Estaba en mi
cama tumbado. El frío de noviembre entraba por algunos resquicios en la
habitación. Pero no era un frío desapetecible porque, aunque enfriaba la
almohada, ponía una mano de frescor muy suave en mi nuca, delicioso era como la
compota, un frío limpio, de mañana helada y luminosa. Yo estaba en la cama, dos
colchas, una sábana, y una manta de lana bordada en tonos rojos, marrones, y
negros, en un dibujo de arabescos y ramilletes, bellísima, parecía una alfombra
iraní, y me ponía el cuerpo calentito. Estaba yo allí metido, en la cama, como
en un hornito caliente, mientras el frío suavizaba la almohada, delicioso. No
me hubiese movido de allí ni en un millón de años, nadie en el mundo fuera en
aquel instante más afortunado que yo. Al lado de la cama estaba la tabla a lo
largo que sostenía el reloj, los videos, el vaso de agua y un jarrón de cristal
con dos orquídeas. Dos orquídeas, una naranja con manchitas rojas, y otra
blanca con manchitas amarillas. Delante de la cama, sosteniéndose como en el
vacío por una tabla sujeta a la pared estaba el televisor y el DVD. Por encima,
el techo de cristal dejaba ver el cielo azul y limpio, limpísimo, azulísimo,
brillante, alguna nube blanca, gorda, y voluptuosa, con forma femenina, y la
rama del árbol cargada de hojas verdísimas a las que el sol acrecentaba
amarillas. Cerré los ojos, y me apreté contra las colchas, el frío de la
almohada me resultaba muy placentero, y estaba tan calentito allí metido que no
quería levantarme por nada en este mundo. Y entonces los vi. Me tapé la cabeza
espantado. Y entonces los vi, allí, bajo el techo de cristal que me cubría, en
lo alto, los dos demonios, con las cabezas giradas hacia mí y los ojos rojos,
fijos en mi persona, insolentes y despiadados. No sé cómo se sostenían aquellas
extrañísimas, horripilantes, macabras presencias bajo el techo de cristal, un
olor a ocre y azaleas se precipitó sobre mi pituitaria y quedé inmóvil de
terror, ellos no se movieron tampoco. Estaban allí reptantes como salamandras,
pero no eran salamandras, no los puedo describir, eran negros, deformes, y
tenían los ojos rojos, mirándome sin parpadeo, estáticos sobre mi como
horrorosas y raras arañas. Estuve horas y horas quieto, o quizás solo fueran
segundos acaso, segundos que se me hicieron interminables, intenté gritar pero
estaba mudo, afónico, decidí no moverme, ni respirar. Me puse rígido como la
piedra, en tensión, la espalda empezó a dolerme, o acaso temblara de tal manera
que pareciera gelatina bajo los paramecios de las colchas. Se movieron a lo
largo y ancho de mi habitación, sobre mí, bajo el techo de cristal sin
descender, parecían estar allí para aterrorizarme. Salté de la cama rápido y me
torcí el tobillo, caí al lado de la cama con el tobillo esguinzado, mi pierna
se quedó atrapada en la colcha, arañé el suelo con tal de escapar, el vaso del
agua cayó, rompiéndose y mojándome, pero no me persiguieron, se quedaron tal y
como estaban, como extraños monos, enganchados al techo, mientras yo aullaba de
dolor, no me vestí y huí de la
habitación cerrando la puerta con pavor. Ahora mismo estoy aquí, tras la
puerta, en calzoncillos, sin saber qué hacer, ¿serán acaso producto de mi
mente?, tengo que entrar a por mi ropa de calle, no es posible que sean reales.
No es posible que sean reales.
Noviembre 20, 2006
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