viernes, 2 de enero de 2015

La Luna y el Mar. Continuación de la continuación.

Llevaba media hora buscando almejitas en la orilla del mar cuando me encontré por casualidad con un caracolito marino bastante grande. La orilla del mar brillaba bajo el sol y las algas verdes parecían la cabellera de una extraña mujer tendida e inexplorada. Arrimé aquel caracol a mi oreja porque siempre se dice que se escucha el mar, lo cual es una tontería si uno ya estaba en el mar, pero lo hice, y al hacerlo oí doblemente el eco de aquella orilla que parecía un infinito desierto y al mismo tiempo un inmarcesible oasis de frescura. El mar, voluptuoso desde su caracol violeta y ocre me dijo que era hora de hacer un castillo de arena. Le hice caso y empecé a hacer el castillo, con sus fosos de iracundos cocodrilos y sus almenas y sus ojos de aguja. Un extraño castillo, mitad molusco, estaba hecho con la arena semilíquida que caía de mis dedos, mitad laberinto. Cuando lo terminé vi que tenía muchos defectos de construcción y los habitantes de la fortaleza estaban enfadados conmigo por haber hecho una aldea tan inapropiada. Les dije que o se conformaban con aquello o que volvieran regresando al mar. Refunfuñaron y me volvieron la espalda. Aburrido regresé a mi casa y me puse a jugar con el bote de mermelada de melocotón en el que tenía encerrada a las estrellas. La curiosidad me pudo y quise sentir lo que se siente cuando uno tiene una estrella en la mano. Abrí el bote y dejé caer las estrellas sobre la mesa de mármol. Las estrellas al principio se pusieron muy rojas muy rojas, rojísimas, salvo una que siguió siendo azul y que parecía indiferente a la libertad. Pronto las que se habían puesto sanguinolentas se transformaron en escorpiones de fuego, negros y ardientes, espectrales y amenazantes. Era tanto su ardor que se clavaron a si mismos sus aguijones y ardieron dando una luz amarilla muy violenta y echando chispas furibundas y evanescentes. Dejaron un cadáver de cenizas cada uno de un color distinto, verde, violeta, fucsia. Soplé sobre aquel polvo y mancharon la hermosa alfombra iraní y uno de los arabescos protestó cambiándose y transformándose en un carácter chino disparatado y agresivo. Pedí disculpas al arabesco y se enfureció aún más, es más, todos los demás arabescos empezaron a cambiar, a metamorfosearse en caracteres chinos y lo arabigoandaluz dejó paso a lo extremoriental entre leves sonidos de un gong lejano. Mi alfombra persa ya no era persa, ahora era China, Indostaní, japonesa, y aquello me puso nervioso, le di una fuerte patada a la alfombra y desapareció. Me quedé mirando la mesa de mármol con la única estrella que quedaba, azul y totalmente pasiva. Era una estrella melancólica, la cogí entre los dedos, sentí un leve chisporroteo y poniéndola entre el índice y el pulgar me puse a dibujar con su espíritu sobre el mármol. El mármol quedaba grabado y es curioso, sólo me salían formulas logarítmicas y extrañas ecuaciones matemáticas y algebraicas, con signos de la física cuántica, diferenciales e integrales, derivadas parciales y polinómicas. Culminé una extraña fórmula, dificilísima y de cuasi imposible resolución y volvió a aparecer la alfombra iraní llena de rosas. Satisfecho de mi estudio guardé la estrella otra vez en el bote de mermelada.

Septiembre 5, 2006


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