Dos ángeles, dos espejos, miles
de insectos. El salón, artefactuado con un papel tintado de rosas amarillas y
arabescos, posee una lámpara de cinco brazos de sucedáneo de plata. Dos lujosos
espejos reflejan toda la habitación por partida doble, y un cuadro de Canaletto
descubre una Venecia verde y surrealista como una Atlántida in extremis. Sobre
un sillón de terciopelo rojo, rabioso como el de un burdel cualquiera, uno de
los efebos, rapado al cero, recibe la felación de otro de los efebos, un mulato
de pelo rizado y osamenta perfecta. Desnudos y sedientos se ofrecen a si mismos
como perfectos arcángeles sodomitas en plena lucha corporal por una difícil
Apoteosis. La boca del negro se posa con primor y desvergüenza sobre el falo
circunciso del deleitado, pájaros de colores indescriptibles pasan por los ojos
cerrados del descrito, que se entrega al placer igual que un vino. El esclavo
succiona y succiona lenta y nutritivamente, como si rezase, y su única
preocupación es la verga rotunda. Pequeñas libélulas de cristal verde, pequeños
caballitos del diablo, flotan en el ambiente y se posan sobre los cuerpos y las
cosas. Jarrones de malaquita llenos de rosas y de orquídeas adjudican a la
habitación un barroco indecoroso y salvaje, prostitutas, las flores, son las
testigos insomnes de la proeza sexual que se comete. Las libélulas revolotean
de un lado para otro, son miles, se posan sobre las flores, sobre las rosas
rojas, sobre las orquídeas naranjas, sobre los arabescos del papel tintado,
sobre los vasos de absenta verde, sobre los espejos hieráticos, sobre Venecia.
Las estribaciones del deleite cambian cuando el Skin Head, renunciando a su
papel de amo, se pone a lamer la lanza africana de su mulato esclavo; sobre
ellos se posan los verdiazules caballitos del diablo y tatúan una piel doble de
café con leche, como un concierto de campanitas de cristal sobre dragones. La
orgía está acompañada de mínimos odonatos, tal si fueran estrellas verdes
esmaltando esculturas. Las rosas exhalan un arpegio de voluptuosidad hacia el
techo de escayola, en las rosas y arabescos amarillos del papel las libélulas
parecen extrañas lágrimas de lirios, y en las orquídeas naranjas los minúsculos
zapateros son como un débil cascabeleo sobre ninfomanía vegetal. Los dos
muchachos prosiguen su acto contranatura obsequiándose una doble y monstruosa
fellatio sublime. Sobre la firma de Canaletto, oh sacrilegio execrable, en el
cuadro de Venecia, una libélula se posa, y en los dobles espejos se refleja
toda la habitación con el sillón púrpura mancillado por las dos estatuas.
Finalmente el muchacho rapado alcanza el máximo de la gloria cuando eyacula un
millón de niños sobre la magnífica alfombra iraní. Todas las libélulas
contemplan la apoteosis indescriptible del atleta. El mulato, en cambio, no
alcanza la gloria y cambia la lenta música de la felación por el ritmo macabro
y rápido de la masturbación compulsiva, y pareciera que el violín de un loco
frenético espoleara el pura sangre negro con una violencia inusitada.
Nerviosas, pero silentes, las pequeñas esmeraldas insectas revolotean de un
lado para otro, salvo alguna, que posada sobre el torso blanco, adjudica un
preciosismo de dulzura a aquello destinado para el fuego. En un acuario los
cúpricos shubukins contemplan al dios de ébano sufrir por el éxtasis desde las
profundidades de su fría cárcel de vidrio. El escorzo del cisne negro es una
musculada anaconda o pantera entre levísimas gasas de cristal aladas. Las
libélulas sobre las cabezas y los torsos son breves escarnios de belleza. La
música describe un sabor a yogurt de plátano y mermelada de mandarina.
Febrero 7, 2007
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