Llevaba media hora buscando
almejitas en la orilla del mar cuando me encontré por casualidad con un
caracolito marino bastante grande. La orilla del mar brillaba bajo el sol y las
algas verdes parecían la cabellera de una extraña mujer tendida e inexplorada.
Arrimé aquel caracol a mi oreja porque siempre se dice que se escucha el mar,
lo cual es una tontería si uno ya estaba en el mar, pero lo hice, y al hacerlo
oí doblemente el eco de aquella orilla que parecía un infinito desierto y al
mismo tiempo un inmarcesible oasis de frescura. El mar, voluptuoso desde su
caracol violeta y ocre me dijo que era hora de hacer un castillo de arena. Le
hice caso y empecé a hacer el castillo, con sus fosos de iracundos cocodrilos y
sus almenas y sus ojos de aguja. Un extraño castillo, mitad molusco, estaba
hecho con la arena semilíquida que caía de mis dedos, mitad laberinto. Cuando
lo terminé vi que tenía muchos defectos de construcción y los habitantes de la
fortaleza estaban enfadados conmigo por haber hecho una aldea tan inapropiada.
Les dije que o se conformaban con aquello o que volvieran regresando al mar.
Refunfuñaron y me volvieron la espalda. Aburrido regresé a mi casa y me puse a
jugar con el bote de mermelada de melocotón en el que tenía encerrada a las
estrellas. La curiosidad me pudo y quise sentir lo que se siente cuando uno
tiene una estrella en la mano. Abrí el bote y dejé caer las estrellas sobre la
mesa de mármol. Las estrellas al principio se pusieron muy rojas muy rojas,
rojísimas, salvo una que siguió siendo azul y que parecía indiferente a la
libertad. Pronto las que se habían puesto sanguinolentas se transformaron en
escorpiones de fuego, negros y ardientes, espectrales y amenazantes. Era tanto
su ardor que se clavaron a si mismos sus aguijones y ardieron dando una luz
amarilla muy violenta y echando chispas furibundas y evanescentes. Dejaron un
cadáver de cenizas cada uno de un color distinto, verde, violeta, fucsia. Soplé
sobre aquel polvo y mancharon la hermosa alfombra iraní y uno de los arabescos
protestó cambiándose y transformándose en un carácter chino disparatado y
agresivo. Pedí disculpas al arabesco y se enfureció aún más, es más, todos los
demás arabescos empezaron a cambiar, a metamorfosearse en caracteres chinos y
lo arabigoandaluz dejó paso a lo extremoriental entre leves sonidos de un gong
lejano. Mi alfombra persa ya no era persa, ahora era China, Indostaní,
japonesa, y aquello me puso nervioso, le di una fuerte patada a la alfombra y
desapareció. Me quedé mirando la mesa de mármol con la única estrella que
quedaba, azul y totalmente pasiva. Era una estrella melancólica, la cogí entre
los dedos, sentí un leve chisporroteo y poniéndola entre el índice y el pulgar
me puse a dibujar con su espíritu sobre el mármol. El mármol quedaba grabado y
es curioso, sólo me salían formulas logarítmicas y extrañas ecuaciones
matemáticas y algebraicas, con signos de la física cuántica, diferenciales e
integrales, derivadas parciales y polinómicas. Culminé una extraña fórmula,
dificilísima y de cuasi imposible resolución y volvió a aparecer la alfombra
iraní llena de rosas. Satisfecho de mi estudio guardé la estrella otra vez en
el bote de mermelada.
Septiembre 5, 2006
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