lunes, 12 de enero de 2015

Nueva Variación con Cerdos de El Descenso.

Y subían los cerdos por la curvilínea rampa como una procesión de infernales nazarenos cuyas capuchas eran rostros espantosos de hocicos y colmillos. Procesión macabra de cerdos, de cerdos desnudos, con su leve colita torcida exactamente igual a lo torcido de la hélice por la que subían, toda ella llena de rabiosos escalones, afilados al igual que dementes uñas, o como estridentes y demoníacos dientes. Cada vez que un cerdo, o una cerda, un hombre cerdo, me refiero, tocaba un peldaño, un agraz sonido de goznes metálicos oxidados descoyuntaba la atmósfera del tubo que succionaba hacia abajo con frenético espasmo. Eran las mujeres cerdas de pechos diminutos o de grandes senos, y desnudas como estaban excitaban la imaginación de sátiros y boyeres, pura atracción sexual y libidinosa, muy caliente, tórrida, cascabel de serpiente, violín en agudos serruchos, liquen verde, pero sus caras horrendas desinflaban falos enardecidos, como jarros de agua helada sobre el cuerpo. La monstruosa pocilga ascendía giratoria hacia arriba exhalando flores negras, de pétalos tal patas de arañas, rasgaban la música acordes chirriantes y el perfume de musgos corruptos aterciopelaba el ropaje epidérmico de los Hilocheros que subían, que ascendían, posesos y voluptuosos en el filo del abismo. Llegaron a la escalera principal. Era digno de verse las carnes rosadas de las mujeres cerdas, levemente amarillentas, y las mujeres cerdas vietnamitas, de parches negros y rosados, enormemente femeninas, curva y curva y curva, magníficos culos y senos que terminan en punta con los botones de los pezones, las piernas que marchaban, ritmo de turco, pureza musulmán en la sensualidad, hirviente, al rojo vivo, al punto mismo de la eyaculación , al borde inmediato del orgasmo, afrutado, tropical, era digno de verse. Los rostros no podían ser más animales. La esfinge, las esfinges, demostraban su faz porcina, cerdas o jabalinas, cerdos, o puercos, o fieras. Llegaron a la sala de los sacrificios. Empezaron a degustar los manjares allí depositados, era todo una porquería horrísona. Los dientes crujían devorando el alimento, la sala parecía flotar sobre el aire, eran los más extraños y deformes ángeles en la más estrambótica catedral edificada. Observaban extrañas e hieráticas estatuas de un solo ojo, sepulcralmente impasibles, la orgía, la tremenda bacanal, la gula enfurecida en todas sus proyecciones y representaciones, derramábanse los licores en la mesa, caían los líquidos y las migajas al suelo, salía la saliva y el alimento de las comisuras de los hocicos, sucios, guarros, marranos, prolíficos en el devorar y devorar, sin fin, incontenible. Los grandes racimos de uvas, rojas y negras, gordas como ciruelas, pasaban a las manos de los puercos. Luego llegó el sexo, la consumación de la lujuria, anaconda, serpiente. El aquelarre se multiplicaba con aceites perfumados, se juntaban aceites en la piel, brillaban a la luz de grandes teas, cual cabelleras de gorgonas, relumbraban como el bronce, los cuerpos, tatuados de musgos, suaves, resbaladizos, piel de ranas, de anfibios amazónicos, caras de jabalíes, se frotaban, bacanal absoluta, bacanal absoluta. El lupanar se elevaba por encima de las aguas estancadas, negras e insondables, sobre el abismo. De una fuente brotaba la sangre, la vomitaban cerdos de bronce, había un caleidoscopio sólo de colores rojos, naranjas, y amarillos, de la gran plataforma se caía en lo obscuro. El compás de los instrumentos se abatía demente y acelerado, y los cerdos copulaban entre ellos. Algunos, ya cansados, cogían dagas curvas y afiladas, como sus propios colmillos.

Noviembre 14, 2006


No hay comentarios:

Publicar un comentario