maquinaria al descubierto, con el esqueleto en la carcasa transparente y un tintineo de pequeños y azules grillos metálicos. La curiosidad espolea la espalda del muchacho y el miedo, envuelto en tules carmesíes, se evapora de su conciencia, dejando sólo un cierto resquemor en el paladar, como una gota de zumo de limón. También hay tres gotas de sangre de curiosidad en el suelo de mármol, se convierten en tres pequeñas hormigas verdes, muy verdes y muy pequeñas, hay un compás de levísimas campanitas verdes y agridulces, y el muchacho se adentra por los vericuetos de la estructura. Impresionante, la arquitectura, jaspes, mármoles, y ónices, yeserías, y azulejos, amueblan el contorno de la aventura del atrevido, minúsculos diapasones hacen vibrar sus alas de insectos furiosos, desde una escala rotundamente grave a una escala impetuosamente aguda, mínimos serruchitos o violincitos frenéticos, y el indiscreto, y valeroso, pone su pie sobre el primer peldaño de la escalera. Ascensión. Ascensión a una habitación enorme, el fondo es inexplicable a la visión, las paredes están llenas de acuarios de shubukins. Miles y miles de shubukins son admirados por el intruso, sus gasas de seda frenética brillan en el carmesí y en el cobre de las escamas, sus labios besucones repiten sin cesar la misma melodía de pompas de jabón violetas, hay en la estancia acordes de gaitas tan azucarados que se deshacen en el oído dejando su linfa dulcísima como estrellas punzantes, lilas y diminutas, tan pequeñas ellas como las gotas de limón que deja el miedo en el paladar, pero no son ácidas siquiera, licor de granadina a mansalva, licor de granadina en tristes gotas, hummm, qué dulzor de carmín en dicha estancia, una mixtura de violines y jazmines equilibran y desequilibran la armonía celestial de los acuarios. El muchacho prosigue su marcha, su camisa de cuadros naranjas le convierte en un extraño arlequín con pantalones vaqueros. Descenso. Descenso a la segunda sala. Miles y miles de nenucos rubios, y de ojos azulísimos, cuelgan desnudos, y atados por los pies, del techo infernal de esta monstruosidad, la melodía tiene el quebranto armónico del llanto de los críos, pequeñísimas agujas violentas definen el arpegio y el sonsonete de la música. El muchacho, el chaval de la camisa a cuadros, se siente sobrecogido. El rubio trigal, el dorado trigal de las cabezas de los nenucos forma un bosque invertido desde el techo, un campo en verano, amarillo como una exhalación de la fantasía, los ojillos de los muñecos, en cambio, son tan azules que parecen un cielo al alba, transido, limpio, y añildulce, zumo de pomelo y estridencia de cristalitos. El chaval continúa su mandato, entra ahora multiplicado por sesenta, hay, ahora, sesenta chavales con camisas de cuadros naranjas, y la habitación, abierta a todos los ángulos de la maravilla, se lubrifica con cuadros de jarrones llenos de rosas, y solamente cuadros de jarrones llenos de rosas. Rosas rojas, rosas naranjas, rosas amarillas, rosas rosas, rosas morenas y granates, rosas rabiosas y rabiosos rosas en las rosas. Y el Museo se perfuma inmarcesiblemente con un nectario de azúcar y mar. Ahora la música describe elipses en el tiempo y eclipses de luna, apoteósicos naufragios, y paraísos submarinos. Rosas por doquier, sólo cuadros de rosas, los marcos dorados y de plata, con sus curvas volutas y de hojarasca, dejan al aire los oleos teñidos por las rosas, innumerables, inmisericordemente extranumerarias, y el chaval advierte el esplendor de su fantástica audacia.

Enero 27, 2007


Una Historia de ciencia ficción para un Comic.

Dos puntos de luz rojos, púrpuras. Yo estaba en una explanada, una explanada abierta, sin límites, no se veía su final, de una planitud perfecta, no había horizonte, y la luz provenía de todas partes, una luz fosforescente y tibia, ligeramente rosa, el cielo era amarillo, naranja, pero sin sol, yo, y el mágico desierto, yo, el mágico desierto, y las mariposas. A mi alrededor miles de mariposas, verdes, azules, negras, revoloteando, ligeramente furiosas, ligeramente transidas, de aquí para allá, yo estaba allí, no tenía miedo, no temblaba, cualquier otra consideración está olvidada, yo, el horizonte infinito, la explanada sin límites, y las mariposas. Como un regalo maravilloso que se me hacía. Un limbo con mariposas, yo, mi desnudez, y los azules lepidópteros, los violetas o verdes lepidópteros. Como si fuera una fiesta en una dimensión desconocida, pero sin temor, no tenía miedo, algo balsamaba mi alma y me tranquilizaba, un algo de la hermosura del lugar, tranquilo y silencioso, calmo, transparente, inmáculo. Y de golpe, dos puntos de luz rojos. Y aquí estoy, todo es oscuridad, ¿es amplio o es pequeño el recinto?, ¿es plano o es abrupto?, ¿hay alguien a mi lado o estoy solo?, ¿es el infierno o sigo en la misma broma?. Me quedo quieto, sin moverme, horrorizado por el espanto, sólo dos pupilas rojas, quizás sean una enorme pantera, no logro divisarlo, la oscuridad me envuelve y no veo ni mis propias manos, ¿estoy en un pozo?, ¿ estoy en una celda?, ¿en un laberinto acaso?, ¿sigo en la misma explanada maripósica?. Oh Dios, ¡¡¡esos ojos espantosos¡¡¡¡, fijos en mi, felinos. El terror me sacude como un calambre eléctrico, y enloquezco, ¡¡¡Dejad de mirarme¡¡¡, ¡¡¡Dejad de mirarme¡¡¡, pero no lo grito, no digo nada, me callo y me muerdo la lengua, ¡¡¡que no salten sobre mi¡¡¡¡, ¡¡¡¡no quiero que salten sobre mi¡¡¡. El silencio cuaja la tiniebla de duras piedras, el único sonido es mi corazón palpitante, que me duele, me va a estallar en el pecho, la sensación es de un ahogo terrible, y la única luz, la de esas dos macabras y rojas pupilas. ¿huyo de ellas?, ¿pero a dónde?, ¿caeré por un desfiladero?, ¿qué asidero hay aquí, dónde demonios me agarro?, Dios, qué terror. La impasible aspereza de las pupilas que me observan abre una circunferencia de pavor absoluto. No parpadean, están fijas en mi, como a tres metros de distancia en lo insondable, rabiosas y constantes, ¿me muevo y huyo?, de pronto me orino encima, no puedo evitar la micción, mi vejiga suelta un chorro caliente, inevitable, vergonzante, el corazón me revienta en la caja torácica, me estoy asfixiando de puritito miedo, me muerdo de nuevo la lengua, noto el sabor salado de mi propia sangre y el dolor que me produzco a mi mismo lleno de metales. ¡¡¡Dios, qué terror¡¡¡, ¡¡¡¡Dios, ahora hay cuatro pupilas¡¡¡¡.

Enero 21, 2007


La Opera Volante.

Otra majadería del Paco. Un escritorcillo amigo conocido de él le metió la idea en la cabeza, hacer una ópera volante. Lee el escrito del redactor de estupideces, que le come el coco, (su tarro a estos efectos solo tenía megalomanía y melomanía, por cierto), y empieza a saborearlo, le da una vuelta al cabriolé de su fantasía y empieza a madurar el engendro. Que si esto se podría sostener en una simple pared vertical, que si desde aquí podría caer una lámina de agua iluminada por luces rosas, que si aquí podría sostenerse el artificio con unos simples cables, que si esto sería superbonito, que si esto y lo otro y lo de más allá tendría cuerpo y enjundia, que si que sí puede hacerse, que sí que esto lo hago yo con mis dos cojones. Y ya sabes como se las gastaba. Así que mandó al más famoso arquitecto de Europa, Japón, y los sietes mares de Simbad, y le dijo: quiero una Ópera volante. Y Santiago de Calatroca, que así se llamaba el arquitecto le dijo: te voy a diseñar algo que hace historia, te vas a chupar los dedos, Paco. Y vaya que si lo hizo. Lo colosal de su estupidez e imbecilidad es desproporcionado como algunos insectos palos que no parecen ser insectos y son bichos más bichos que ninguno. La explanada al aire libre se abre por encima del suelo a una altura de cincuenta metros. Sostenida por una torre de cien metros, la superficie parece que cuelga sobre la altura,  novecientos metros cuadrados de superficie sobre las aguas, y cien metros cuadrados de palcos y butacas. Y por encima un techo de cristal. Es tan solo un auditorio mediocre, pero con la curiosa particularidad de su altura, una aberración. Una aberración estrafalaria y complicada, se tarda un cuarto de hora en subir, para nada. Ni se da ópera en ella ni nada, si acaso un concierto de vez en cuando y como todo además se sostiene por cables de acero, pues que todo parece que tiembla, y la gente no escucha la música del miedo que coge. Eso sí, bonita sí que es. Como han puesto unas bancadas de flores colgantes a los laterales pues parecen los jardines de Babilonia. Y esos focos que lo iluminan todo de noche, ¡¡¡qué gasto de luz más estruendoso¡¡¡. Y esa cortina de agua que cae desde la torre, y todo acristalado, lo que debe de costar el limpiarlo. En fin, hizo historia, nada más hecha, el Paco que ve la primera Ópera, sube a la torre, y se arroja. Cien metros de caída libre y en picado sin profilácticos. Justo cuando lo del gallito de la Jallas, la soprano, justo en el dó de pecho, el Paco volandero que baja los cien metros desde su soberbia y se da contra el suelo, y joder, ¡¡¡¡el hijo de puta que no se mata¡¡¡¡, cuarenta huesos rotos e invalido de cuello para abajo, pero vivo. Y toda la gente aplaudiendo y chillando, y dos bandos, unos diciendo: otra otra otra otra; y otros, llorando como Magdalenas penitentes. En fin. La Opera Volante. Primer premio en el Festival de Arquitectura de Chicago.

Enero 19, 2007


martes, 20 de enero de 2015

San Judas Tadeo.

Una Aproximación a la Irreverencia de García Lorca.

San Judas Tadeo, patrono de los Imposibles. Fue parido sin dolor. Mientras su madre tendía la ropa en cordones de lana amarillos asomó su cabeza al mundo, cayendo sobre un montón de camisas de encaje, las mismas que su madre tendía para la reina de Jerusalén. No lloró como hacen los demás niños al nacer en este valle de lágrimas sino que, flotando tal una leve pompa de jabón, se sostuvo delante de su asombrada madre que sorprendida ya intuyó que su descendiente iba a ser muy milagroso. A los tres años de edad ya sabía hablar y recitaba de memoria el nombre de todos los reyes de Egipto desde la primera a la vigesimonovena dinastía. Al cundir su fama de milagrero por Jerusalén, él y su nana tuvieron que huir de Tierra Santa escondidos en ánforas de aceite, para llegar finalmente a España, Iberia en aquello años, donde encontraron la protección de Santiago matamoros. Con diez años de edad hizo su primer milagro, dejó embarazada a todas las mozas de la región, por lo que tuvieron que huir nuevamente, él y su madre, de la ciudad en la que residían para llegar a Hispalis, ciudad de San Isidoro. Dicen que curaba las migrañas y las transformaba en orgasmos, y que podía escuchar sin ser visto, todos los planes del Alcalde y del Obispo. Hacía posible lo imposible, y una casa demolida por ruina fue reconstruida en media hora por su divina intercesión, ante los ojos asombrados de los sevillanos. Sabía componer las notas que los niños llevaban a sus padres para que los ceros patateros se metamorfosearan en dieses y las firmas suplantadas fueran reales. Con cincuenta años de edad peregrinó a Roma, cosa que hizo en cinco minutos, presentándose al Papa totalmente desnudo y envuelto en un halo de gloria, dorado y fúlgido. El Papa quedó ciego de golpe ante la inmensa revelación pero San Judas Tadeo lo sanó con la lagrimilla de una monja, devolviéndole la vista. Con sesenta años de edad, después de haber realizado cien millones de milagros, reconocidos oficialmente por el Register of Miracolum of Vaticano, fue sometido a martirio por los habitantes de Ratisbona, incrédulos, herejes, y paganos, al no haber podido hacer que los ratones abandonasen aquella aldea. Fue torturado y martirizado con hierros candentes, que sobre su piel se apagaban instantáneamente sin dejar huella por lo que finalmente le cortaron la cabeza. Su alma ascendió a los cielos entre gritos de júbilo y cánticos desesperados. Su último y primer milagro, después de muerto, fue hacer que la paja de las caballerizas del Conde Floristo se transformase en oro, cosa que certificó el notario de Ratisbona ante la incredulidad del vulgo. Desde los cielos concede y logra cualquier asunto que se le pida con fe. Quita los males de ojo, y es el santo favorito de los jugadores de Póker y de loterías. Se le debe de rezar trescientos padrenuestros por la mañana y trescientos padrenuestro al acostarse. Desde su oficina en los cielos se dirige a Dios con potestades cuasi plenipotenciarias, saltándose el escalafón de mando de San Juan, San Pancracio, y San Pedro. Digamos que es el Ombusman de los asuntos dificilísimos. Intercede de manera acertadísima en los casos de embarazo y paternidad, pero es incapaz de curar los resfriados, ya que estos se curan solos o se complican. Tiene lugares de oración y estatuas o imágenes en todos los conventos, iglesias, y capillas del mundo. La más famosa de sus imágenes se venera en la localidad de San Jacinto de Alcántara, Extremadura, donde forma parte de una antiquísima romería. Cada seis de Mayo, los parroquianos le sacan en andas y hombros enfervorizados nada más amanecer el día, los pájaros le reciben con un coro de píos y aleluyas y las mujeres se desmayan y quedan inmediatamente preñadas, las que lo piden, en cuanto el santo sale de la ermita. Es tal el fervor que desata que en las inmediaciones del pueblo un millón de romeros peregrina para verlo amanecer, y trasnocha ese día y no se van hasta el día siguiente, cuando vuelve a entrar en la ermita después de haber sido adorado por sus fieles, entre gritos y palomas blanquísimas. Su último milagro conocido ha sido curar de mal de vientre a una moza de Chupalanpequí, Perú, hecho publicado por el periódico digital, Estrellita cibernética. Mandar este mensaje a tres personas y rezar dos padrenuestros y una Avemaría con fervor pidiendo salud.

(Que quede constancia de que yo, siempre que paso, y entro, dentro de la Iglesia del Santo Entierro, Sevilla, donde está una imagen de San Judas Tadeo, dejo dos o tres monedas en la hucha del Santo, por si acaso). Cosas hay en el cielo y en la tierra que no puede explicar tu filosofía.

Enero 15, 2007

El Concierto.

Era la primera vez que acudía a un concierto y estaba encantado. Nada más entrar por el inmenso pasillo lleno de topacios y terciopelos iracundos, rojos, bajo candelelarias de araña gigantescas que relucían como diamantes frenéticos y espejos de marco barroco y dorado que multiplicaban la luz y el espacio hasta complicarlo ad nauseam, yo, preso de un éxtasis reverencial, me dije a mi mismo: hete aquí, triunfante. Y me senté en el palco. Un terciopelo verde abracadabrante, orgásmico y brutal, acogió mis posaderas y mi cuerpo con la amabilidad del algodón transido. A mi lado, la mujer más gorda del mundo, a la izquierda, Don Juan Tenorio, y yo, en el centro, tal si fuéramos el retrato de la familia de Carlos IV pergueñado por Goya. Pronto empezó a llenarse el antro demoníacocelestial con toda clase de fauna carnívora, herbívora, y hasta insectívora. Variaciones de Goldberg en el menú, con un clave en amarillo canario chillón, y ballet, coreografiado por el artista ya retirado Manuel Da Tombiteria. Se me hacían los oídos agua ante la absoluta maravilla que iba a poder escuchar, bajo un techo dibujado por Disciepoli, la entrada triunfal de Alejandro Magno en Babilonia, acompañado de sus ejércitos griegos y toros mesopotámicos alados, negros y azules, y esclavos negros de un Egipto Ptolomaico. Pero la Señora gorda, cuyo sombrero de plumas rosas parecía un avestruz fuera de órbita, exhaló hacia el entorno el grito satánico de sus posaderas e intestinos, y perfumó de manera grotesca la Apoteosis del águila de la guerra, dejando mi pituitaria en un rencoroso estado de repulsión, hasta que el perfume que la misma y pedestre señora llevaba sepultó el muerto podrido que había salido de sus tripas bajo un montón de rosas y azaleas. Comenzó el concierto. Doscientos mil canarios, verdes, rojos, cuasiazules, de ámbar, dorados, y amarillos, salieron del instrumento por obra y gracia del virtuoso que lo destrozaba, que lo electrificaba, que lo descoyuntaba y lo llevaba hacia arriba, hacia donde los ángeles y las estrellas, con una ferocidad propia de esquizofrénicos. Doscientos mil paseriformes dementes exhalaron las cuerdas de aquel monstruo de madera, bajo las garras posesas y maquiavélicas del sublime artista, como mariposas desvergonzadas, libélulas indómitas, y chispas de fuego azul. Al mismo tiempo, el ballet diseñado por  Manuel Da Tombiteira describió un paraíso japonés, chino, asírico, oriental, tecnológico, y futurótico, de una manera tan soberbia y tan exuberante que, bajo la excelencia del Triunfo de Alejandro, el paladar del buen gusto se arqueó entre sandías rabiosas, ternera caramelizada, huevas de caviar, y pasteles de chocolate, arrope, sirope, y merengue. Sin proponérmelo caí preso, entonces, de un pentagrama escarlata vivo, cuyas fugas, semifugas, corcheas, sostenidos, y bemoles, en clave de solfamiredó, me persiguieron por una selva de esmeraldas, carbunclos y rubíes, donde panteras rosas de ojos verdes se dignaban a devorarme partes del alma, y pájaros de granate picoteaban mis sentidos. En un estado de clímax absoluto terminó el concierto, palmas y más palmas acompañaron a los artistas. Y yo, al terminar la función, cogí el paraguas del guardarropa y salí a la calle, cuyo silencio aromaba una nocturna exhalación de estrellas.

Enero 14, 2007


La Raflesia. Ampliación.

WASHINGTON (Reuters) - Es la flor más grande del mundo, y puede que también la más hedionda. Ahora, los científicos han usado el análisis genético para resolver el viejo misterio del linaje de la flor 'Rafflesiaceae', conocida por su flor roja de un metro de ancho y su olor nauseabundo. En la revista Science del jueves, un equipo de investigadores dijeron que la rafflesia - descubierta en una expedición científica de 1818 a la selva de Sumatra - proviene de una antigua familia de plantas de flores pequeñas. De hecho, muchas de sus primas botánicas tienen flores milimétricas. Esta familia, llamada 'euphorbiaceae', incluye también a la flor de Pascua, la campanilla irlandesa y otros cultivos como el árbol del caucho, la planta del aceite de castor y el arbusto de la yuca, dijeron los investigadores. Las extrañas características de la rafflesia han confundido a los científicos, que no sabían donde colocarla en el árbol genealógico botánico. Es un tipo de "forajido" botánico - una planta parasitaria que roba los nutrientes a otras. "Es un planta realmente extraña", dijo el biólogo de la universidad de Harvard Charles Davis, que encabezó las investigaciones. La planta vive en medio de enredaderas tropicales, donde sólo su flor es visible. Carece de hojas, brotes y raíces, y no emplea la fotosíntesis, el proceso que usan las plantas para aprovechar la energía de la luz del sol. La flor rojiza puede llegar a pesar 7 kilogramos. Huele a carne corrompida e incluso puede emitir calor, quizás mimetizando el de un animal recién muerto para seducir a las moscas de la carroña que la polinizan. Hay varias especies de la flor en las selvas de partes del sudeste de Asia, siendo Borneo el centro de su diversidad, dijo Davis.
/Por Will Dunham/

La Walfreschia.

Walfresia espantosa, carne de flor y flor de carne. Bajo un arpegio de aroma inmundo, caliente atracción del díptero mórbido. Roja corola nauseabunda, mixtura de pordiosero, exhalación de pestilencia, templado arcángel repugnante. Rara orquídea de demonios blasfemos, brutal naturaleza, exhibición impúdica del simulacro, horrible y estrambótico camaleónido vegetal. Mimetismo del cadáver para el molesto insecto. Víbora que te nutres del frondoso árbol, parásito y disfraz sobre el atlante. Apenas germinada para la repulsión y el asco, flor de muertos, corola de cadáveres, caliente como un perro fallecido, muestrario de dulces para las moscas, casa del tábano. Tu rojo pétalo exuberante y asqueroso, hacia el cielo invita a la Tsé Tsé maligna, y, en pleno acto fecundante, obsequias al ponzoñoso artrópodo con una delicia de putrefacción salvaje. Bajo la selva que te oculta, tu enfermiza presencia, se abre como una profanación de tumbas, tal una pústula que hiede, y así, anfitriona, invitas al moscón testicular a un quebranto de linfa para tu propia cópula. Rival inmundo de la fragancia de la rosa, brutal antítesis de la victoria de la orquídea, geranio pestilente sin Andalucías, profanación de la esmeralda catedral selvática, rata y flor, flor y rata, gargajo mimético, vómito esplendoroso de la natura, aberración de lo hermoso. Flor iguana, flor reptil, flor hongo, flor cadáver, flor fango. ¡¡¡Cómo atraes el observador naturalista¡¡¡ siendo execrable y despreciable y repulsiva. Asomándose a los infiernos se te quiere, y se le exige protección al mundo, para ti, que eres la demencia, un abrevadero de malignas aves, un nido frondoso para las larvas, para el huevo del díptero criminal. ¿Qué composición de arcángeles y música edulcorará tu abyecta naturaleza?, ¿cómo aromar tu pestilencia triunfante, oh antítesis de los jazmines, reflejo convexo y paranoico de la rosa?. ¿Qué música de Juan Sebastián Bach adjudicarte?, ¿qué tremolación de teclas de piano?, ¿qué carmesíes trompetas?. ¿Cómo teñirte?. Pero bendita seas, a pesar de todo. Como una amapola blasfema, carroña floral llena de bichos, elevas hacia la atmósfera un espasmo de muerte y hedor. Infernal asfódelo en el verde tenebroso de Sumatra. Una orgía de moscas ninfómanas bascula en tu lengua pútrida, rosa jamás rosa, mientras perfumas el bosque cantando cual un ruiseñor deforme de pico de estiércol. Hacia ti van por el olfato los tábanos rabiosos, y sobre ti sexúan en una demencial inflorescencia sin descanso. Lengua. Lengua hecha amor a lo depravado, brutal queso de roquefort botánico, carne mutilada que se adorna de artrópodos, cópula arquetípica de los dípteros, antítesis de la flor del mandarino. Contrario ser y paradójico, de horrible naturaleza, tu esencia es fétida, pétalo y sépalo de cisternas, flor inodoro exhalante. ¿Qué armonía de claves dulcísimos podrá ocultar el hipócrita espanto de tu presencia, indecorosa?. ¿Qué acorde de mínimos violines podría disfrazar el alma que ebulle de tus hojas?. ¿Qué melodía obsequiaría su perfume de transidos canarios a un pétalo de excremento sin disimulo?. Y sin embargo, bendita seas, a pesar de todo. Emergiendo de lo oculto como la sorpresa, proclamando la victoria de la náusea, gritando del triunfo de lo feo, hermosa que asesina pituitarias, como un rencor de bronce y escarlata. Apoteosis de lo bien y lo mal hecho, creación de algún Dios enloquecido, figura de un carnaval de sacrilegios. Puerca, curiosísima, y bendita. Si te extinguieses, los tábanos, en bandadas enfurecidas, buscarían presas vivas en las que depositar sus carnívoras larvas, y la infección arrasaría la esfera. Si no existieses, como mancha de aceite sobre pergamino, el díptero que fornica sobre tu cuerpo daría muerte al mundo. Quizás.

Enero 14, 2007


La Raflesia.

WASHINGTON (Reuters) - Es la flor más grande del mundo, y puede que también la más hedionda. Ahora, los científicos han usado el análisis genético para resolver el viejo misterio del linaje de la flor 'Rafflesiaceae', conocida por su flor roja de un metro de ancho y su olor nauseabundo. En la revista Science del jueves, un equipo de investigadores dijeron que la rafflesia - descubierta en una expedición científica de 1818 a la selva de Sumatra - proviene de una antigua familia de plantas de flores pequeñas. De hecho, muchas de sus primas botánicas tienen flores milimétricas. Esta familia, llamada 'euphorbiaceae', incluye también a la flor de Pascua, la campanilla irlandesa y otros cultivos como el árbol del caucho, la planta del aceite de castor y el arbusto de la yuca, dijeron los investigadores. Las extrañas características de la rafflesia han confundido a los científicos, que no sabían donde colocarla en el árbol genealógico botánico. Es un tipo de "forajido" botánico - una planta parasitaria que roba los nutrientes a otras. "Es un planta realmente extraña", dijo el biólogo de la universidad de Harvard Charles Davis, que encabezó las investigaciones. La planta vive en medio de enredaderas tropicales, donde sólo su flor es visible. Carece de hojas, brotes y raíces, y no emplea la fotosíntesis, el proceso que usan las plantas para aprovechar la energía de la luz del sol. La flor rojiza puede llegar a pesar 7 kilogramos. Huele a carne corrompida e incluso puede emitir calor, quizás mimetizando el de un animal recién muerto para seducir a las moscas de la carroña que la polinizan. Hay varias especies de la flor en las selvas de partes del sudeste de Asia, siendo Borneo el centro de su diversidad, dijo Davis.
/Por Will Dunham/

La Walfreschia.

Walfresia espantosa, carne de flor y flor de carne. Bajo un arpegio de aroma inmundo, caliente atracción del díptero mórbido. Roja corola nauseabunda, mixtura de pordiosero, exhalación de pestilencia, templado arcángel repugnante. Rara orquídea de demonios blasfemos, brutal naturaleza, exhibición impúdica del simulacro, horrible y estrambótico camaleónido vegetal. Mimetismo del cadáver  para el molesto insecto. Víbora que te nutres del frondoso árbol, parásito y disfraz sobre el atlante. Apenas germinada para la repulsión y el asco, flor de muertos, corola de cadáveres, caliente como un perro fallecido, muestrario de dulces para las moscas, casa del tábano. Tu rojo pétalo exuberante y asqueroso, hacia el cielo invita a la Tsé Tsé maligna, y en pleno acto fecundante, obsequias al ponzoñoso artrópodo con una delicia de putrefacción salvaje. Bajo la selva que te oculta, tu enfermiza presencia, se abre como una profanación de tumbas, tal una pústula que hiede, y así, anfitriona, invitas al moscón testicular a un quebranto de linfa para tu propia cópula. Rival inmundo de la fragancia de la rosa, brutal antítesis de la victoria de la orquídea, geranio pestilente sin Andalucías, profanación de la esmeralda catedral selvática, rata y flor, flor y rata, gargajo mimético, vómito esplendoroso de la natura, aberración de lo hermoso. Flor iguana, flor reptil, flor hongo, flor cadáver, flor fango. ¡¡¡Cómo atraes el observador naturalista¡¡¡¡ siendo execrable y despreciable y repulsiva. Asomándose a los infiernos se te quiere, y se le exige protección al mundo, para ti, que eres la demencia, un abrevadero de malignas aves, un nido frondoso para las larvas, para el huevo del díptero criminal. ¿Qué composición de arcángeles y música edulcorará tu abyecta naturaleza?, ¿cómo aromar tu pestilencia triunfante, oh antítesis de los jazmines, reflejo convexo y paranoico de la rosa?. ¿Qué música de Juan Sebastián Bach adjudicarte?, ¿qué tremolación de teclas de piano?, ¿qué carmesíes trompetas?. ¿Como teñirte?. Pero bendita seas, a pesar de todo.

Enero 13, 2007


Los Dos Conventos.

La Calle se llama Sefarad, España en Hebreo, creo, pero anteriormente se llamaba Calle de los plateros. Había platerías, se hacían damasquinados y cuchillos, de oro y de plata, perfectos, geométricamente perfectos. Tres o cuatro platerías en la calle y dos conventos. El convento de las Teresianas de la Santa Espina. Y el Convento de los Padres Crapulenses. Los edificios eran altos, grandes, inmensos, majestuosos, con enormes patios y jardines interiores, fuentes, y huertas. A los maitines la calle sonaba a gregoriano, como si sirenas cantasen en el fondo del mar. Y las campanas llamaban a la oración, como extraños pájaros azules en el alba. Fueron demolidos. Los Conventos son ahora un edificio de apartamentos, pero las platerías permanecen en su lugar, han cambiado los titulares de los negocios, la familia Heredia es ahora Hermanos Facundo y los Relojeros Saborites es ahora Joyería La Guirnalda. Sé que esta historia me traerá problemas, durante un tiempo los edificios conventuales fueron ruinas deshabitadas, los borrachos hacían hogueras en sus patios interiores y los yonkis disfrutaban en una intimidad propicia a su adicción. Los niños se aventuraban a pasear por la Iglesia demolida, jugando a los piratas o robando limones. Apestaba a mierda humana, botellón de cerveza, humedad deliciosa y azahar en ciernes. Aquí me contó la historia un familiar. En las ruinas se encontraron esqueletos de niños recién nacidos muertos al nacer por sus propias madres, las monjas en pecado. Y un pasadizo bajo la calle unía los dos conventos, se organizaban orgías de frailes y de monjas, orgías que duraban días y días, en la más absoluta depravación y en el más absoluto de los secretos. Cuando la monja quedaba preñada, abortaba, y tiraba los restos a un pozo. Si seguía con el embarazo cometía, al final, infanticidio. El obispo no sabía nada, Sor Teresa era una autentica hetaira, el Padre Prior Jerónimo, un burro de falo gigantesco. Los frailes estaban posesos de priapismo, las monjas, enfermas de ninfomanía. Hacían escarnio de la Ostia consagrada y al inmenso Jesús crucificado que había en la Iglesia de los frailes le ponían una caperucha roja sobre la cabeza para que no presenciara el acto sexual, múltiple y blasfemo que sobre los bancos del sagrario se realizaba. Hay que decirlo, copulaban antes y después de comulgar, y se embriagaban con el vino ya consagrado para la Santa Misa, hacían mofa del Misterio de la Encarnación. No era el convento de Jesús y de María, sino el de San Satanás rabicundo.  Sobre los dos edificios cayó el terremoto de 1925. El Obispo los cerró, quizás sospechase algo, nunca lo sabremos. Las platerías, sin embargo, soportaron el embate de la tierra intactas, como monolitos de pureza frente al escarnio. Por esas dos ruinas paseé cuando niño, me gustaba ver las libélulas que había en un estanque. Sospecho que el alma de los niños asesinados se pasea por este lugar llorando eternamente, y que se refleja en los brillos de la platería de las tiendas. También un yonqui murió de sobredosis en lo que antes era un patio y ahora es una tienda de licores. Y del viejo árbol al que me subía sólo queda un letrero que dice: Opticas Racem. En fin, historias de conventos. Ah, me acuerdo ahora mismo que un día presencié la pelea de dos yonquis, por Dios qué de recuerdos, pero no se mataron, terminaron amigos mientras yo cogía limones para mi madre subido al árbol igual que un mono, qué de recuerdos. En fín, por favor, ¿puede indicarme el precio de ese reloj de oro?.

Enero 12, 2007


La Guitarrita de Juguete.

Una chispita azul, con un toquecito de agridulce, el caramelo se deshace dejando un millón de vencejitos furiosos en el paladar y las corcheas que salen del Polifemito diminuto son como estrellitas revoltosas de un cielo violeta y triste. Las cuerdas del instrumento no son capaces de elaborar un combate sangriento de sostenidos y bemoles pero se bastan por sí solas para elaborar un débil paraíso lila, con estridencias de limón, pomelo y granadina. En el minúsculo acorde flotan, chirriantes y bellísimos, pequeños caballitos marinos de cristal, naranjas, verdes, azulados, en una cabalgata minimísima bajo la mirada de gatitos de peluche vivos. Así es la guitarra de juguete que a todos nos regalan cuando niños. Dicen que dentro del instrumento, que no sobrevive a nuestras manos ni un día siquiera, habita un pueblo de duendes dorados, de pitufos, de gnomos, y que en dicho pueblo se esconde un tesoro de diamantes rabiosos, muy pequeñitos, tan pequeñitos que el soplo de un aire los deshace. En sus cuerdas, que son cuerdas de metal muy brillantes y finas, una majestad de colores y notas sacude sus cabellos, porque las notas musicales son ninfas de una fuente de otro mundo, donde habitan sátiros jovencísimos y unicornios azules, centauros y cupiditos, en una selva llena de mariposas de color granate y morado. Las ninfas se bañan en el agua de un arroyo, de una fuente dorada, en la que las truchas naranjas abren sus besucones labios al morder el borde de gigantescos nenúfares. Las ninfas están todo el día, el sol es un ángel de cabello rubio con una espada de fuego, las ninfas están todo el día al borde del agua, salpicándose las unas a las otras, o peinándose las cabelleras. Y cuando la cuerda de la guitarra de juguete suena tañen unas diminutas campanas en las que tienen encerrados el canto de los grillos. Porque son unas ninfas cazadoras, y de noche, cuando todo el mundo pudiera creer que duermen, salen al jardín, a la selva de los centauros y los unicornios, y se dedican a capturar el canto de algún grillo. Porque si un grillo, azul y negro, se pone valiente y hace que el serruchito de su violín suene, asciende hacia la atmósfera una mariposa de perfume añil, que revolotea de flor en flor, de corola en corola, y que se va dorando y plateando del nácar de la luna. Las ninfas cazan como amazonas, llevan una armadura de pétalos de rosas y una corona de flores de lirios. Con una red hecha de hilo de oro cazan la voz maripósica del grillo insomne, y la guardan en un tarro de cristal verdecillo. Luego se sumergen en el agua de la laguna donde moran en un palacio de jade y esmeralda, y allí, en la habitación de los siete colores, con la mariposa apresada, dan forma a unas campanitas, las que luego sonarán cuando el niño haga temblar a la guitarra. Cuando una guitarrita de juguete se rompe hay en el cielo un ángel llorando.

El padre había escondido la guitarrita de juguete debajo de la caja de polvorones de coco, unos polvorones que sabían a pura delicia y se deshacían en la boca en un concierto de sabores tropicales y caribeños, de un dulzor afrodisíaco, haitiano, pero el niño mayor, que era un goloso sin límites, en su afán por devorar los mantecados, descubrió la estratagema del padre, se puso a tocar la guitarra que iba destinada al pequeño de la familia, y asesinó la sorpresa del día de Reyes Magos. Un torrente de grillos azules y violetas salió del corazón asesinado por espadas, ascendiendo a los cielos.

Enero 9, 2007


lunes, 19 de enero de 2015

La Mantis religiosa. Segunda Variación.

Tensión, arista, crimen, corola, perfume. La Mantis orquídea, la Mantis rosa, en la antesala del espasmo, junto al rosal, sobre sus ramas, mimetizaba, en un disfraz exacto, al vegetal que elevaba su plegaria al cielo escanciando un aroma voluptuoso. La hipócrita perfecta, maquinaria de una tensión indescriptible, bella y sacrílega, en un horror hermosísimo, ponía un endemoniado vestido de filos a su animal blasfemia. La corola de la rosa rosa, ascendía su vapor en la humedad reinante, tarro de esencia que se guarnecía de maquiavélicos alfileres, y la Mantis, que sobre la rama pareciera una hoja más del furibundo rosal, se aprestaba en un éxtasis de inmovilidad absoluta, cual una pantera rabiosa, a una oración de hambre e ira, resorte que disimulaba una violencia incontenible. Tensión, arista, hiperdulía, corola, perfume, asesinato, el artrópodo sobre la rosa manifestaba un quebranto de híbridos frenéticos, pero impasibles, inmóviles, en muelle, un milisegundo antes del ataque, carnaval de violencia en palacios rococós, belleza y salvajismo, religión, hipocresía, pavor. La humedad se lanzaba sobre la naturaleza y una gota de rocío sobre un foliolo del vegetal obsequiaba un punto de pureza al bello y horrendo misterio de la criminal fervorosa. La hereje oraba su dañina frase de invocación a los dioses con la apariencia del vegetal inmóvil y bajo su aspecto de devota fanática y de hermosísima rama se ocultaba la ferocidad infinita de la bestia. Horrenda y bellísima, la Mantis rosa, semejaba la rama y la hoja seca del rosal, y a su alrededor, su palacio de fragancia se hermoseaba de aristas punzantes, y, en la carne del pétalo, la gota de rocío reflejaba el espanto del magnífico artrópodo. Arpas a punto de ser pulsadas y copas de cristal a punto de romperse y un instante antes del espasmo lo barroco de la escena era bello, delictivo, demente, y sublime. A la soberbia de la corola se oponía la soberbia del crimen, la blasfemia en la antesala del sagrario, y un aroma sin medida que atestiguaba la oración del homicida. Perfectísimo y sacratísimo el monstruo se aromaba al lado de la rosa, estático y violento, tal un veneno a punto de ser vertido sobre un cáliz. A lo iracundo del nervio eclipsado, el satánico y hereje animal lo disfrazaba con el fanatismo de lo hierático, la camaleónica belleza junto al lujurioso vegetal era un sinsentido de adoración y rabia. La Mantis orquídea, la Mantis rosa, junto a la rosa rosa era un eclipse de belleza y maldad. Ferviente el insecto permanecía en una adoración brutal. Y la rosa hacia el cielo lanzaba su alma sin contornos. Exuberancia, fragancia, metáfora, fanatismo. La naturaleza me regalaba una visión de aterradora belleza. Como en un espejo la zarza se reflejaba en el insecto y el insecto en la zarza. Armonía y horror bajo el impetuoso aroma de la flor. Con una siniestra simetría lo salvaje, pluscuamperfecto, era un arpegio de espinas, aristas, y perfume. Abyecto el insecto, jesuítico y bellísimo, la rosa viva, la Mantis orquídea, sobre la rama de la rosa, erizada y nácar, era el arquetipo del depredador falsario al borde del furor. La flor exhalaba hacia arriba un escándalo de fragancia. La corrupta belleza de una blasfemia, virgen maldita en la Iglesia lasciva, se me regalaba en aquel instante con la sorpresa del carnaval. Exótico, repugnante, selvático, horrendo, para mis ojos de niño, todo el espanto y toda la belleza, todo lo salvaje y todo lo divino. Un éxtasis de horror, transido, perfumado, y lindo, se sincronizaba a un acorde de silencio y sacrilegio hermosísimo.

Diciembre 29, 2006

La Mantis religiosa. Variación.

El espanto de la Mantis orquídea acababa de aparecer sobre el rosal. Brutalmente bello y horroroso el insecto se exhibió impúdicamente salvaje sobre la rama verde de la planta, espectral y demoníaco tal una exhalación de lo satánico. De un gusto exquisito la naturaleza obsequiaba mi visión con la presencia de una Mantis que mimetizaba a la perfección la rama seca de un rosal. Al lado de aquel bellísimo engendro, la rosa, escandalosamente rosa, exhalaba un olor maravilloso, azucarado, dulcísimo, y la humedad de la azotea sobre los musgos del pretil se asomaba al abismo con la indecencia de los suicidas. Sentí temor ante aquella belleza insectoide, tigre o pantera o cactus en el cactus, que al lado de la rosa, en actitud hierática, sacra, rezaba, cazando, traicionera y letal, inmóvil y atenta, en estado de alarma, de excepción, y de sitio, impasible y depredadora, de un salvajismo sin límites. La naturaleza camaleónica de aquel ente, lleno de estridencias como la rama de un rosal y de una simetría perfectísima, ponía una nota de ocre nacarado al vegetal, y el misterio de su ferocidad se coagulaba con la impasibilidad de su sacratísima oración. El monstruo, no se movía, pero dentro de su carcasa un pequeño león, rabioso e iracundo, lleno de zarpas afiladísimas, tal un resorte mecánico, se incluía, con una violencia detenida de una soberbia ilimitada, la belleza de lo horrendo basculaba una oración de veneno en tarros de cristal de bohemia, un perfume de una voluptuosidad indecorosa que al ser olido embriagara los sentidos y asesinara. Rezaba aquella violenta virgen una antigua oración de daño y pavor, bellísima y atroz, horrenda, bellísima, y atroz. Yo, al verla allí, perfecta sobre la rosa perfecta, sentí al mismo tiempo, asco, miedo, y admiración. Lo exuberante de aquel hecho ponía una nota de estridencia armónica, una erizada melodía de nausea y placer. Era aquello enormemente hermoso, el instante de la rosa y la Mantis rosa, repugnante y magnífico, era una visión sobrecogedora, el momento exacto en que la soberbia, impasible y feroz, se perfumaba en un escándalo de aroma, mientras parecía en un éxtasis de comunicación con la deidad. La maraña del insecto, ponzoña estupenda, de un erotismo rabioso, sobre el rosal, cargado de espinas, fresco, solemne, adjudicaba un escarnio de religión y escándalo. El terror del artrópodo, su horrenda mutación bellísima, equilibraba una rama de rosa feroz y perfumada. Repito que la naturaleza me obsequiaba con una delicia de brutalidad y simetría, de quietud, condensación, y salvajismo.  La escena era de una simetría demencial, pareciera surgida de un caleidoscopio monstruoso lleno de arabescos e imprecaciones. La oración era una blasfemia pavorosa. Perfecta.

Diciembre 22, 2006


La Mantis religiosa.

La observé en un rosal que yo tenía
Rezando peligrosamente bella,
Parecía la despiadada aquella
Una hoja más en el rosal de umbría.

Disfrazada de hoja allí rezaba
La fantástica Mantis religiosa,
Al lado de la rosa reposaba
Imperial, asesina, misteriosa.

Y la rosa exhalaba el alma entera
Al lado del demonio disfrazado
Bellísimo y mortal cual la traición.

Tal artefacto de la primavera
El insecto rezaba nacarado
Un espanto de rosa y religión.

Espero que por hacer este poema aquella Mantis religiosa que vi hace años en mi rosal no se extinga o desaparezca. Era una Mantis religiosa que mimetizaba a la perfección un tallo de rosal seco, un prodigio de belleza insectoide, una auténtica maravilla de la naturaleza, daba miedo, porque era, al mismo tiempo que bellísima, horrorosa y terrorífica, parecía como ya digo una hoja o una rama de rosal seca, llena de espinas, algo monstruosamente bonito, al lado de las hojas verdes del rosal, sobre ellas. Alucinante, de autentico reportaje del National Geographic. Y daba bastante repugnancia, miedo, y al mismo tiempo, ya digo, era algo bellísimo. Mi poema no le hace justicia desde luego, era algo realmente asombroso.

Diciembre 22, 2006


El accidente del Astronauta.

Dentro de la escafandra estuvo vivo siete horas. Siete horas antes de que el oxigeno se agotara definitivamente. Pensó en sus hijos, los que dejaba en tierra, unos lindos chavales de catorce y diez años. Pensó en su mujer, que quedaría viuda, aunque estaban en trámites de separación, pensó en los buenos ratos que había pasado con ella. Mientras se asfixiaba tuvo alucinaciones y convulsiones, las alucinaciones eran indescriptibles, terroríficas, el dolor era un nacimiento de nuevo, un despellejamiento, una nueva reencarnación terrible, un volver a ser en otro lugar y en otro tiempo. Finalmente se consumió, dejó su alma en manos de lo desconocido y su cuerpo en la lata de sardinas plástica de su traje de astronauta. Empezó el rigor mortis y la putrefacción. En ocho horas el cuerpo se puso hinchado, destilando un zumo pútrido, el hedor en la cápsula fuera insoportable de ser olido, las bacterias se comieron vivo el cadáver que se momificó, negro y repugnante, brutalmente asqueroso. Era un horror aquello, pero no, no había gusanos, sólo la propia carga bacteriana que en sus ansias de sobrevivir fluidificó hasta la nausea aquella masa de carne muerta. Finalmente, se mineralizó, como un pseudofósil, tal una piedra con algún rasgo antropomorfo, tal una momia del antiguo Egipto, con algún rasgo humanoide. Era un polvo lleno de esporas de una virulencia inaudita, de una voracidad descomunal, infecciosa y rabiosa al mismo tiempo, pero contenida dentro de los límites de la escafandra, como un tarro de veneno iracundo. Cuando por fin llegó a la ionosfera aquella ponzoña brutal, que había contenido el cuerpo, la mente y el alma de un ser maravilloso, se desintegró en una soberbia y amarilla llamarada en un milisegundo, no dejando ni un solo residuo fecundante. Desde abajo unos niños que nadaban desnudos en el río jugaban ajenos.

Diciembre 22, 2006


Villademonios.

Villademonios es un pueblito pequeño, un tiendita de cada cosa y no más, un cura, un médico, un barbero y un maestro. Villademonios es un pueblo muy pequeño. En la espalda del pueblo el fin del mundo. Cuando uno pasa la calle Mayor hacia el oeste, de pronto, el fin del mundo. Nadie lo ha visto, nadie se acerca por allí. Ni los niños. Ni los enamorados. Ni los pájaros. La golondrina nerviosa, el vencejo chirriante, cuando van hacia allá, giran en seco, dan una voltereta, y se vuelven, no ya asustados, porque la costumbre los ha hecho inmunes a la sorpresa, pero sí presurosos, como negando algo. Y nadie lo menciona. En el casino, donde los mayores juegan, no se comenta, nadie dice, pues este es el pueblo del fin del mundo, aquí se acaba y empieza el más allá. Claro que los forasteros que vienen son chulos y no temen a nada. Vienen con sus revólveres, soberbios y envalentonados, pisando las margaritas y las hormigas con indiferencia e impiedad, no se santiguan en la misa, ni dan las gracias por el aviso. Porque se les avisa, se les dice una y otra vez, por activa y por pasiva, por las claras, por metáforas, por alusiones, directas o indirectas, sabed que ahí termina el mundo y el que se pasa de la raya no vuelve. Pero no hacen caso, son tontos, a los niños les hacen mucha gracia, juegan al turista suicida, al extranjero idiota. A mi me dan pena. Bueno, pena y cabreo. Porque siempre pierdo mi tiempo diciéndoles, no se pasen por la taberna de la Chorca. Pero ellos cuando saben que la Chorca es la muchacha más guapa del pueblo, qué ojazos azules tiene la nena, parece que no le caben en la cara, una negra de ojos azules, y andares de pantera voluptuosa, y unos senos que ni en la Ninive que dicen de la Cleopatra. Pues que cuando saben que la Chorca está por casar, se pasan todos para allá para verla. Pero ella no quiere hombres. Juró ante la Señora, ante la Virgen del oro, que solo se casa con quien pase la raya y vuelva. Y todos como locos, como gilipollas, digo yo, la ven, y, bueno, no todos, los hay que no tienen cojones, y se vuelven de la taberna borrachos de aguardiente. Un aguardiente que la Chorca pone a los cobardes, que es fuerte y untuoso y deja el paladar lleno de sangre de limones, que lo destila ella con zumo de limones, mosto, pellejo de uva, y lágrimas. Yo también estoy enamorado de la Chorca. Y la Chorca está también enamorada de mí, pero somos medio hermanos, y no nos podemos engendrar el uno en la otra porque la sangre se pone cruel y nacen niños deformes. Y detrás de la tasca de la Chorca, donde acaba la calle, el perro del Tío Hortensio ladra al que se atreve y le dice adiós, y todos le decimos adiós, y hasta el cura le dice adiós, y pone a tocar las campanas de la Ermita, que suenan preocupadas y mortuorias, tristes, somnolientas, melancólicas, incluso a veces alegres. Porque no todo el que llega es buena persona, entonces el campanario, aunque toca lento el sacristán, parece que le diera al sonido un timbre de esplendor, como diciendo, un negao de bondad menos para el mundo y el mundo está mejor sin él. Hay a quien le gusta que el pueblo sea el fin del mundo. Desde las azoteas, se ponen a ver el Poniente, el sol va cayendo poco a poco en el límite y de pronto, ya no hay sol, ni luz, ni nada, y se hace de noche a quien lo mira, de repente, de improviso, sin luz de anochecer, como si le cayera a uno una ceguera a los ojos al instante. Hacia ese lado del pueblo no hay ocaso. Dicen que por eso hay tantos locos en este pueblo, porque miran el atardecer y enloquecen, se esquizofrenan. Por eso, eso que dicen de que un viajero llegó anteayer a la posada de la Juana y que al día siguiente, ayer, llevaba ocho días muerto, solo es posible porque la Juana está loca de ver tanto ocaso sin ocaso, y le ha dado por decir mentiras.


Diciembre 16, 2006

sábado, 17 de enero de 2015

Variación de El Descenso con Papas Noel.

Se abre la estructura iracunda sin principio ni fín girando y girando, espiral áurea, tornillo de Arquímedes de innumerables escalones, que hacia arriba y hacia abajo describe una dentadura helicoidal ansiosa de succión en su hueco y de punzantes heridas en sus zarpas. Por esa tremebunda hélice carente de misericordia o asidero, predispuesta a deglutir en un solo tropiezo cada forma o figura que se despeñe, bajan, sosteniendo las doradas campanas navideñas, las plateadas campanas de felicidad, los gordos y barbudos Papas Noel rojos y blancos, tal como los representantes de la nación Suiza. Sus orondas figuras entrañables bajan por el helicoide en un acto de riesgo supremo, sus barbas señalan hacia abajo el vacío, más no pueden verlo porque sus grotescas barrigas hinchadas les impedirían abrocharse los cordones de los zapatos. La boca giratoria traga y traga, cada peldaño exige una diamantina nota de pavor, y el pie que bascula en la demoníaca tecla es el pié de Santa Claus, en un acto de paroxísmica entrega de juguetes a unos niños inexistentes. Jo, Jo, Jo, Jo, se oyen las carcajadas de los orondos y contrahechos Papas Noel en la giratoria y demente espiral, cargados los sacos a las espaldas, llenos de juguetes, mientras un tintineo de campanitas pone un acento débil en el circunflejo espanto de los ónices. Bajan los barrigudos, los agentes imperiales de la Cruz Roja, hacia los abismos que muerden y desollan, afilados y obscuros, duros, negros, impenetrables y hambrientos, brutalmente hambrientos. El zócalo, el granito, el mármol, y la piedra, proclaman su poderosa dureza ante la lana de los trajes rojos y blancos. Y los deformes Walt Whitmans, simpáticos y aterrorizados marcan un baile de toneles y cilindros, agresivos, ácidos, en equilibrio dificilísimo. Jo, Jo, Jo, Jo, se oyen las carcajadas, la frase favorita de los Santa Claus, en la contrahecha llave inglesa capaz de succionarlos o descuartizarlos. Jo, Jo, Jo, Jo.

Diciembre 5, 2006


Variación Pornográfica y gay de El Descenso.

Hecha para matar el tiempo.

Anacondas translúcidas, transparentes, como de cristal, con débiles grabados, arabescos en la piel, signos jeroglíficos, húmedas, chorreantes, acuáticas, aceitosas. Sobre el friso, sobre la cornisa, en el balcón. Rozándose entre ellas, abrazándose, resbalando, suaves, sedosas, como un liquen mojado, verdes, rojas, tatuadas, transparentes. En la cornisa, los muchachos, los Apolos, los sierpes, ofreciéndose a la bacanal, succionándose, chupándose, penetrándose, al borde de la caída, al filo de la extremaunción, bajo un signo de glandes hinchados, de vergajos gordos, grandes, largos, circuncisos, enormes, sensualísimos, las bocas alrededor de ellos, sujetándolos, penetrando las nalgas, las nalgas abiertas, los esfínteres ansiosos, suplicantes, locura y bacanal, aceite, ungüento, vaselina. Sobre el balcón, en el friso, en los frisos, en las cornisas, en las aristas, extrañas cariátides sujetando los balcones, y ellos allí, como en una batalla de guerreros, pero fornicando, fornicando y fornicando, sobre el vacío, émbolos que penetran émbolos, como serpientes, una muchedumbre de falos y de ángeles, efebos de torsos limpios, brillantes de nácar a la luna o negros rabiosos, sedientos de deseo, entregados a la hecatombe, dispuestos al holocausto, consagrados al placer, cual moluscos, cual enormes mareas de curvadas olas, yacentes, implorantes, en peligro, a punto de caer, sin descanso, frenéticos algunos, otros lentos, muy lentos, como en éxtasis, poseídos, mórbidos, con fiebre, sudor y plata, chorreosos, tal un charol o cuero, brillantes, transidos, blasfemos, repugnantes o adorables, entregados, como lilas, como una selva de dementes lilas, sobre la cornisa , sobre las cornisas del edificio, sobre el abismo, como orquídeas, como una guirnalda de dementes orquídeas naranjas, tal el palacio de Semiramis en Niníve. Cual un descomunal Laoconte multitudinario, repetido cientos de veces por toda la escuadra, retorcidos y girados, sobre si mismos, serpentiformes, maravillosos, o asquerosos. En escorzos de dificultad inmarcesible, tal cisnes que se retuercen en un abanico de cuellos níveos, con posturas acrobáticas, barrocas, rococós, en el cuerpo colapsados, las bocas, grandes babosas que entrechocan, moluscos en las mariposas, succionantes, las nalgas redondas, opulentas, los vergajos, tiesos, rígidos, trempantes. Sobre la pared, a punto de ser devorados por el precipicio. La fauce infernal implorante de caídas, exigiendo ángeles en éxtasis, exigiendo que el sujeto del clímax se despeñe, caiga, y reviente en el suelo, tal un gargajo pútrido, tal una mancha de pintura. Y en el paroxismo final, el Orgasmosssss, la abundante eyaculación, como un vómito de jazmines desde las fuentes de carne, desde los erectos obeliscos, cayendo las gotas de leche entre espasmos, y precipitándose los ángeles que perdieron el juicio, en el instante de la máxima luz, reventando en el suelo como babosas machacadas, entre germen y semilla desde arriba. Gritos de placer, de dolor, o de espanto. Y la orgía prosiguiendo, sin juicio, olvidándose de los caídos, sobre los cadáveres.

Diciembre 5, 2006


jueves, 15 de enero de 2015

Un Relatillo sobre Pecados Capitales.

Seis Pecados Capitales.

Garras, zarpas, uñas, dientes. Aquí escarbo y arranco de la tierra hasta la última raíz. Muerdo y desgarro, roe mi boca el muñón. Roe mi boca, mis uñas están rotas, mis dedos sangran, dejo yermo el ámbito, que no brote ni una sola yema, castración total, esterilización absoluta, todo el oro será extraído y guardado. Mis ojos toda la noche han estado abiertos, sin descanso, rondaban otras garras mi fortuna, he levantado una valla llena de alambres y ganchos, zarzas metálicas, si pudiera impedir que la rosa exhalara su olor, pero la ingrata se lo difunde a todos. Quisiera ponerle precio al aire. Socorro, que me roban. Socorro que me roban. Avaricia.

Serpiente y ungüento. Aceite, oh carne, oh carne, mi boca chupa y chupa sin descanso, glu glu glu glu, émbolos y alcantarillas, yo me meto dentro, me introduzco en el interior del éxtasis, conmigo mismo o con quien sea, necesito víboras y líquenes, musgos húmedos, la noche es aceitosa, tiene un perfume de clepsidras lunares, brilla la planta, en dicha noche he bebido hasta el amanecer vino y mosto y ambrosia, hasta empalagarme el paladar, he salido ardiendo, y continué más allá del amanecer, con anacondas translúcidas, húmedas, aceitosas. Ungüento y piel. Ungüento y piel. Quemadura, sangre, mierda. He derramádome en todos los contornos, las bocas me chupaban, he sido tragado incluso al mediodía, cuando el sol doraba las arenas de la playa .No tiene nunca colmatación mi sed. Lujuria.

Una y otra vez, el pollo asado, una y otra vez , el pollo asado, dame ese lechoncillo que lleva una manzana en su boca, ternera caramelizada, umm, qué sabor tan fuerte y delicioso, mi paladar se llena de flores extrañas, arpegios inundan los sabores, quiero ese muslo de cordero en aceite de salvia, también probaré la carne humana. También probaré la carne humana. Gula.

El espejo, quitad ese espejo de mi vista, quitad ese espejo, hacedlo añicos, me es insoportable su presencia. Delacion, usaré la delación contra mi enemigo, en su viña las uvas crecen gordas y brutales, y su ganado está lustroso, no puedo soportar que su esposa tenga cuatro hijos, envenenaré las fuentes del pueblo, ese, ese es el blasfemo. La inquisición me ha llamado de testigo, yo la he visto practicar aquella noche rituales extraños, danzas raras, ella y sus amigos lo invocaban. No puedo soportar ese vestido rosa. Tengo dos caras, una de ellas es amable, la otra esconde mi verdadera naturaleza. ¿Y qué si es mentira lo que digo?, no sobrevivirá mi enemigo a la calumnia, con eso me doy por satisfecha, ojalá a toda su cosecha la langosta. Ojalá a toda su cosecha la langosta. Envidia.

Yazgo como un montón de carne y no me limpio. La suciedad en mis ojos, las legañas, ni un poco de agua fresca buscaré. Qué cansancio para abrir los ojos. Me duele el costado en el colchón, prefiero ese dolor a un solo esfuerzo. He defecado en mí, me da lo mismo. Qué hambre, qué sed, qué repugnancia. Me da lo mismo. Pereza.

Que no haya una cabeza por encima. Ese perro molesta demasiado. Que le corten las cuerdas vocales a ese chucho. Ese taxi es un coche normalito. Déme la mejor mesa del Restaurante, por Dios, al lado de esa gente no la quiero. Ascensión, soy un Dios, los otros mueran. Níveas manos me entreguen sus pañuelos, y en cubertería de plata una cabeza, ensangrentada, con la lengua afuera. Que mi trono de oro sea tan alto, que el esclavo no llegue a mi cintura. No me es suficiente ese vaquero, quiero también el abrigo de visón. Pero tú me resultas detestable, tus miasmas corporales me molestan, porque yo soy un ángel y todo es puro en mi figura y en mi cuerpo. Soberbia.

Diciembre 3, 2006


Variación de El Descenso con Homosexuales haciendo el amor.

Por el tubo que gira cuerpos y cuerpos. La máquina esférica cuajada de dientes, dientes, peldaños, teclas, dominó. Circular piano, dentadura helicoidal, la luz del tubo hacia abajo muestra las inconmensurables profundidades, hacia arriba, lo mismo. Pegaría dentelladas este Nautilus, pero por el tubo, hacia abajo, succión sin nausea, ad nauseam. Y en ese elíptico piano, las teclas, peldaños, dientes, uñas, suenan cada vez que un cuerpo se posa. Suenan punzantes mis, fas, sol, res, dos. Suenan. ¿Y qué las hace sonar?, cuerpos y cuerpos de adolescentes efebos masculinos. Sodomía. Sodomía y peligro, en la fauce espiral. Aquí en un peldaño un Apolo desnudo, pelo rizado, ojos de color canela, diminutos pezones rosas, plenitud lunar en su cuerpo, gran vergajo sexual hinchado, descansa. Abajo, otro Apolo, de pelo corto, sobre las dementes teclas del clavecín infernal, en un escorzo de riesgo sublime, reposa su mármol, y con la boca, mordisquea o besuquea el falo inmenso de su compañero. Sodomía. Sodomía y peligro. La escena se repite más abajo con dos Apolos mulatos, y más arriba vuelve a repetirse. Posturas imposibles. Escorzos de cisnes retorcidos, fornicantes al filo de la muerte. Sodomía. Sodomía, vértigo, y peligro. Fantasía y pecado al borde del espanto. Succión mortal, y succión placentera. Nalgas penetradas y falos penetrantes. Y peldaños afilados como cuchillas de afeitar. Y un esófago que traga hacia abajo a los golfos. Equilibrio dificilísimo y Orgasmos sobre el abismo. Oh. Carne. Carne, carne, y carne. Carne que se entrega, orgía en una dificultad. Violinistas locos. Hago un inciso de orquídeas naranjas, lirios violetas, y pensamientos amarillos. Pongo una exhalación de abiertas y opulentas corolas. Cópula, coíto, Sodoma en el filo. Riesgo en el éxtasis, y éxtasis en el riesgo. Montón de carne bellísima entregándose, en posturas y giros demenciales. Oh. Estáticos y extáticos, bamboleo en el bamboleo. Succión infernal y succión celestial, penetración y arrebatamiento. Orgasmos y monstruo.

Diciembre 2, 2006


martes, 13 de enero de 2015

Variación de El Descenso con Hombres con la cabeza torcida hacia atrás.

Subían a ciegas por la espiral omnipotente, mirando hacia abajo, por donde el tubo, en una indescriptible pulsión de succión, tragaba inmisericorde todo lo que en él se despeñara, bajo acordes espantosos, chirridos, chillidos, golpes de ónice. La imagen, espantarrible, es decir, espantosa y terrible, de aquellos sujetos, cuyas cabezas habían girado hacia atrás, y seguían con vida, era la más monstruosa jamás descrita por autor alguno. Ellos no podían saber qué peldaño tocaban, y el giratorio e infernal piano les adjudicaba una nota de terror a cada paso, con un rasgueo de punzantes cortes. La partitura era pavorosa, escrita con letras de sangre, las corcheas giraban temblorosas en cada línea del demoníaco pentagrama, escrito en lengua arábiga, curva sin fin, espiral aúrea en la que se mezclaba el número phi y el radio macabro de la circunferencia. Se suponían espejos a cada paso, cada losa de piedra era un espejo que reflejaba cóncavo y convexo a unos individuos en una torsión imposible y demente. Subían con las cabezas torcidas hacia atrás, giradas satánicamente, y vivos, y vivos. Palpaban la helicoide catedral a ciegas en cada paso cósmico que daban para ascender, con un terror supremo, temblaba tanto el diapasón, aquella contrahecha llave inglesa, que se oía la cuerda del arpa romperse y al violín poner su estremecimiento infinito de músico mórbido. Rodocrositas rosas y esmeraldas fulgentes destellaban en los espacios iluminados del caracol, que aspiraba hacia abajo, chupando y chupando, con un ansia de succión sin contornos ni límites. Un paso dio hacia arriba, se agarró y palpó la pared de ónice, y las uñas se quebraron en astillas mientras miraba hacia abajo y el vértigo ponía notas de mermelada de limón en su boca reseca. Temblaban los dientes tal si fuera una gélida noche de invierno, chocaban los marfiles del esmalte como representación del esmaltado filo de los escalones por los que ascendían. Se quebraban sin cesar arpas inmundas tocadas por garras de odiosos monstruos, contrahechos, jamás descritos, jamás diseñados, y los hombres con la cabeza torcida hacia atrás subían, ascendían, con la dificultad de la ceguera y el lastre infinito del propio cuerpo. La bestia quería comer a toda costa, aunque fuera caparazones inexistentes de condenados. Con la cabeza girada. La partitura se reflejaba en un espejo curvo, cuyo labrado marco barroco brillaba celestial en la arquitectura de los Dioses perversos.

Noviembre 20, 2006


La Habitación de Techo de Cristal.

Estaba en mi cama tumbado. El frío de noviembre entraba por algunos resquicios en la habitación. Pero no era un frío desapetecible porque, aunque enfriaba la almohada, ponía una mano de frescor muy suave en mi nuca, delicioso era como la compota, un frío limpio, de mañana helada y luminosa. Yo estaba en la cama, dos colchas, una sábana, y una manta de lana bordada en tonos rojos, marrones, y negros, en un dibujo de arabescos y ramilletes, bellísima, parecía una alfombra iraní, y me ponía el cuerpo calentito. Estaba yo allí metido, en la cama, como en un hornito caliente, mientras el frío suavizaba la almohada, delicioso. No me hubiese movido de allí ni en un millón de años, nadie en el mundo fuera en aquel instante más afortunado que yo. Al lado de la cama estaba la tabla a lo largo que sostenía el reloj, los videos, el vaso de agua y un jarrón de cristal con dos orquídeas. Dos orquídeas, una naranja con manchitas rojas, y otra blanca con manchitas amarillas. Delante de la cama, sosteniéndose como en el vacío por una tabla sujeta a la pared estaba el televisor y el DVD. Por encima, el techo de cristal dejaba ver el cielo azul y limpio, limpísimo, azulísimo, brillante, alguna nube blanca, gorda, y voluptuosa, con forma femenina, y la rama del árbol cargada de hojas verdísimas a las que el sol acrecentaba amarillas. Cerré los ojos, y me apreté contra las colchas, el frío de la almohada me resultaba muy placentero, y estaba tan calentito allí metido que no quería levantarme por nada en este mundo. Y entonces los vi. Me tapé la cabeza espantado. Y entonces los vi, allí, bajo el techo de cristal que me cubría, en lo alto, los dos demonios, con las cabezas giradas hacia mí y los ojos rojos, fijos en mi persona, insolentes y despiadados. No sé cómo se sostenían aquellas extrañísimas, horripilantes, macabras presencias bajo el techo de cristal, un olor a ocre y azaleas se precipitó sobre mi pituitaria y quedé inmóvil de terror, ellos no se movieron tampoco. Estaban allí reptantes como salamandras, pero no eran salamandras, no los puedo describir, eran negros, deformes, y tenían los ojos rojos, mirándome sin parpadeo, estáticos sobre mi como horrorosas y raras arañas. Estuve horas y horas quieto, o quizás solo fueran segundos acaso, segundos que se me hicieron interminables, intenté gritar pero estaba mudo, afónico, decidí no moverme, ni respirar. Me puse rígido como la piedra, en tensión, la espalda empezó a dolerme, o acaso temblara de tal manera que pareciera gelatina bajo los paramecios de las colchas. Se movieron a lo largo y ancho de mi habitación, sobre mí, bajo el techo de cristal sin descender, parecían estar allí para aterrorizarme. Salté de la cama rápido y me torcí el tobillo, caí al lado de la cama con el tobillo esguinzado, mi pierna se quedó atrapada en la colcha, arañé el suelo con tal de escapar, el vaso del agua cayó, rompiéndose y mojándome, pero no me persiguieron, se quedaron tal y como estaban, como extraños monos, enganchados al techo, mientras yo aullaba de dolor, no me  vestí y huí de la habitación cerrando la puerta con pavor. Ahora mismo estoy aquí, tras la puerta, en calzoncillos, sin saber qué hacer, ¿serán acaso producto de mi mente?, tengo que entrar a por mi ropa de calle, no es posible que sean reales. No es posible que sean reales.

Noviembre 20, 2006


lunes, 12 de enero de 2015

Apuntes para un Libro de Mitología.

El Primer Instante.

En el principio era el Caos. Deforme, informe, inexistente. Más allá de él estaba el Espanto, circular, envolvente, cuajado de ronchas, que devoraba al Caos una y otra vez, y lo defecaba un millón de veces, u otras, con puercas y estomagantes nauseas lo vomitaba, para volverlo a tragar. Lo envolvía y lo destrozaba, lo fragmentaba, lo estiraba, lo descoyuntaba, lo hacía desaparecer, pero era eterno. Y siempre permanecía allí, sobre si mismo mortificado. Hasta que el Espanto se dividió en dos, y una de sus mitades se tragó el Caos, mientras la otra, hambrienta y con dolores infinitos, se devoró a si misma  y se arrancó las tripas. Una parte del Espanto era Yonda, llevaba en su rostro la Desfiguración y la Muerte y de sus senos brotaba una leche roja como la sangre que caía sin cesar en la nada amamantando el Absurdo, que practicaba felaciones consigo mismo en las que nunca había Orgasmo, y que tenía un ojo abierto siempre mirando hacia su propio ombligo, del que brotaban flores negras. Otra parte del Espanto era Léquiro, de desprendidas tripas, sanguinolentas y llenas de heces, que colgaban de su cuerpo y rodeaban su cuello como un horrible y doloroso collar. En sus ojos danzaban los Inuits, los primeros ángeles, extraídos alguna vez del Caos y cuyos cánticos rasgaban la Nada llenándola de Luz, una luz negra y violeta que se curvaba sobre si misma y que iluminaba las dos horrendas mitades del Espanto. Y cuando en aquel primigenio instante en que uno de los Inuits cantó Yonda y Léquiro se vieron a si mismos tal y como eran, como en un espejo, iluminados por la hierática Luz. El dolor fue terrible y el Aborrecimiento instantáneo eclipsó la Luz negra solidificándola, coagulándola, en trozos, gélidos o hirvientes, y se formaron los mundos. Y los mundos cabalgaban sobre el Absurdo, chocando entre ellos, y los Inuits jugaban con los mismos, o se los comían, volviéndolos a regurgitar. No complacieron ni a Yonda ni a Léquiro, y en el mismo momento de su creación desaparecieron, fueron destruidos. Y comenzó la batalla entre las dos fuerzas orgásmicas del  Espanto. Yonda llevaba el tridente de víboras y el Caos a su alrededor lleno de venenos y ruidos como un vestido o una coraza, Léquiro portaba su hedor descomunal y su mutilada Conciencia, petrificada de Dolor. Se enfrentaron, se combatieron, hasta que uno de ellos se rindió y se entregó de rodillas. Léquiro derrotó a Yonda, y le grabó una cruz de fuego. Luego se desposó con ella, y del incestuoso contacto engendraron el Tiempo. El Tiempo mató a Yonda y a Léquiro, pero de sus cadáveres surgieron los Obornis, de triple lengua. Los Obornis y los Inuits tropezaron, y rabiosos entraron en combate. De algún lugar de ese combate brotó la estirpe de la que descendería Colión.

Noviembre 17, 2006


Variación con Extrañas Flores de El Descenso.

Íbamos bajando con dificultad, con mucha dificultad. El caracol giraba sin límites hacia abajo como una enorme y circular dentadura ávida de engullir entre sus paredes de ónice todo lo que se arrojara a ella. Era un inmenso y nauseabundo monstruo, un esófago brutal tapizado de afiladas y ferocísimas uñas. Uñas que eran nuestro asidero, nuestro socorro, paradoja infernal pues de lo afilado pudieran despellejar vivo los pies desnudos y al mismo tiempo como peldaños nos ayudaban frente al colosal vacío del hueco. Todo era tan liso que parecía encerado a la perfección, propenso al resbalón peligrosísimo, bestial, aquello engullía y despellejaba, y sin embargo por tramos parecía inacabado, lleno de chinos y abruptos filos, sin limar, desaprensivos y procaces. La hélice giraba y giraba hacia abajo, sin parar, como uno de esos danzantes de Oriente, en un estado de éxtasis quizás provocado por el hachís o la marihuana, los sagrados Derviches de Turkmenistán. La profundidad a la que bajaba era satánica, pero no había obscuridad, parecía todo iluminado por las fluorescentes paredes, tal si estuviéramos dentro de un tubo elipsoide de neón, resplandeciente como el vientre insectoide de una luciérnaga gigantesca. Quizás extrañas bacterias impregnaban aquellas paredes como una fina película o epidermis, laceramos la superficie para averiguarlo, y la respuesta es que todo, hasta lo más profundo de la piedra era fosforescente, incandescente, putatívamente radiactivo, aunque no hallamos la prueba de esto último. Se mascaba al bajar el silencio sepulcral y el gong gong gong enloquecido de nuestros palpitantes corazones, taquicárdicos el de algunos, bradicárdicos el de otros. Dimos con la primera planta, una extraña madeja de pétalos azules con capullos amarillos de los que surgían rarísimas pompas de jabón. Al apretar las esferas amarillas de sus capullos surgían las diminutas pompas de jabón, como si en vez de poseer néctar poseyeran champú para niños. Con nosotros el poeta imaginó para aquella vegetación extraña una partitura de débiles notas anaranjadas y rosas, como pellizquitos en la cuerda de las arpas, o leves toques sobre el mí del piano, quien sabe. Las pompas se desprendían, se elevaban algo y estallaban dejando un olor a madreselva incestuosamente azucarado. Le pusimos el nombre de Rotúndida fragans y continuamos nuestro descenso. Seguíamos con un miedo y un vértigo colosales pero nuestro descubrimiento nos hinchó el alma como si a un crío le comprasen zapatos nuevos. En un recodo, diez minutos más abajo, descubrimos la que llamamos Onifiquiens máxima, rarísima, de hojas verdes y violetas con larguísimas espinas, venenosísima, nos interrumpió el paso al verla tan desafiante y por precaución medimos con el infrarrojo la posibilidad de alcaloides venenosos, efectivamente, condensaba maldad como los verdugos de la inquisición, ponzoñosa como un manojo de víboras, pero inmóvil. Seguimos bajando, buceábamos en el desagüe de los infiernos, descubrimos toda una selva de Antropaustas nígricans, que exhalaban tal horrendo perfume, tal repugnante olor que pudimos caer aturdidos, decidimos acudir a la ayuda de nuestras máscaras antigás, pero no era venenosa, y ni siquiera era fea, al contrario, naranja y bellísima como una demente orquídea de diez pétalos. Y una oscilación de tiempo más abajo encontramos la Burrens nectárica, viva, viviente, que se agitaba igual que una anémona marina, y cargada de daño como un escorpión, negrísima, rojísima y amarillísima.

Noviembre 16, 2006