viernes, 2 de enero de 2015

La Luna y el Mar.

Muy propio de mujeres romanticonas e idiotas, la luna y el mar.

Bien, cogí las tijeras, estas tijeras que tantos dedos han cortado, y de un solo tijeretazo o mejor dicho de una simple puñalada desbaraté la luna. La luna, rasgada, quedó en el cielo, fracturada, rota, deshecha, chorreando sangre de luna, una estela de plata que caía sobre el mar. Las estrellas empezaron a llorar al ver mi execrable acto, una detrás de otra dejaron de ser azules o blancas para convertirse en puntos rojos y todas ellas se lanzaron hacia mi en persecución como abejas feroces. Cogí el insecticida. Apreté el botón del spray sobre las indómitas y rebeldes estrellas persecutorias y cayeron muertas de frío al suelo. Luego las barrí, no quería que nada manchara mi hermosa alfombra iraní, sus hermosos arabescos me incitaban a un respeto sacro a su hilo de lana entretejido. Aburrido tras el espantoso asesinato me di cuenta de que la luna aún agonizaba en el cielo, llena de horribles cicatrices y luchando por su vida, lanzando agridulces destellos de dolor a un cielo negrísimo que la contemplaba sin misericordia, la arranqué del cielo y la estrujé con fuerza, mi odio era descomunal, no tenía fondo y en mi insondable aborrecimiento hacia el astro, mi corazón tan negro como la inmisericorde noche sufría ante su insolente rebeldía. No conseguía asesinarla, apretaba y apretaba el torturado cuerpo del planeta y su jugo, blanquísimo, que tenía aspecto de leche de seda, me empapaba las asesinas manos, no pude resistir más y la introduje en el mar para ahogarla. La introduje dentro de la caliente marina, el mar de obscuro se volvió luminoso, claro, le había introducido la bombilla de nácar fluorescente y entonces pude contemplar el fondo que oculto a mis ojos se desvelaba. Los peces que estaban dormidos despertaron de pronto y empezaron a protestar, apaga la luz, dijeron a coro, protestando y gritando histéricos, estaban soñando que eran colibríes y yo les había devuelto a la realidad de su oficio, ser alevines de arenque. Un poco avergonzado y temeroso, bueno, mejor dicho, más temeroso que avergonzado, pues esperaba que de pronto apareciera el escualo furibundo lleno de dientes erizados y terribles, cogí lo que quedaba de la luna, aplastado y arrugado y lo encerré en una ostra. Los peces aplaudieron y una estrella de mar, muy roja y muy lozana se apresuró sobre mi brazo rodeándolo con sus dedos y se quedó en mi muñeca como una marca indeleble. Saqué el brazo del agua y tenía una magnífica pulsera, fosforescente y carmesí. Me acordé de la estrellas que muertas y apagadas yacían en el cubo de la basura y miré por si había alguna viva. Efectivamente, había diez o doce brillando y no mediocremente por cierto, las encerré en un tarro de mermelada vacío y las metí en el frigorífico porque no quería que se quemaran de su propio fuego interior. Ahora ya no se qué hacer con ellas.

Septiembre 5, 2006


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