Muy propio de mujeres
romanticonas e idiotas, la luna y el mar.
Bien, cogí las tijeras, estas
tijeras que tantos dedos han cortado, y de un solo tijeretazo o mejor dicho de
una simple puñalada desbaraté la luna. La luna, rasgada, quedó en el cielo,
fracturada, rota, deshecha, chorreando sangre de luna, una estela de plata que
caía sobre el mar. Las estrellas empezaron a llorar al ver mi execrable acto,
una detrás de otra dejaron de ser azules o blancas para convertirse en puntos
rojos y todas ellas se lanzaron hacia mi en persecución como abejas feroces.
Cogí el insecticida. Apreté el botón del spray sobre las indómitas y rebeldes
estrellas persecutorias y cayeron muertas de frío al suelo. Luego las barrí, no
quería que nada manchara mi hermosa alfombra iraní, sus hermosos arabescos me
incitaban a un respeto sacro a su hilo de lana entretejido. Aburrido tras el
espantoso asesinato me di cuenta de que la luna aún agonizaba en el cielo,
llena de horribles cicatrices y luchando por su vida, lanzando agridulces
destellos de dolor a un cielo negrísimo que la contemplaba sin misericordia, la
arranqué del cielo y la estrujé con fuerza, mi odio era descomunal, no tenía
fondo y en mi insondable aborrecimiento hacia el astro, mi corazón tan negro
como la inmisericorde noche sufría ante su insolente rebeldía. No conseguía
asesinarla, apretaba y apretaba el torturado cuerpo del planeta y su jugo,
blanquísimo, que tenía aspecto de leche de seda, me empapaba las asesinas
manos, no pude resistir más y la introduje en el mar para ahogarla. La
introduje dentro de la caliente marina, el mar de obscuro se volvió luminoso,
claro, le había introducido la bombilla de nácar fluorescente y entonces pude
contemplar el fondo que oculto a mis ojos se desvelaba. Los peces que estaban
dormidos despertaron de pronto y empezaron a protestar, apaga la luz, dijeron a
coro, protestando y gritando histéricos, estaban soñando que eran colibríes y
yo les había devuelto a la realidad de su oficio, ser alevines de arenque. Un
poco avergonzado y temeroso, bueno, mejor dicho, más temeroso que avergonzado,
pues esperaba que de pronto apareciera el escualo furibundo lleno de dientes
erizados y terribles, cogí lo que quedaba de la luna, aplastado y arrugado y lo
encerré en una ostra. Los peces aplaudieron y una estrella de mar, muy roja y
muy lozana se apresuró sobre mi brazo rodeándolo con sus dedos y se quedó en mi
muñeca como una marca indeleble. Saqué el brazo del agua y tenía una magnífica
pulsera, fosforescente y carmesí. Me acordé de la estrellas que muertas y
apagadas yacían en el cubo de la basura y miré por si había alguna viva.
Efectivamente, había diez o doce brillando y no mediocremente por cierto, las
encerré en un tarro de mermelada vacío y las metí en el frigorífico porque no
quería que se quemaran de su propio fuego interior. Ahora ya no se qué hacer
con ellas.
Septiembre 5, 2006
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