Angela, Adela, y Marcos. Los tres
en el pajar, desnudos y poseídos por la fiebre. Una fiebre, una calentura de
serpientes criminales, de víboras verdes y húmedas, largas, muy largas, entre
sandías abiertas que muestran una pulpa rojamente enfurecida, azucarada hasta
la diabetes y llena de pepitas negras, como hormigas, la corteza verde y la
mosca Drosophila, pequeñísima sobre el relicario de soberbísimo néctar. Ella a
él besándole, las dos lenguas retorciéndose como lentos y sanguinolentísimos
caracoles, babosas y moluscos ebrios de placer, buscando el deleite, bruto,
brutal, fornicación ad extremis. El trío se bambolea a sí mismo, el gran
vergajo penetra la ostra y el nudibranquio, la verruga, la cabeza de pavo que
entre las piernas de las diosas se desolla con las uñas, rojísimas a un punto,
o violetas. Larga cabellera de Angela, en un cuerpo modelado para la lujuria,
creado especialmente por un Dios íncubo o súcubo, infernal, entre marasmos y
gotas que caen de enormes cirios negros. Hay en el pajar un rastrillo de hierro
oxidado, el tridente de un barbudo Dios Neptuno que entre sirenas de opulentas
colas ejerce cubanas de semen, ansioso como un demente sátiro. La paja, seca y
amarillísima, es un incómodo colchón para los cuerpos desnudos, las nalgas de
Adela sufren el peso de la penetración, y Marcos, jinete despiadado lleno de
salvajes espuelas de oro, fustiga a la yegua, le da latigazos, con una fusta de
carne, oprobiosa gónada del macho feroz, toro de descomunales proporciones,
efebo monstruoso de rabioso sexo. Más allá, donde la paja da con el suelo
arenoso y sucio, un gallo de pelea de color rojo cobrizo persigue gallinas
pequeñas y fieras, emplumadas y lascivas, que débilmente cacarean pidiéndole al
macho fecundaciones sin respiro. Y cerdos, siete cerdos, siete redondos,
sucios, y obesos descendientes de aguerridos jabalíes, en la estancia defecan
sus purines, entre moscas de ébano o bronce verde. La cerda recién parida,
echada en el suelo, como una masa de carne sin nervio, amamanta diez diminutos
lechones, mientras arriba, sobre la paja, Angela engulle caprichosamente a
Marcos que casi se derrite de fervor y gloria mientras sucumbe bajo el dominio
del nardo de carne de Adela. Un neumático viejo, sobre el que el agua de la
lluvia ha dejado una colección de paramecios y caracoles, atestigua la orgía de
los sedientos de deseo, que en un volcán de fuego podrían hacer arder el
granero. Los impuros olores de la pocilga no disminuyen ni un ápice la
estrangulada y tricéfala cabeza de la serpiente que se autodevora, en un festín
contemplado por lascivos y corrompidos jamones vivientes. A través de una de
las tablas del pajar tres niños de diez años observan la escena aterrados
mientras se preguntan qué clase de espanto están haciendo sus padres. El niño
mayor, de quince años, que los ha llevado allí les señala con el dedo en la boca
silencio y los niños se ríen mirando la demoníaca posesión y el aquelarre de
los corruptos. Las gotas de aceite del semental se derraman en vano sobre las
esféricas nalgas de las sodomitas.
Octubre 23, 2006
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