La infernal dentadura estaba
abierta, boca lasciva del gigantesco cocodrilo, tiburón en ciernes. Y el
vértigo se asomaba a las pupilas bamboleándose igual a una danzarina egipcia en
estado de éxtasis. Por la dentadura, todo zócalo afiladísimo, se mondaba la
naranja y el cuchillo la dejaba pelada y lisa como las nalgas de un recién
nacido. El inmenso tornillo sin fin mostraba sus peldaños de filo lijado, y a
cada paso el temblor se ponía una corona de abismo, perfumada de humedad y
liquen. El musgo en las paredes le daba la suavidad y la textura del parche,
aquí desnuda la naturaleza del granito, allí vestida con el moaré del vegetal.
Ellos, los arlequines, con sus rombos violetas y amarillos descendían
aterrados. El pavor era un eclipse en el antiguo Egipto y la gente se ocultaba
en sus casas ante la muerte inminente del todopoderoso Faraón, y el mismo Dios
en su cama de caoba tallada sufría la desesperación de la pirámide inacabada,
truncada por la mitad, sin la cámara de tesoro completa para ofrecerla a la
otra vida. Bajaban los arlequines por la escalera de caracol, la prodigiosa
Feria de Sevilla se abría en la macabra máquina de engullir, y la anaconda, su
estomago, su intestino, los engullía con ferocidad. Aquí ponía un pie el
arlequín Segismundo, azul y de rombos plateados, y el pie no se decidía a
pulsar la tecla del piano, una mano se agarraba al musgo y la uña se quebraba y
se llenaba de arenilla, el cuerpo no respondía el embate y el hueco exhalaba el
hedor del hambre en todas sus exorbitantes dimensiones. Cada caleidoscopio
descendía por la escala, la obscuridad disminuía el brillo de los trajes, las
formas de los atletas eran sugerentes, ángeles o marcianos para las fauces de
la bestia. Regente puso su cuerpo en la navaja, la navaja estaba aceitosa y
brillante, un paso hacia abajo y la luz del intestino que le pide: entrégate,
cae, ven hacia nosotras, las sirenas nauseabundas del fondo. Y el fondo no se
veía nunca, nunca, no existía el cielo, sólo la escala con sus peldaños, igual
a la dentadura que no se acaba, que desciende dando vueltas y más vueltas, tal
un tiovivo paranoico. Serena, de rombos dorados, de tercos y redondos seños,
curva en la curva, baja, el demente caracol le dice ven, la quiere arrastrar y
machacarla entre sus dientes. Chupa con lujuria, chupa una y otra y otra vez, y
los arlequines bailan bajo el infinito deseo de succión de la colosal
herramienta de la elipse. No tiene fondo su maquinaria y los protagonistas que
la sufren se agarran desesperados a la fresquísima pared mientras ellos mismos
se empapan de un sudor glacial. La locura hace surgir extrañas composiciones
musicales que chirrían eléctricas y agudas por la garganta colérica del
molusco. Los arlequines brillan en la sombra y si uno se despeña un diapasón
maligno hace vibrar las cuerdas de la demoníaca arpa cual si un loco lo tocara
furioso e inmisericorde. A cada paso que da el colectivo pareciera que la
dificultad se hace más y más grande hasta alcanzar la inconmensurable calidad
de lo horrísono. Y el pavor caracolea como dientes convertidos en agujas, como
uñas y uñas y uñas y más uñas, garras y garras y más garras. Las zarpas son los
escalones y ellos están dentro de las zarpas. El monstruo es el hueco que lo
aspira todo, y ellos están en la epidermis interior de ese hueco. La demencia
se pavonea, es un jorobado con tres ojos, la demencia se pone a bailar, es una
rosa de pétalos de fuego, la demencia quiere comer, y es el tubo, la boca, el
intestino, por donde los arlequines descienden atormentados.
Septiembre 26, 2006
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