Y subían los cerdos por la
curvilínea rampa como una procesión de infernales nazarenos cuyas capuchas eran
rostros espantosos de hocicos y colmillos. Procesión macabra de cerdos, de
cerdos desnudos, con su leve colita torcida exactamente igual a lo torcido de
la hélice por la que subían, toda ella llena de rabiosos escalones, afilados al
igual que dementes uñas, o como estridentes y demoníacos dientes. Cada vez que
un cerdo, o una cerda, un hombre cerdo, me refiero, tocaba un peldaño, un agraz
sonido de goznes metálicos oxidados descoyuntaba la atmósfera del tubo que
succionaba hacia abajo con frenético espasmo. Eran las mujeres cerdas de pechos
diminutos o de grandes senos, y desnudas como estaban excitaban la imaginación
de sátiros y boyeres, pura atracción sexual y libidinosa, muy caliente,
tórrida, cascabel de serpiente, violín en agudos serruchos, liquen verde, pero
sus caras horrendas desinflaban falos enardecidos, como jarros de agua helada
sobre el cuerpo. La monstruosa pocilga ascendía giratoria hacia arriba
exhalando flores negras, de pétalos tal patas de arañas, rasgaban la música
acordes chirriantes y el perfume de musgos corruptos aterciopelaba el ropaje
epidérmico de los Hilocheros que subían, que ascendían, posesos y voluptuosos
en el filo del abismo. Llegaron a la escalera principal. Era digno de verse las
carnes rosadas de las mujeres cerdas, levemente amarillentas, y las mujeres
cerdas vietnamitas, de parches negros y rosados, enormemente femeninas, curva y
curva y curva, magníficos culos y senos que terminan en punta con los botones
de los pezones, las piernas que marchaban, ritmo de turco, pureza musulmán en
la sensualidad, hirviente, al rojo vivo, al punto mismo de la eyaculación , al
borde inmediato del orgasmo, afrutado, tropical, era digno de verse. Los
rostros no podían ser más animales. La esfinge, las esfinges, demostraban su
faz porcina, cerdas o jabalinas, cerdos, o puercos, o fieras. Llegaron a la
sala de los sacrificios. Empezaron a degustar los manjares allí depositados,
era todo una porquería horrísona. Los dientes crujían devorando el alimento, la
sala parecía flotar sobre el aire, eran los más extraños y deformes ángeles en
la más estrambótica catedral edificada. Observaban extrañas e hieráticas
estatuas de un solo ojo, sepulcralmente impasibles, la orgía, la tremenda
bacanal, la gula enfurecida en todas sus proyecciones y representaciones,
derramábanse los licores en la mesa, caían los líquidos y las migajas al suelo,
salía la saliva y el alimento de las comisuras de los hocicos, sucios, guarros,
marranos, prolíficos en el devorar y devorar, sin fin, incontenible. Los
grandes racimos de uvas, rojas y negras, gordas como ciruelas, pasaban a las
manos de los puercos. Luego llegó el sexo, la consumación de la lujuria,
anaconda, serpiente. El aquelarre se multiplicaba con aceites perfumados, se
juntaban aceites en la piel, brillaban a la luz de grandes teas, cual
cabelleras de gorgonas, relumbraban como el bronce, los cuerpos, tatuados de
musgos, suaves, resbaladizos, piel de ranas, de anfibios amazónicos, caras de
jabalíes, se frotaban, bacanal absoluta, bacanal absoluta. El lupanar se
elevaba por encima de las aguas estancadas, negras e insondables, sobre el
abismo. De una fuente brotaba la sangre, la vomitaban cerdos de bronce, había
un caleidoscopio sólo de colores rojos, naranjas, y amarillos, de la gran
plataforma se caía en lo obscuro. El compás de los instrumentos se abatía
demente y acelerado, y los cerdos copulaban entre ellos. Algunos, ya cansados,
cogían dagas curvas y afiladas, como sus propios colmillos.
Noviembre 14, 2006
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