sábado, 19 de diciembre de 2015

Variación del Descenso con gente saltando, bailando, correteando, haciendo cabriolas, subiendo y bajando, jugando, y riendo.

Primero se abre al vacío el vacío diapasón circular. Gira como loco, furioso de innumerables dientes, monstruoso tiburón helicoidal, dentadura frenética, híbrido de fauce y tuerca, el molusco nautiliforme erizado de uñas. El piano da nota tras nota de temblor elíptico, la luz del tubo, por donde se desollan vivos los que caen, pone en la terrible circunferencia la succión de las vaginas erizadas. Maligno mestizo de esófago y diente, el tubo que desciende y asciende, girando y girando, abre jardines de esperpéntico espanto en los que crecen orquídeas espinosas y alambradas vegetales. Traga, tritura, desolla y despedaza, todo en uno, la máquina helicoidal, y el silencio está corrompido por notas de un piano macabro pulsado por un enfermo mental. Pero se dicta un armisticio imposible que sólo existe en la mente del esquizofrénico músico, en el yonqui virtuoso en plena drogadicción, y los sufrientes arcángeles destinados a la fiera, en vez de padecer la brutal anaconda maligna, festejan con cabriolas, y saltos y bailes y risas, sin caer, levitando y volando, deslizándose, danzando, jugando como críos, la tremenda espiral. Y saltan, y bailan, y suben, y bajan, y se ríen, y disfrutan, y se lo pasan fantásticamente bien , porque no hay peligro, porque se ha decretado que no haya peligro, aunque sólo sea porque el creador de tal espanto sufre un momento de distracción minúsculo.

Agosto 27 de 2007


lunes, 7 de diciembre de 2015

La Casa de los Espejos.

La Casa de los Espejos. Viuda de Fieltro e Hijos, Sociedad Limitada.

Los había de todas clases, clásicos, de marco nacarado o de carey, barrocos, con el marco voluptuoso lleno de volutas doradas, árabes, góticos, circulares, incluso con formas trapezoidales. La Casa de los Espejos, Viuda de Fieltro e Hijos, S. L.. Los vendía de todas clases, era su especialidad, la pulida superficie de aquellos vidrios niquelados. De todos los precios, también, el más caro se lo llevó un jeque persa que pasó por la tienda, eligió un espejo gigantesco, de marco de carey, caparazón de concha de tortuga de verdad, no sucedáneo, se necesitaron cincuenta tortugas marinas, un espanto, y luego lo labraron cinco artesanos dementes, hasta alcanzar la perfección. Un baño de plata de un centímetro en el reverso, carísimo, carísimo, propio sólo de eso, de magnates del petróleo. Perfecto, la perfección bailaba en él un ballet de Stravinski, diapasones fulguraban centuplicando la figura. Para reflejar a un tipejo impresentable, un asno cargado de reliquias, un gordo barbudo de inmensas posaderas, con el puro en los labios y la ropa de Ayatolá, gorrino sin clase, figura oronda y contrahecha que hacía sufrir a aquella belleza de espejo. Ya dice el proverbio árabe que al perro con dinero se le llama Señor perro. De noche, cuando no reflejaba a su espantoso dueño, en el palacio de Teherán, el espejo lloraba. Reflejaba jarrones repletos de lirios y lloraba, en la habitación verde, porque tenía que reflejar todos los días a un ser depravado. Las gotas de vapor condensaban de noche en su luna y parecía que el espejo gritaba su triste desesperación, su estridente soledad y martirio. En el gran terremoto se quebró en diez partes, y el sátrapa mandó hacer con el carey puños de bastones. Luego estaba el más barato, un espejo de bicicleta. El niño que lo poseyó lo llevó por toda la ciudad, emparejado con el timbre de la bici, deslumbraba al mediodía furioso de centellas, de limpias centellas brillantes, diamantinas, y puras, como voces de sirenas marinas. La hermanita del niño lo destornillaba y lo usaba desde la azotea para alumbrar la pared sombría de la casa vecina. Reflejaba un trozo de sol como si unas mágicas tijeras cortaran la luz de cuajo y lo depositaran en aquel círculo brillante. Era amigo del timbre de la bicicleta, como ya he dicho, el uno deslumbraba los ojos, el otro deslumbraba los oídos, como un millón de grillos azulinos cantando a la vez, un millón de lilas al pasar el crío por la calle. También los hubo asesinos, espejos que se rompieron e hirieron a sus dueños, tiñendo de granate la escena, como uñas de panteras, brillantes y negras como la noche, perfumadas de jazmines y espesas como la brea, sudorosas y salvajes, estilizadas. Fueron espejos que hicieron cortes en las manos, que procuraron heridas carmesíes, dolorosas y sublimes, que se rompieron en mil partes, en un millón de partes antes de convertirse en arena. Y los hubo que salieron defectuosos, y reflejaban mal las figuras, deformándolas, y generando seres abyectos, deformes, jorobados, panzudos, de guiñol, y terminaron sus vidas en las ferias de pueblo, en el carromato de Madam Carlota, la Casa de los espejos, entren y rían. No es mucho suponer que hubo espejos de Iglesia, diminutos trozos de espejos que adornaron sagrarios barrocos y dorados, y en los que el canto gregoriano se elevó hacia el cielo como paloma de nácar, o que contemplaron el sonido de los majestuosos Órganos, nieve purísima y limones agrios, ascendiendo a los cielos al mediodía. Incluso hubo uno que reflejó, en un burdel rojísimo, la cópula loca y extravagante, el pecado, la borrachera, la orgía, la bacanal, la sodomía, incluso. Los ángeles.

Agosto 24 de 2007

domingo, 29 de noviembre de 2015

El Fuego.

Las mariposas de cristal revoloteaban sobre las flores de cristal. Aquello era transparencia sobre transparencia, cristalito sobre cristalito. Las aladas y cristalinas mariposas describían en el cielo azul, una atmósfera de débiles gasas de vapor, un concierto de piano o clave. La tierra del pájaro de fuego era así, transparente y blanca, como de cristal. A veces el ámbar transparente de alguna flor, alguna extraña orquídea de cristal ambarino, brillaba por un punto de luz o era acariciada por una liliputiense mariposa también ambarina. Yo quería cazar el pájaro de fuego. Llevaba una jaulita, y una flauta. Con la flauta quería describir una obscura elipse en el misterio, hasta sorprender al pájaro de fuego con su estridencia. Empecé a tocar el flautín. Las notas de ácido limoncillo empezaron a salir de mi flauta, eran pequeñas libélulas, pequeños caballitos del diablo, que flotaban en la atmósfera y se elevaban como un enjambre de preciosos mosquitos. El tiempo pasaba, yo seguía tocando, clave y flauta, agrio limón y dulce granadina, y el pájaro de fuego no acudía, decidí entonces ir a su nido y robar una pluma. El nido estaba en lo alto de aquel árbol inexistente. Tenía que escalar aquella inexistencia. Era una inexistencia dura de dominar, la altura me mareaba, había dejado la flauta en el suelo y llevaba la jaulita amarrada a la cintura. La jaulita quedó atrapada en una rama de la inexistencia, sentí que no podría avanzar, y entonces apareció el pájaro de fuego. De plumas carmesíes, verdes, y doradas, se abalanzó hacia mi y me agarró, fue un zarpazo profundo, como el navajazo de un ladrón en la noche, empecé a sangrar mientras me elevaba hacia su nido, mi sangre caía a borbotones hacia la tierra como si yo fuera el surtidor de una extraña fuente. Cuando llegué al nido ya había arrancado una pluma al pájaro, a pesar de la herida, y sólo pensaba en escapar. Mi jaulita colgaba de mi y yo estaba sobre la inexistencia del nido sobre la inexistencia del árbol de la inexistencia. Hice un esfuerzo sobrehumano, y conseguí meter el pájaro de fuego en la jaulita. Yo tenía la camisa manchada de sangre y la herida me quemaba y escocía. El pájaro chillaba envuelto en fuego en la jaulita, sonaban acordeones rumanos y címbalos húngaros. Con la camisa hice un extraño vendaje a mi herida y bajé del árbol con el torso desnudo y empapado en sangre. Recogí la flauta a los pies del árbol, y a pesar del dolor regresé tocándola a mi casa entre flores de cristal, libélulas azulinas, y mariposas rosas. El pájaro de fuego calentó mi hogar durante varias generaciones.

Agosto 22 de 2007

jueves, 26 de noviembre de 2015

La Insurrección.

La orquídea sapo. Okirot spintyca. Hace unos cien años la gente mataba por ella. La insurreccíon de Jonofrito el maltinche, contra los burgueses, fue aquí, en estas islas. Por culpa de esa planta. Con ella se preparaba la Tintura fucsia de las telas. Miles y miles de orquídeas eran cortadas, desecadas en las piras al sol, y extraídas con grandes cantidades de alcohol, para conseguir el fucsia. Era el día de la cosecha y Jonofrito llegó al puesto de los mercaderes, su burrito de andares plateados prometía una enorme cantidad en sus alforjas. Y le dieron sólo diez pesos. Jonofrito blasfemó. Una enorme y fecunda blasfemia salió de sus labios de mulato. La blasfemia llegó al oído del alguacil y se lo llevaron preso a Tucumen. Y toda la cárcel de Tucumen salió ardiendo. Jonofrito se hizo con los cañones de la guarnición. Veinte mil mulatos exaltados por el bajo precio de la orquídea le siguieron. La chispa saltó de isla en isla. Queremos comer era el grito. Pronto los burgueses tiñeron las telas con sangre, su sangre, en vez de fucsia de granate o carmesí. El gobernador, el gobernador era un lelo que vestía según las normas de Paris, lo crucificaron, y luego quemaron la cruz. Jonofrito, Jonofrito, todo lo que tenía de dulce el nombre lo tenía también de violento y astuto. Los ingleses lo pusieron en jaque por tres años. Los venció a todos. Bombardearon Tucumen, bombardearon Insenan, arrasaron la Isla de Chi, la sembraron de sal. Y Jonofrito se echó a la selva. Decapitaba las cabezas y dicen que bebía el agua en los cráneos humanos. Veinte mil ingleses fueron pasados a cuchillos, trescientos mil maltinches perecieron. A Jonofrito lo vendió su propio hijo. Lo ahorcaron después de achicharrarlo con planchas calientes. El hijo, Tereso, se llamaba, se hizo con una finca, era más blanco que la harina, por eso pudo vender a su padre, porque su piel era blanca como la de la luna, y los ingleses lo respetaron. Jonofrito tuvo cincuenta hijos, solo le sobrevivió su fratricida, el blanco. Los cadáveres se pudrieron a miles en las calles, el pestazo hizo insufrible Tucumen, hubo que quemarlos. Quemaron a miles de personas, las cenizas cubrieron el cielo como si los volcanes hubiesen estallado. La producción de orquídea no se recuperó hasta veinte años después. Ahora ya no vale nada, ya no se utiliza para hacer la tintura. La tinta sintética la ha reemplazado totalmente. Las islas son preciosas, millones de orquídeas crecen en sus laderas volviéndolas de color fucsia, el atardecer es un prodigio de belleza tornasolada.

Agosto 13 de 2007

viernes, 16 de octubre de 2015

El Molusquicidio.

Antes de que inauguraran oficialmente el parque del Alamillo de Sevilla yo solía pasear por allí a solas con mi perro. O no debía de haber guardias o estos se decidieron por hacer la vista gorda pero lo cierto es que más de un mes antes de la inauguración oficial yo ya me paseaba por allí como Pedro por su casa en la más absoluta de las soledades. Era divertido ver como mi perro tomaba las ramitas que yo le lanzaba incansablemente y como se bañaba en el estanque. Y todo eso como ya digo en la más absoluta soledad, como si hubiesen hecho el parque para mi solo, como si el destinatario de todo aquel proyecto de fantástico jardín fuera uno. Ni siquiera yo sabía que estaba cerrado al público pues los guardias del parque jamás me molestaron y yo no divisé ningún letrero de prohibición. Precisamente un día fui allí y contemplé algo asombroso. Como por arte de magia todos los caracoles de los chaparrales colindantes al parque, los moradores de los cardos borriqueros cercanos al jardín, se habían puesto en marcha y habían invadido los caminos empedrados del mismo. Miles y miles de caracoles invadían los caminos del parque. Al principio no me di cuenta, cada vez que pisaba el suelo oía un clic, de la carcasa caliza del caracol reventando. Más tarde me di cuenta de que el sonido procedía de la espantosa matanza de moluscos que yo estaba produciendo con mis andares. Tuve más cuidado de pisarlos desde que me di cuenta hasta que di por imposible tener cuidado ante el mogollónico número de caracoles que invadían los carriles destinados a los viandantes. Jamás he pisado tantos caracoles como aquel día. Fue un auténtico molusquicidio. Reventé miles y miles de caracolitos de campo. Hasta sentí una mezcla de placer y pena por lo que estaba haciendo, aquello era un extraño concierto de castañuelas o similar. Una cosa muy pero que muy bonita. Cruel, y repugnante, y lindísima, en un marco de esmeralda frondoso, bajo un sol espléndido de primavera. En mi siguiente visita al parque ya no observé caracoles en las silentes calles del mismo. Un jardín del que disfruté antes que ningún otro sevillano, salvo los que lo sembraron, ¿para mí acaso?. Podría hacer incluso un soneto de aquello.

Una sorpresa de ruido hubo
Al andar un buen día en aquel sitio
Una sorpresa de caliza y litio
Mineral destrozado por un tubo.

Avancé de una forma gigantesca
Reventando moluscos y moluscos,
Figura estrambótica y grotesca
Bajo un prisma de alfileres bruscos.

Qué matanza de bichos, qué puchero
Hice en las calles del jardín precioso
Que no la relatara el mismo Homero.

Y era yo un Satán con cancerbero
Andando en un jardín tan fastuoso
Como el edén de aquel Adán primero.


Agosto 10, 2007

sábado, 28 de marzo de 2015

El Antidiamante. (Prolongado).

Nico encontró aquella canica en el río, se extrañó de que toda la orillita del furiosillo de cristal estuviera dorada menos en aquel lugar lleno de sombras. Era un remanso en lo dorado que parecía bajo la sombra de algún árbol, pero allí no crecía ninguno. Qué raro, y buscando el lugar de mayor oscuridad halló aquella canica negra. Al cogerla en su mano la oscuridad que le rodeaba se desplazó ligeramente, provenía precisamente de aquel objeto que parecía devorar la luz. Feliz por su hallazgo la introdujo en el bolsillo izquierdo de su pantalón y al introducirla, de golpe, quedó deslumbrado por el sol que rebotaba en las aguas del furiosillo como un espejo de plata y oro, volvió a quedarse ciego por un momento hasta que se habituó de nuevo a la tremenda luz que el arroyito acumulaba en verano. Volvió a sacar la bolita de su pantalón y todo volvió a quedar en la sombra, el arroyo parecía como cubierto por un bosque galería y casi parecía de noche. Entonces Nico se puso a jugar, metía y sacaba repetidamente aquella esfera de sus bolsillos e intermitentemente iluminaba u oscurecía el furiosillo, se alegraba de la oscuridad y se alegraba del resplandor. Estuvo jugando con aquello veinte veces, hasta que quedó hastiado de tanto orgasmo. Se guardó la bolita en el bolsillo y decidió regresar a casa. El arroyo describía un camino serpentiforme cuajadito de esmeraldas, Nico sacó otra vez de su bolsillo aquella esfera y las esmeraldas se trocaron en piedras lunares adquiriendo el furiosillo el aspecto de la cara oculta de la luna, brillando sus aguas como de plata y nácar, pues el sol, convertido en luna por la mágica esfera ponía el toque de claroscuro a la escena de una manera fantasmagórica y perlada. El muchacho alucinaba con su hallazgo, si miraba al sol a través de aquel objeto veía la sustancia primitiva de las estrellas, el centro de las estrellas blancas. Al andar el muchacho ensombrecía los amarillos trigales por los que iba pasando y los pájaros dejaban de trinar asustados, como si se hiciera de noche de pronto. El muchacho estaba deslumbrado, guardaba la extraña perla y todo volvía resplandecer con violencia inusitada, la sacaba de su pantalón y se hacía de noche rotunda, con sabor a ginebra y navajas. Y así que andando se encontró con Lito, su amigo, sobresaltado por la repentina noche inexplicable. Lito llevaba higos chumbos pelados en una bolsa de plástico y se los ofreció a Nico a cambio de su secreto. Se pusieron ambos sobre el tronco de un olivo quemado rodeados de trigales de ámbar. Y empezaron a comer de los higos chumbos, verdes y pardos, que Lito traía. Si alguien observara la escena podía ver que aquello se encendía y se apagaba como el faro sobre el mar, de pronto, el dorado rubicundo, seguidamente la noche cerrada con sabor a aguardientes. No se si fue a Lito o a Nico a quien se le ocurrió encender fuego negro con el antidiamante. Lo aproximaron a una zarza seca como si fuera una lupa y concentraron toda la sombra sobre la hojarasca seca, aquello empezó a arder cuando lo ígneo sobrepasó lo dimensionable. Una llamarada negra salió de la zarza seca y prendió en los rastrojos cercanos mientras los dos muchachos hacían noche de ojos de mulo sobre el campo. Curiosamente algún grillo loco empezó a cantar, un timbre de puñalitos de azúcar con limonada. Como la canica estaba al aire y producía una cerrada noche lunar las llamas negras que daba la zarza seca sobre el tronco del olivo parecían menores, pero cuando Nico se guardó la esferita en el bolsillo de nuevo se pudo apreciar el fuego oscuro que habían provocado, un fuego negro como las panteras, con toques de carmesí furioso, al lado de los trigos ambarinos.

Agosto 9, 2007


El Antidiamante.

Nico encontró aquella canica en el río, se extrañó de que toda la orillita del furiosillo de cristal estuviera dorada menos en aquel lugar lleno de sombras. Era un remanso en lo dorado que parecía bajo la sombra de algún árbol, pero allí no crecía ninguno. Qué raro, y buscando el lugar de mayor oscuridad halló aquella canica negra. Al cogerla en su mano la oscuridad que le rodeaba se desplazó ligeramente, provenía precisamente de aquel objeto que parecía devorar la luz. Feliz por su hallazgo la introdujo en el bolsillo izquierdo de su pantalón y al introducirla, de golpe, quedó deslumbrado por el sol que rebotaba en las aguas del furiosillo como un espejo de plata y oro, se quedó ciego por un momento hasta que se habituó de nuevo a la tremenda luz que el arroyito acumulaba en verano. Sacó la bolita de su pantalón y todo volvió a quedar en la sombra, el arroyo parecía como cubierto por un bosque galería y casi parecía de noche. Entonces Nico se puso a jugar, metía y sacaba repetidamente aquella esfera de sus bolsillos e intermitentemente iluminaba u oscurecía el furiosillo, se alegraba de la oscuridad y se alegraba del resplandor. Estuvo jugando con aquello veinte veces, hasta que quedó hastiado de tanto orgasmo. Se guardó la bolita en el bolsillo y decidió regresar a casa. El arroyo describía un camino serpentiforme cuajadito de esmeraldas, Nico sacó otra vez de su bolsillo aquella esfera y las esmeraldas se trocaron en piedras lunares adquiriendo el furiosillo el aspecto de la cara oculta de la luna, brillando sus aguas como de plata y nácar, pues el sol, convertido en luna por la mágica esfera ponía el toque de claroscuro a la escena de una manera fantasmagórica y perlada. El muchacho alucinaba con su hallazgo, si miraba al sol a través de aquel objeto veía la sustancia primitiva de las estrellas, el centro de las estrellas blancas. Al andar el muchacho ensombrecía los amarillos trigales por los que iba pasando y los pájaros dejaban de trinar asustados, como si se hiciera de noche de pronto. El muchacho estaba deslumbrado, guardaba la extraña perla y todo volvía resplandecer con violencia inusitada, la sacaba de su pantalón y se hacía de noche rotunda, con sabor a ginebra y navajas. Y así que andando se encontró con Lito, su amigo, sobresaltado por la repentina noche inexplicable. Lito llevaba higos chumbos pelados en una bolsa de plástico y se los ofreció a Nico a cambio de su secreto. Se pusieron ambos sobre el tronco de un olivo quemado rodeados de trigales de ámbar. Y empezaron a comer de los higos chumbos, verdes y pardos, que Lito traía. Si alguien observara la escena podía ver que aquello se encendía y se apagaba como el faro sobre el mar, de pronto, el dorado rubicundo, seguidamente la noche cerrada con sabor a aguardientes. No se si fue a Lito o a Nico a quien se le ocurrió encender fuego negro con el antidiamante. Lo aproximaron a una zarza seca como si fuera una lupa y concentraron toda la sombra sobre la hojarasca, aquello empezó a arder cuando lo ígneo sobrepasó lo dimensionable. Una llamarada negra salió de la zarza y prendió en los rastrojos cercanos mientras los dos muchachos hacían noche de ojos de mulo sobre el campo. Curiosamente algún grillo loco empezó a cantar, un timbre de puñalitos de azúcar con limonada. Como la canica estaba al aire y producía una cerrada noche lunar las llamas negras que daba la zarza sobre el tronco del olivo parecían menores, pero cuando Nico se guardó la esferita en el bolsillo de nuevo se pudo apreciar el fuego oscuro que habían provocado, un fuego negro como las panteras, con toques de carmesí furioso, al lado de los trigos ambarinos.

Agosto 9, 2007


El Antidiamante. (Primera versión)

Nico encontró aquella canica en el río, se extrañó de que toda la orillita del furiosillo de cristal estuviera dorada menos en aquel lugar lleno de sombras. Era un remanso en lo dorado que parecía bajo la sombra de algún árbol, pero allí no crecía ninguno. Qué raro, y buscando el lugar de mayor oscuridad halló aquella canica negra. Al cogerla en su mano la oscuridad que le rodeaba se desplazó ligeramente, provenía precisamente de aquel objeto que parecía devorar la luz. Feliz por su hallazgo la introdujo en el bolsillo izquierdo de su pantalón y al introducirla, de golpe, quedó deslumbrado por el sol que rebotaba en las aguas del furiosillo como un espejo de plata y oro, volvió a quedarse ciego por un momento hasta que se habituó de nuevo a la tremenda luz que el arroyito acumulaba en verano. Volvió a sacar la bolita de su pantalón y todo volvió a quedar en la sombra, el arroyo parecía como cubierto por un bosque galería y casi parecía de noche. Entonces Nico se puso a jugar, metía y sacaba repetidamente aquella esfera de sus bolsillos e intermitentemente iluminaba u oscurecía el furiosillo, se alegraba de la oscuridad y se alegraba del resplandor. Estuvo jugando con aquello veinte veces, hasta que quedó hastiado de tanto orgasmo. Se guardó la bolita en el bolsillo y decidió regresar a casa.

Agosto 9, 2007

lunes, 2 de marzo de 2015

La Isla del Doctor Moreau.

Llegué a la Isla de noche. Se agitaba en las palmeras un viento verde, un viento azul, un viento rojo, que venía desde las estribaciones del volcán, o desde las estribaciones de la playa. Todo era silencio. Cuando la barcaza dio con sus huesos en el embarcadero salió a recibirme el tuerto. Un cíclope creado por el doctor. Su único ojo verde parecía una linterna horripilante, su joroba, una desgracia. Llevaba un farolillo en la mano que desprendía agitadas serpientes amarillas. Era abyecto y refinado, hablaba con ceceos y suspiros agarrotados, casi con tartamudez, pero era solemne en cada frase, no inspiraba risa sino desprecio o temor. Cogió las maletas y las cargó a peso, era endemoniadamente fuerte, yo no podía con ellas y soy realmente poderoso. Caminamos el trecho que hay entre el embarcadero y la mansión, describía un violín de fermentos translucidos una melodía de caña de azúcar y barro. La mansión era grandiosa. Salió a recibirnos el policíclope, otro de los engendros del doctor. Susana dio un grito cuando lo vio, allí, alto, delgado, fuerte, con cuatro ojos en la cara. Ella sabía a lo que venía, y yo también, aún así no pudo evitar el lapsus que salió de su boca. Nos recibió el Doctor efusivamente. Correteaban por la antesala gatos verdes, producto de la industria de su dueño, todo un acierto de elegancia. Eran verdaderamente preciosos, tenían los ojos amarillos y el pelaje esmeralda. También vi un gato negro. Un gato negro normal, absolutamente normal. La primera noche la pasamos en el cenáculo con el Doctor, tomamos notas y más notas. Los crisantemos azules y amarillos de la salita competían con las fuertes acuarelas de algún loco Kandinski borracho. Luego llevamos aquellas notas al laboratorio. Nos enseñó el laboratorio, y los ordenadores. Y finalmente nos mostró nuestros aposentos. El Doctor era un individuo tenebroso, y a nosotros nos importaba una mierda aquello, lo hacíamos por dinero. Por la  mañana contemplamos el horror de los híbridos. Durante tres meses creamos, engendramos, fabricamos, hibridamos, esperpentos y paranoias, paranoias y esperpentos. Luces de Bohemia bajo antorchas de horror. Teóricamente era una isla desierta. Pero bullía en cada páramo una colección de monstruosidades, el hombre cerdo, la mujer hiena, el hombre sin orejas, la mujer víbora. Y cientos de especies, animales y vegetales, que el Doctor y nosotros, sus ayudantes, creábamos. Tanto horror sólo por dinero. Mercenarios de lo estrambótico, especuladores de la horrísona mezcolanza. Finalmente nació el niño perfecto. Sin taras genéticas, perfecto, sin miopía, talasemias, anemias, glucogenosis, o debilidades, especialmente diseñado para la guerra y para la supervivencia, de un cerebro prodigioso, y de una fuerza descomunal. Su crecimiento fue rapidísimo, ya a los seis meses podía correr y hablar y el Doctor, entonces, decidió que sus demás proyectos sobraban, y los fue eliminando uno a uno. Dio caza a la mujer pantera y al hombre cerdo, incluso exterminó a sus gatos verdes. Finalmente decidió asesinarnos. Aquella noche organizó una espectacular cena. Mientras el niño perfecto tocaba una serenata de Mozart al piano nos invitó a una copa de Oporto. En el vino había puesto estricnina y cierto alcaloide de una planta de la Isla. Bebimos Susana y yo entusiasmados por el virtuosismo del niño perfecto. Pronto caímos enfermos de fiebre. Nos echó a paletadas a una tumba colectiva. Ahora mismo mi omoplato izquierdo está sobre la quijada de la mujer cerdo y mi pelvis descansa sobre el fémur del policíclope. El volcán pronto hará saltar por los aires a toda la Isla.

Julio 28, 2007


jueves, 19 de febrero de 2015

La Sandía blanca.

Fue de noche, el día de la velá de San Santiago, cuando sucedió que la vaca de Don Segundo abortó aquello. No se quedaron parados los relojes y en la estación del Ferrocarril Carlos, el de la Josefa, no se tiró a las vías del tren, desesperado como estaba por el millón de pesetas que le debía a don Sebastián, el cacique. Pasó el tren sin parar a las doce de la noche y el reloj marcó las doce y un minuto mientras en la torre de la Iglesia su primo hermano notificó a las campanas su rabioso éxtasis exacto. Tampoco hizo el amor Floro con Federico ese día, los dos sodomitas reconocidos del pueblo, porque se enfadaron durante la tarde por unas cortinas rosas. Floro las quería estampadas para el dormitorio y transparentes para el salón y Federico se empeñó en unas de color limón. Sin embargo, Nemesio, el chico más guapo del pueblo, a esas horas se desahogaba en una cabra de su cortijo, pues el muchacho equilibraba su espectacular belleza con una idiocia aberrante y una lujuria exorbitada. Cuando el muchacho orgasmó y desparramó su masculina esencia en la pobre cabra adquirió la condición de hombre de ipso facto y al mismo tiempo una infección por fiebres de Malta sublime. Y en ese mismo instante la vaca de Don Segundo abortó aquello, a las doce en punto de la noche, a las doce y un minuto, en vez de un proyecto de ternera, una sandía, una gorda, redonda, y gigantesca sandía verde. Y el veterinario que atendía aquello se desmayó ante el suceso, y Don Segundo, que era supersticioso al máximo, llamó a gritos al cura, recorriendo toda la distancia que hay entre la finca de la Palomita y el campanario de la Iglesia, en la absoluta oscuridad, mientras un perro se empeñaba, rabioso, en provocar toda clase de espantos. Y el cura cuando vio aquello dijo: por Dios, esto es obra de Satanás, pero quiso rajar la sandía porque la curiosidad le pudo. Y cuando cortaron con el cuchillo jamonero aquel verde quebranto del horror, el fruto era blanco blanco como la nieve y como la leche. Una sandía gorda, con sus pepitas, y más blanca, por dentro, que la harina. El sacerdote, que era un curioso de siete mil pares de redaños, tuvo que probarla. Y cuando la probó obsequió a su paladar con diez mil arpegios de dulzura. Extrañamente era la sandía más dulce que había comido en su vida. Sin embargo, ni el veterinario ni Don Segundo quisieron probarla, y el cura, que era bonachón, confiado, y valiente, se llevó las dos mitades de aquel milagro y se las devoró con una buena gallina en salsa al día siguiente junto con sus tres sobrinos. Dicen que Pedro, el bizco, recogió tres o cuatro pepitas sobrantes y las sembró en su finca, y que al cabo de nueve meses la finca dio a luz cuatro o cinco terneros, que brotaron de la tierra ante la mirada estupefacta del hombre y su familia, de donde le viene su actual fortuna. La vaca de don Segundo no volvió a parir más sandías y dio a luz terneros al año siguiente como si nada. Por eso nadie cree esta historia, pero yo juro que es verdad porque lo vi con estos ojos que se ha de comer la tierra.

Julio 28, 2007


La Sandía, las Serpientes, y las Mariposas.

Llegaba ya el reloj a dar las siete menos cuarto de la tarde cuando Francisco Ruiz, o sea yo, se vio espoleado por uno de sus escasísimos lectores, lo creáis o no tengo algún que otro lector, se vio espoleado a hacer una nueva versión de La Sandía y la Mariposa. Su nivel de estreñimiento, bueno, el nivel de mi estreñimiento era en ese momento lo suficiente como para que hiciera una nueva mediocridad llena de defectos, pero se arriesgó, me arriesgué, me arriesgo, y ahí va el relato: Juan, el de la Concha, tenía la finca más ubérrima de la comarca. En ella, como en aquella tierra prometida por Dios a los hebreos, las plantaciones crecían de una forma tan exuberante que parecía una tierra bendita, y resultaba su propiedad la mejor propiedad de toda la comarca. Melones del tamaño de sandías gigantes y sandías del tamaño de tres balones de reglamento se criaban a la luz del sol, a trescientos metros sobre el acantilado que daba a la playuela. Juan, el de la Concha ni se esforzaba en regar, ni abonar aquella tierra, negra como la muerte, y fecunda como los malos escritores. Decía que la huerta se regaba sola y se abonaba sola y se recolectaba sola. Y debía de tener algo de verdad aquello porque todos los jornaleros de la edad de Juan estaban quemados, envejecidos, y cansados de tanto batallar y batallar en extraer las perlas a aquella ferocidad de campesanía, mientras que el aspecto de Juan era el del eterno adolescente. Y por eso ocurrió la desgracia. Porque Juan el de la Concha era guapo de verdad, guapo hasta la exquisitez, guapo hasta la extremaunción, que pareciera el Espíritu Santo de guapo aquel mozo entrado en años que no parecía entrado en años. Buen mozo de vara de mimbre y clavel en la boca. Teresa, la del Alberto, se enamoró de él, un día que lo vio llevar siete sandías sobre el burrito negro de la Hortensia, recién sacadas de su huerta. Dicen que la Teresa, la del Alberto, era bruja, y le echó la maldición a las tierras. Porque Juan el de la Concha la rechazó al pié del altar por la Jacinta Eufrasio. Le dijo delante del Cristo de las tres Agujas: de aquí en siete meses a tus sandías se las llevará el demonio, y la Jacinta Eufrasio respondió airada: verás mariposas donde las serpientes. Hasta la misma Jacinta Eufrasio se quedó extrañada de aquella respuesta que le dio a la Teresa sin saber porqué, y sin conocer el significado de aquellas palabras tan misteriosas. Efectivamente, a los siete meses del desplante, las sandías estaban tan grandes que parecían la mejor cosecha nunca habida en el pueblo. Juan el de la Concha estaba feliz, su novia, que no su mujer, pues no se casaron, la Jacinta Eufrasio, embarazada de siete meses, y el asunto de la boda olvidado por todos, menos por la Teresa. Se cortaron treinta sandías para el bautizo del niño, que nació sietemesino, y ahí se obró la maldición, pues cuando fueron a rajar a las sandías éstas estaban huecas por dentro y en su lugar había serpientes, serpientes, culebrillas de agua verdes y amarillas que asustaron a todo el mundo y fueron masacradas a pisotones despiadados. Esa noche, cuando la Teresa fue a comer sandía, sin ser avisada por nadie del pueblo, al rajar una sandía que parecía lozana y hermosa, descubrió el interior de la misma lleno de mariposas azules.

Julio 27, 2007


La Sandía y la Mariposa. Funesto Embarazo.

Era un día de primavera como otro cualquiera, las golondrinas y los vencejos lo atestiguaban con sus siringes y no siringes en un concierto afrodisíaco de chillidos iridiscentes. Bajo el emparrado, tan verde que parecía esmaltado de esmeraldas, justo al lado de la jaula de los pavos reales, crecía una pequeña sandía, proyecto de lo que sería una espectacular bomba atómica de las cucurbitáceas. Los pavos reales exhibían sus colas con los ojos verdes de doce mil panteras azules, y, en la acequia, un sapo lleno de verrugas ponía un contrapunto deforme a un deforme botijo picasiano. Sobre el diminuto proyecto de sandía una mariposa blanca, con dos grandes manchas negras en sus alas, se posó, y, ya fuera por pura necesidad biológica, o por instinto únicamente relacionado con el Marqués de Sade, depositó un huevo de nácar, un diminuto huevecillo imperceptible, malicioso y perverso como ninguno. Después de perpetrar el salvaje crimen la mariposa elevó su vuelo como si nada, diríase que al chirrido de un acordeón rumano siguió el leve sonido de la flauta de Pan, y el insecto se alejó de allí arrastrado por la ventolera como una hoja seca. A las pocas horas, ya de noche, el gusanito salió de aquel ovoide, y traspasó la carcasa de la sandiíta, para instalarse en su pulpa, aún blanquecina, mientras un grillo demente arpegiaba enloquecido diez y siete mil estrellas azules hacia un cielo con diez y siete mil estrellas azules. El gusanito, habría que poner aquí algún instrumento que sonara como un lento y macabro deambular de carcinomas, empezó a degustar aquel fruto y su sabrosa humedad, y la planta, avisada por su ovario infectado, se esforzó en acomodar aquella putrefacción y de darle toda clase de comodidades. De tal forma que al llegar el veintisiete de Julio el dueño de aquella huerta pudo comprobar como, ábranse los ojos ante tamaña monstruosidad, crecía en sus propiedades una demencial sandía de una longitud bellaca. Aquella sandía era la sandía más grande jamás vista por ser humano alguno. De tal tamaño colosal los poetas ya estaban a punto de celebrar rimas azucaradas y llenas de almíbares sublimes, y los comerciantes estaban prestos a la subasta para hacerse con la sandía más inmensamente colosal que sucediera nunca. Pero dentro de la enorme y desequilibrada carcasa la traición era la misma que la de Judas sobre Jesucristo, y la malignidad era un gusano del contorno de tres brazos humanos. La voluptuosidad, la lujuria, la ninfomanía, la lascivia del gusano verde y curvo estaban dentro de la esfera desproporcionada desproporcionadamente. Los pavos reales observaban aquella enormidad y, sublimes, mostraban sus impasibles geometrías perfectas. Ya de noche, el agricultor, soñaba con grandes ganancias al peso, o dudaba con comer él mismo la espectacular obra de arte con sus siete hijos gitanillos. Y en eso estaba cuando aquel aborto de sandía jamás visto reventó dando a luz una singular mariposa, tan grande como un pavo real. Y ya batiendo alas se alejó del cortijo ante el asombro del hombre de la finca. Dicen que por la carretera, a la mañana siguiente, un hombre perdió su cerebro, succionado por la espiritrompa de un monstruoso lepidóptero gigante.

Julio 26, 2007


martes, 17 de febrero de 2015

La Sandía.

Es la sandía, toda ella roja de dulzura, casi como avergonzada de ser tan buena, un regalo de los dioses a los humanos. Ella guarda, céntimo a céntimo, cada doblón de oro de los atardeceres del verano, en su pulpa esponjosa y tierna, amable y dulcísima, como una extraña hucha que atesorara cada atardecer. El sol, iracundo, mitad divino ángel, mitad furibundo escorpión, decide prolongarse dentro de la verdísima carcasa, y toda su rabiosa antitesis de escarcha se vuelve frescor y agua y azúcar dentro del fruto, como si al astro omnipotente no le bastara ser espejismo amarillo en las negras acequias y en las transparentísimas albercas y necesitara para cumplir su misión de tórrido poeta depositarse en los paladares de los cuerpos a los que abrasa para compensar su indómita naturaleza. Y es así que al probar la sandía son los arpegios de las arpas cristalinas, que en las albercas doradas, bajo los verdes emparrados, descompuestos en un caleidoscopio de chispas de plata y de centellas cegadoras, fulgen y relampaguean, los que acuden a los paladares que la degustan para embriagarlos de placer. Y es todo el verano, el verano de las playas azules y de las riberas fecundas, donde los cuerpos brillan aceitosos, desnudos y sublimes, el que acude a las sedientas y hambrientas bocas, con el deleite de la miel y la amabilidad de lo sabroso. ¿Habéis probado, en uno de esos almuerzos de verano, siempre esplendorosos, a cortar a cachos la sandía y agregarle azúcar?. Como si quisiéramos que nuestro paladar sufriera de un orgasmo y de un éxtasis jamás alcanzado, le echamos azúcar a los trozos de sandía y lo guardamos en un vaso, en la nevera, para tomarlos más tarde. Y es todo tan empalagoso y rico que de verdad alcanzamos el marasmo, la apoteosis de la dulzura, y un batallón de ángeles rubios, de ojos azules y transidamente bellos, pasa por nuestros labios después de la siesta, cuando bebemos y comemos ese vaso con los trozos de sandía almibarados. Fríos ya por la nevera, macerados hasta el merengue, tan rabiosamente melosos que sólo los dioses podrían haberlo concebido en sus paraísos celestiales.
Cuando era niño, en la azotea de mi casa, siempre cultivaba sandías en las macetas. A mediados de Agosto, o incluso ya en Septiembre o incluso antes, en Julio, una diminuta sandiíta, no siempre muy dulce que digamos, pero muy simpática, más pequeña que una pelota de tenis, descansaba sobre la tierra bajo los sedientos geranios. Y siempre un geko era testigo de aquel prodigio de dulzor encapsulado. Siempre me daba por guardar cientos de pepitas en un vaso seco en el mueblebar del comedor, mi madre protestaba y yo no le hacía caso, y me salía con la mía.
Soy un escritor muy mediocre, ni esforzándonos seríamos capaces de aproximarnos a lo que Juan Ramón Jiménez decía de este absoluto despropósito de la dulzura coagulada.

Julio 25, 2007


Sátiros en el parque.

Fui succionado por un argentino. El parque en Junio ardía de manera verde. Hacia arriba los árboles, atlantes inmóviles, se empeñaban en ocultar el cielo, tapizando cada trozo en una especie de mosaico de oro. El sol se enfurecía en los filos de las hojas dando dorados zarpazos de diamantes, y en la fuente, la voluptuosidad de un rayo de sol bailaba un frenesí de estrellas, multiplicando en la sombra el espejismo, un espejismo levemente marino, ondulado, serpentiforme, y amarillo. Cantaban pájaros sus proclamas de masculinidad o sus gritos de socorro, llamaban los eternos pichones a sus madres, desesperados, reiterativos, acuciantes, promiscuos, sádicos, insomnes. Por entre la hojarasca se veían pavos reales en éxtasis, sus miles de ojos parecían esmeraldas iracundas, enojadas. El pavo real mostraba la majestad de la belleza, archiduque gallináceo, zar de las aves. El imperio de los verdes ojos se ocultaba en las ramas de los jazmineros, nevados y puros, que exhalaban su lujuria de perfume a lo alto, como una plegaria de extraños inciensos. Aquí una palmera solitaria dejaba caer su néctar en dosis, despreciativa de sus semillas, abortándolas casi, generosa y abundante, multípara. Corría por ese otro lado una mugrienta rata sarnosa. Aquí picaba un mirlo, de un negro espeso y rotundo, repetitivo de su pico naranja, se oían los siseos al darle la vuelta a las hojas secas, buscando largas lombrices asquerosas. En la explanada de los juegos los cacharros aguantaban un sol hiriente, naranjas, rojos, y azules. Los toboganes enseñaban su esqueleto de hierro, voraces de niños, necesitados de chavales, implorantes de infancia, como pederastas minerales, o extraños dinosaurios sin hormigas. Pasaba un turista deslumbrado, en pantalón corto, con la máquina fotográfica, el típico japonés estremecido. La fuente manaba gotas de oro líquido, rabiosa de juventud. Beber aquella agua era arriesgarse a un leve herpes, no beberla era una blasfemia. Pedía desde el fondo del suelo una boca, unos labios, para entrar en ellos y saciar la demoníaca sed. El calor deba coses de mulo, era violenta como un escorpión, alacránica y demente. El pavo real pasaba, majestuoso y silente, como un asesinato de las bellas artes. Su silueta era la de un extraño navío en un mar jamás descrito. Una incógnita, una pregunta al aire. Un jeroglífico egipcio de neoclásica respuesta. Andalucía en la sombra, o lo Hindú en el centro de Nueva York. En la chapa del tobogán el calor se había puesto de oxidado tumultuoso, buscaba un cuerpo al que acariciar con un suave dolor. Había unos promontorios de colores, para saltar de uno en uno, como islas en un mar de albero. Silencio absoluto. Sólo una cigarra y los pájaros, enfurecidos, pesados, suplicantes, infelices, hermosos. Pasábamos los sátiros por entre las enredaderas. Antiguos ciervos y lobos libres, esclavos de nuestro deseo. Reprimidos saliendo por la grieta, saliendo por la válvula de escape. Nuestras braguetas temblaban. Duras las vergas, dentro del pantalón aprisionadas. Bailábamos los sátiros siguiéndonos los unos a los otros. Miedo y valor. Excitación al borde de un seto. Mucha excitación, una excitación infinita. De imposible descripción. Miedo, valor. Pecado, sodomía, naturaleza. En el suelo, sucio, restos de antiguas camaraderías, condones usados y cajetillas vacías de tabaco. Hojarasca. Los eternos mirlos. Danza de Lesbos, danza de Kavafis. Fue la tarde de Santiago, y casi por compromiso. Luego, la eyaculación abundante, el placer, y la huida.

Junio 29, 2007


domingo, 15 de febrero de 2015

Hormigas, Libélulas, Demente, e Insecticida.

El teclado está lleno de hormigas. Los enfurecidos insectos cubren el teclado de forma paroxística. Se agitan de aquí para allá con una violencia inusitada, minúscula y descomunal al mismo tiempo. La marabunta sería capaz de descarnar la pata de jamón de un cerdo con la voracidad de las pirañas amazónicas. Todo hierve, las hormigas parecieran las diminutas gotas de vapor que se forman en la olla de agua hirviendo. Ebullición de desaprensivos insectos. Ebullición en el caldero de Satanás. Las liliputienses mandíbulas destrozarían hasta su desaparición el dedo de Chopín. Es un fastuoso mar de pequeñas migajas de pan negro. Migajas animadas de vida que se agitan convulsas sobre el teclado. Tocata y fuga de Bach en un órgano del siglo XXI. Muerden sin arrepentimiento. Vivas, eléctricas.  ¿Es posible que alguien haya untado el teclado de miel o de azúcar?, ¿de dónde surge este frenesí de artrópodo rebelde?. Repetitivo el clavicordio da notas y más notas salidas de la mente de un organista heroinómano, se balancean en las partituras rosas las notas de amarillo limón o naranja, cascabelean un millón de serpientes de cascabel enardecidas, y la olla se llena de burbujas de vapor transparentes y calentísimas. Los crótalos rabiosos depositan sus castañuelas ebrias en la danza macabra de los millones de estrellas cochambrosas. Las hormigas sobre el teclado semejan el aspecto de la ciudad desde el rascacielos, los viandantes podrían ser aplastados sin piedad si no produjera cosquilleo su innumerable cantidad logarítmica. Están esos individuos posesos de tal forma que ha debido de producirse un sortilegio de vudú haitiano o un antiguo aquelarre medieval los convoca, y como zombies bailan de aquí para allá sobre las teclas de la máquina. Debajo del caldero el fuego se agita con la petulancia de los demonios azules. Muerde.
En la pantalla del monitor libélulas y caballitos del diablo. Minúsculas pleitesías de cristal, transparencias de vidrio, gasas translucidas, acordes de silencio inmáculo. Diamantinos topacios azules y violetas. Monstruosos los ojos de los odonatos. Bellísimo para los coleccionistas y los naturalistas. Gotas de miel en cada refilón de figura. Ambares y berilos preciosísimos. Ponientes y dorados que fulgen en cada monstruo, púrpuras de sangre divinos. Armonía e iridiscencia. Notas de clavecín, de piano, metálicos brillos de plateadas trompetas, de doradas trompetas. Silencio.
Frente al ordenador el demente. No se atreve a pulsar cada tecla del instrumento. Las hormigas están ahí, protegiendo, con su mórbido paroxismo, el teclado, para que el demente no toque su partitura. Es necesario pues que el psicópata haga un esfuerzo. Se levanta. Hay en la casa un bote de insecticida. Espera el gaseoso veneno, perfumado de indómitas lavandas, como la antigua lámpara de Aladino, la mano vehemente que saque su genio demoledor de su prisión silenciosa. El demente pulsa el spray, la estancia se llena de extraños piretroides químicos, aromas a salvia y pachulí surgen infernales y celestiales, precipitándose sobre el colectivo. Ya puede el demente dar a la tecla. Y la pantalla queda a obscuras, como un espejo de purísimos azogues.

Junio 15, 2007


El Sable de Napoleón.

Estaba buceando en el internet cuando me acordé de un episodio desagradable de mi vida sexual. Una burla hiriente a la que fui sometido. Y recordando esa burla hice un poema bastante vehemente. Pero el caso es que seguí nadando dentro de las aguas brillantes de la pantalla del ordenador, tras hacer el poema, aguas que escocían mis ojos como el cloro, por cierto. Y dentro del espacio cibernético me encontré de bruces con la noticia siguiente: Subastan el sable que llevó Napoleón en la Batalla de Marengo por cinco millones de dólares. Acto seguido de leer esa noticia imaginé hacer un relato en el que el rico comprador del histórico sable lo utiliza para cortar las cabezas de muchachos adolescentes a los que él mismo secuestra por pura diversión. Habida cuenta de mis escasos recursos literarios me encontraba ante una inmensa montaña a la que escalar con las manos desnudas y sin arneses. El sable brillaba forjado en las fabricas de acero de Rouan, por poner una ciudad francesa en la que sabe Dios si alguna vez hubo una fábrica de sables, y su empuñadura de brillantes, topacios, granates y esmeraldas, en un fino arabesco oriental que haría las delicias de una princesa real de ser lucidos en una diadema o broche, relucía enfurecida y macabra como los ojos de un demonio. Más allá, los adolescentes, encadenados al potro de castigo iban a ser degollados por el sátrapa, inmensamente rico e inmensamente gordo, gordísimo, tal una ballena o cachalote. El psicópata disfrutaría con la muerte de los muchachos y ver caer de las ramas de los geranios las exuberantes flores mientras utiliza de tijeras de podar el sable de Napoleón le excitaría casi tanto como la dosis de cocaína purísima recién esnifada por su nariz. Una mediocre snuff movie estaba construyendo con una falta de recursos tan brutal que acariciaba la parodia de un Tomas Harris borracho, y era yo a un mismo tiempo el remedo absoluto de ese brillante escritor y el aprendiz de brujo devorado por la insignificancia y majadería del relato. Los torsos desnudos de los muchachos brillarían sudorosos y aceitosos mientras el psicópata, y en ese mismo instante me dí cuenta del soberano zurullo que estaba edificando, pensando más con el culo que con la cabeza. Y es que yo no soy ningún Azorín. Y entonces el sable de Napoleón se transformó de improviso en la soga de ahorcado de Judas Iscariote. La trama cambiaba, ya no era un rico que compra en Cristies un sable guerrero el protagonista, sino el hallazgo en Israel de la soga utilizada para desaparecerse a si mismo del gran traidor, del traidor por excelencia. Volvía a aparecer un rico comprador. El rico comprador se adjudicaba, en una enloquecida subasta, de la soga de ahorcado de Judas Iscariote. Y volvía a utilizarla para un acto antinatural, o naturalísimo, la masturbación. Ahí ya podía describir yo, es mi especialidad, los intensos espasmos de gloria que el vicioso y adinerado comprador sentiría casi ahogándose con la infernal cuerda. Las miles de estrellas suavecísimas y calientes que sentiría en su sillón de armiño, rodeado de orquídeas y rosas, en su mansión lujosísima, mientras la soga, rodeando su cuello, lo asfixia al borde de la muerte, y la abundante y lechosa eyaculación final, amueblada de luces violetas y azules, y de colibríes dorados. El acto, la misa negra subsiguiente, y la adoración de la soga como instrumento sacrílego y bendito para una cohorte de adoradores del diablo. Por un momento he pensado que muchachos desnudos salen de entre la maleza para desollarme vivo, y que no puedo escapar de la pobre insubstancialidad que soy.

Junio 11, 2007


La balanza de los Colores.

Un amarillo presumido estaba sobre la valla de un jardín, y contemplaba desde su puesto de pintura el amarillo triste y verdoso de un limón. Mientras discutían sobre lo que hacía el dueño de la finca, un asesino que había matado a un hombre y lo había sepultado en dicho jardín, se posó un caballito del diablo verde y lila en una flor azul, y los colores, aburridos, empezaron a hablar de lo cara que estaba la vida para los colores, pues había un aprendiz de mago en las inmediaciones que los robaba y los apresaba en una redoma para sus magias indecentes. La conversación rayaba en la discusión enfervorecida y todos los colores estaban a punto de pelearse los unos con los otros. El dueño de la finca había usado para el asesinato un azadón, y quedaban restos de sangre púrpura en el filo del instrumento, afilado hasta el espanto. El púrpura de la sangre habló entonces advirtiendo que el aprendiz de mago estaba cerca y todos sus contertulianos enmudecieron a la vez. El silencio se posó sobre la escena como la lápida de un tumba sobre el hoyo, pesadamente y rotundo. En la finca el asesino cortaba el seto y el emparrado con unas grandes tijeras rojas. Una mosca negra y molesta le revoloteaba por la frente, con la desobediencia de lo molestísimo, y el asesino, vestido con un nicki de algodón violeta, intentaba proseguir la poda macabra y al mismo tiempo acabar con el furioso díptero. Estaba al borde del colapso nervioso, pues la insolente mosca, atrevida y bravucona, intentaba metérsele por uno de los orificios auditivos, de tal manera que el hombre, sin querer, le dió un espantoso corte al rosal del jardín, y una rosa negripúrpura cayó sobre la hojarasca rojiza del césped, como un extraño guante desprendiéndose de una mano de reina. El hombre entonces, cesó su trabajo y empezó a dar manotazos al aire. La mosca no se apartaba de su presa, furibunda como su primo el tábano, y pegajosa como una cinta de celofán, sonaba a lo lejos algún violín estridente y eléctrico tocado por un demente. El mago apareció en el escenario. Era un muchacho joven, de unos veinte años, delgado y guapo, pero tuerto de un ojo, lo que lo afeaba considerablemente, y estaba vestido con una camisa de Foam Gum, con un títere o muñequito fucsia sobre un fondo negro, y unos pantalones vaqueros. Dió un golpe a su varita mágica y todos los colores se desgarraron de sus sitios precipitándose en la redoma de cristal que llevaba en la mano. Sonó un chillido como de azúcar y zumo de pomelo. La naturaleza quedó translúcida, la libélula transparente, el césped, incoloro, como de cristal, como de gasa, la valla amarilla quedó desprovista de color, el limón parecía una extraña medusa marina, la rosa parecía otra medusa, o hecha enteramente de vidrio, como en las tiendas de Joyería, y finalmente, el suelo de la finca quedo tan desnudo a los ojos que se pudo ver el cadáver del muerto, con la cabeza separada del tronco y los ojos casi saliéndosele de las órbitas, enterrado en la translúcida arena. El negro de la mosca desapareció del artrópodo dejándolo igual que un camarón marino, y de los ojos verdes del asesino desapareció el esmeralda, atrapado en la redoma. El muchacho, entonces, invocó al demonio Absalón, y desapareció. Pronto estuvo en la escuela de magia potagia, abstraído en ir separando uno a uno los colores que había robado hacía poco. Los que más le gustaban eran el lila de la Libélula, el púrpura de la sangre, y el negripúrpura de la rosa. La tarea que le habían pedido sus profesores era la de pesar cada color en la balanza de los colores. Tenía que ir con mucho cuidado. En uno de los platillos de la balanza tenía que poner el color, y en el otro platillo del instrumento tenía que poner notas musicales. Las notas eran ácidas y diamantinas, maullidos de gato, chirriar de canto de grillos, brillos de luces en los cristales de los coches, transparencias de las aguas de una piscina. En fin, una tarea ardua y complicada pero muy muy bonita. Sus profesores le pusieron un notable alto.

Junio 8, 2007


La Tienda de Lámparas.

Brillan, perlas de luz que se deslizan sobre la curvatura de las lámparas de araña, gota a gota, como lagrimones de vidrio exquisito, descoyuntando el iris, retorciendo el prisma de lo cristalino, espejismos sublimes, fulguraciones y transparencias, translúcidas o no translúcidas, acuáticas o no acuáticas, fosforescentes y fluorescentes, sangre de luna o savia deslumbrante del sol, licor áureo, humor argénteo, nácar derretido, carey morboso, topacio fundido, ámbar, esmeralda, rón de caña, o azules fúlgidos, o amarillos iridiscentes. La tienda de lámparas estaba allí, como una rosa de rosas lumínicas, como una rosa de pétalos de rosas de pétalos de rosas de pétalos de rosas de oro. Cada lámpara era una construcción sublime, la tienda era un diamante indómito, un rayo en la profunda noche, un brillante resplandeciente, una caja de luz en la que la luz apresada engendraba a su vez más y más luz, hasta lo onírico. La tienda era un palacio barroco, un templo rococó, una mezquita deliciosa, y las lámparas eran arabescos soberbios de fúlgidos resplandores, rabiaban las pupilas deslumbradas por las fulguraciones indescriptibles, los ojos lloraban deslumbrados, las transparencias eran acuáticas, como reflejos de agua y sol de verano en una pared, o eran los ámbares tan deliciosos como la miel, o relumbraban como arañas fantasmagóricas de un cielo de tarántulas de luz insepulta. Aquello era un rabioso amanecer fecundo, un atardecer criminal lleno de oro, una noche en el palacio del rey de Siam, la corona del zar de Rusia, el sol en el oriente, en el mediodía o en el atardecer, la luna de nieve fulgurante, la montaña nevada al mediodía, el rayo, una gardenia de cristales de infinitos resplandores. Cada lámpara era de una exquisitez morbosa, unas tenían cinco brazos de oro, otras una esfera de luz irremediable, otras una elipse de santo fulgor, otras un punzante puñal en los ojos, los neones eran soberbios, los rosas y los azules escocían como arañazos de uñas de gato, daban bofetones los verdes rabiosos, los rojos irritaban, los amarillos hervían, asesinaban los azules. Las lámparas circulares tenían varias esferas de cuchillos de oro, eran diamantes sin eclipse posible, espejismos en el desierto, con la sed haciendo daño en la garganta, las lámparas cuadradas hacían la delicia del amante al arte abstracto, las de art decó eran soberbias obras de algún Gaudí esquizofrénico. Las Lámparas contemporáneas se preparaban para su función en la restauración, algunas se preparaban para dar magnificencia a la mansión de un rico, otras se preparaban para el cuarto de estudio de los niños de un obrero, y otras se preparaban para el laboratorio de un científico, con un millón de candelas de potencia por centímetro, dejaba ciego tanta luz. Pero la tienda tenía también un cuarto oscuro, un cuarto donde no entraba ninguna luz, y allí brillaban las pulseras fluorescentes rosas y verdes, los collares de fosforescencias rojas y azules, como en una fantasmagoría, porque el dueño quería que se viera el contraste entre la luz y la sombra, la enormidad delincuente del claroscuro, lo hermoso de la luz en la oscuridad más empalagosa. Cuando se entraba en el cuarto oscuro, tras un segundo de luz aparecían las formas circulares de las pulseras de los neones fluorescentes rosas y verdes y azules en la oscuridad, y al salir del cuarto oscuro y volver a la luz uno se quedaba deslumbrado y ciego nuevamente por tanta Apocalipsis de iridiscencias tántricas. El dueño de aquel cielo era extremadamente cuidadoso y no dejaba que ninguna bombilla se fundiera. Pero el negocio, con la crisis inmobiliaria, no levantaba vuelo. Un día vino al local un rico y compró una lámpara carísima. Otro día visitó el local la muerte y se quedó estremecida. En la alambrada, presos, cantaban los ruiseñores ciegos.

Junio 7, 2007


El Año del Cristo.

Aquel año la sequía era brutal. El arroyo de los Mimbres, siempre cuajado de pececillos grises y ranas verdes se secó de raíz dejando un hilo de agua, una cinta de plata al sol que rabioso golpeaba las frentes de los lugareños. La canícula mordía con ínfulas de escorpión enfurecido, podría decirse que las víboras estaban en el mejor momento, se las veía por todas partes, lividísimas y vivísimas, serpenteantes y cascabeleras, típicas de un far west cuasi mejicano, estribaciones de la frontera Huelva Extremadura, y más de un niño fue envenenado por ellas, causando pavor en la comarca. Los niños además andaban revueltos y salvajes arrojándose piedras entre ellos por las rencillas propias de los niños y desesperados por no poder aprovecharse del arroyo. El calor, danzante egipcia, negro de Africa, león de Etiopía, bailaba sobre los techos de zinc, despertaba salamandras de noche, que a la luz de la luna parecían acrecentarse innumerables, y ponía sobre la veleta de la Iglesia, un gran alacrán de cobre, extrañísimo, su zarpa de furor rojo. En los emparrados, las verdes vides ofrecían una sombra escasa constelada de diamantes, y en las albercas del ganado brillaba el sol argentífero y tremendo. En el casino no se hablaba de otra cosa, de la sequía extrema, de la calor incesante, y el maestro y el cura se disputaban la primacía de la fe sobre la razón con un cruel enfrentamiento propio de bellacos y agitadores, entre copas de anís dulce y mentolados de naranja. Rivalidad entre el magistrado y el ministro de la Iglesia cuajada de indirectas a la inquisición española. Pero no llegaba la sangre al río pues Pilontes, el cacique del pueblo andaba con ojo poniendo a los anarquistas un poco de su propia medicina, sabiendo el lobo más que cuatrocientos tigres, de lo viejo que aquel diablo era, que hubiese parecido a los ojos de un extraño que el mandamás hubiese estudiado a la vez en la Sorbona de Paris y en los antros de los Bakunines. Aquel año fue el año en que llegó Fernando Garcés al pueblo, a comprarse la casa de la Loma y a ennoviar a Jesusa, y que se saldó con un navajazo la noche de bodas de Dosdedos a Dientemellado por unas copas no pagadas en la barra. Pero aquel año fue el año en que se pudrió el Cristo de la Demanda a la vista de todo el pueblo cuando salió de procesión el diez de julio. Lo sacaron, como digo, en procesión, delante iba el generalato y Doña Mencia, la viuda más rica del pueblo, con mantilla española bordada en seda. Cuando llegó frente a la Cuesta del Benito, ladró un perro, y el Cristo empezó a vomitar larvas y escarabajos amarillos por los ojos, la boca, y el costado. Fue un horror, la madera crujió y un brazo corrupto cayó al suelo golpeando los adoquines y quebrándose en astillas. Salieron las larvas, gordas como naranjas, y los coleópteros amarillos, gigantescos como cebollas, y la gente empezó a santiguarse y a santiguarse diciendo qué espanto, qué espanto. Y justo cuando la gente empezaba a llorar, tronó el cielo, un relámpago puso un toque escarlata a la tremenda escena y empezó a granizar con ira. Una noche terrible. Al Cristo se lo llevaron corriendo, suspendiendo la procesión, la gente exclamó desesperada y con miedo, y la granizada derribó el muro de la Huerta del Contao, que cayó enorme y majestuoso, y en la Iglesia una gotera llenó la pila del agua bendita inexplicablemente. Tres día más tarde quemaron la madera podrida del nazareno y mandaron a la capital por un buen imaginero, nada se pudo hacer con la imagen, sino encargar otra.

Abril 16, 2007


martes, 3 de febrero de 2015

En dos Dimensiones.

Yo vivo en una sola dimensión o quizás sean dos dimensiones, ancho y largo, aunque bien pensado no es que yo viva en dos dimensiones, sino que soy de dos dimensiones. Soy de dos dimensiones porque soy una casilla del tablero. Una casilla blanca, rodeada, estoy en una esquina, por un precipicio misterioso, sobre la que se asienta una oronda torre blanca. Y cómo pesa la condenada, me deja aplastada aplastada, no sé cómo puedo soportar tanta obesidad sobre mí. Es un castillo elocuente, lleno de ventanales góticos y torreones, edificado en marfil y mármol, aunque también he tenido torres de cristal encima, pero la actual inquilina de mi zócalo de mármol es una torre de marfil y carbonato cálcico, magistralmente tallada por un artesano. Añoro el tiempo en que sostenía la torre de cristal, la ambarina y la translúcida, qué tiempos aquellos, se veían partidas de ajedrez prodigiosas, mi dueño era el Gran maestro Charcatovsky, jugaba partidas de ajedrez con los ojos vendados, los peones de cristal ambarinos se coronaban magníficas y bellísimas reinas cuando alguna vez llegaban a mí, no me costaba esfuerzo soportar el peso amable del vidrio translucido, del cristal ambarino, que tintineaba a veces como crujidos de celosos grillos veraniegos. Qué partidas aquellas, qué proezas, qué gestas recuerdo. El campeonato mundial Charcatovsky contra Krilov, y diez tablas seguidas, uno pura intuición, el otro lógica matemática, no se rendían, horas y horas de sublimes partidas bajo la presencia de los aficionados, atentos a cada movimiento, los ojos sin pestañear siquiera, el silencio sepulcral de lo incógnito, alguna tós inoportuna rompiendo lo espeso, el humo del tabaco en los ceniceros de plata. Venció Krilov, en la undécima partida, yo sostenía a un rey de vidrio rojo, la reina de vidrio verde le dió el mate final, Charcatovsky enojado tiró el tablero al suelo, caí sobre el estrado y mi esquina se quedó roma. Luego Charcatovsky no quiso jugar más al ajedrez durante seis meses, seis meses que se me hicieron eternos, sin ni siquiera sostener ni un mísero peón, arrinconada en el desván de su aristocrática mansión de Crimea. Del juego de piezas de cristal jamás se supo, y al morir el maestro me vendieron. Ahora soy un adorno en la casa de Smith and Johanson, consultores. Tengo un castillo encima, muy pesado, muy gordo, y muy elocuente. Hacia el precipicio hay una alfombra iraní con arabescos y párrafos del Corán. La torre tiene unos servidores, tocan las trompetas cada mañana, aunque sólo yo las oigo, y la verdad es que el polvo me cubre, aunque yo digo que es nieve lo que se me cae encima. En la torre quizás habite un monstruo, pero no lo he visto salir nunca, lo que si veo es una hilera de hormigas que me pulsan levemente y suben en fila india, marcialmente disciplinadas. Bueno, acabo de sentir pasos en el salón, quizás sean Smith y Johanson y quieran jugar conmigo, me callo, hasta otra.

Marzo 27, 2007



El Gato.

El gatito estaba jugando sobre la mesa. Era un gatito negro, de un antiarmiño rotundo, nocturno y brillante, córvido y aterciopelado, y sus ojos, de un ambarino verde, parecían echar chispas de crisoberilos furiosos. Jugaba sobre aquel jarrón de cristal labrado en cuyo fondo dos glóbulos oculares arrancados, vidriosos y sanguinolentos, reposaban monstruosos y macabros, testigos de un horror de difícil descripción. Estiraba la patita y con su garrita pretendía sacar la pupila arrancada de su estilizada jarra de vidrio. Los ojos daban vueltas y más vueltas ante el acoso de las uñas del algodón. Los alfanjes minúsculos del prototipo liliputiense de pantera se clavaban en las bolas carnosas de aquellos órganos de la visión brutalmente agredidos. Aquello era un combate en el que uno de los ojos, casi a punto de salir del cristal, resbalaba para volver al fondo, como las bolas de una lotería, y el felino, contrariado, volvía a meter su garrita en la jarrita, como el gato que introduce sus armas en un acuario por un shubukin naranja. La habitación permanecía en silencio, testiga muda de aquel horror magnífico. Tres cuadros de Miró adornaban aquel exabrupto de salón, uno de ellos era un triángulo rojo y una media luna naranja, otro de ellos, de título mujer y jaula con pájaro, era un trapecio limón que terminaba en siete líneas concéntricas, y el tercero, era un garabato de rayas con un círculo amarillo. El gatito proseguía en silencio su violento entretenimiento, en un estado de éxtasis y devoción absolutos. Aquella preciosidad intentaba arrancar a la prisión transparente las esferas de carne pavorosas y arañaba una y otra vez aquellas, llenándolas de heridas. Finalmente, la minimísima pantera consiguió uno de los ojos que cayó sobre un tapete de terciopelo rojo rodando a pesar de un hilo nervioso. El gato continuó jugando, empezó a dar saltos de alegría sobre el esférico molusco y a pasárselo de una garra a otra. El ojo rodaba sobre el tapete impulsado por las patitas de la bestia en un silencio sepulcral. Parecía una cosa viva que iba de un lado para otro perseguida por un tigre en miniatura. El moaré rojo del tapete disfrutaba la presencia de un ojo humano bestialmente sajado por un diminuto tigre. El gatito jugaba feliz, por último, empezó a darle mordiscos mientras lo sujetaba con sus garras y en un insignificante santiamén lo devoró, luego, satisfecho, el gato se puso a lamer las armas utilizadas en la diversión. Pero no había pasado ni una hora cuando la bola de peluche con cuchillos volvió sobre el contrahecho acuario de cristal que guardaba la pareja viuda del asesinato para reanudar su glotona cacería. El ángel con zarpas, símil perfecto de la hipocresía, volvió a meter su patita en el ánfora terrorífica, esta vez costaba más trabajo poseer la sangrienta perla que en el fondo de aquel cofre se pudría. Pero tras unos largos minutos de furioso combate, el ojo, sajado y arañado con frenesí, pasó al contorno estomacal del miau. La lámpara del techo, naranja y rosa, presenció la entrada del dueño del gato que felicitó a su amo con un ronroneo eléctrico, mientras éste le acariciaba el lomo. El amo observó que faltaban las joyas de la caja fuerte de cristal labrado, y, consciente de la sed del diminuto ladrón de terciopelo, vertió sobre un plato de metal el contenido de una botella de leche.

Marzo 23, 2007


La Apisonadora.

Francisco Ruiz, transfigurado en un ángel, sobre una apisonadora de trescientas toneladas, avanza por la calle. El humo que escupe el trasero de la inmensa ballena es denso y repugnante, combustión ineficaz de petróleos negros, densos y venenosos, tiene en su interior de fantasma corrupto flores de goma quemada y moléculas de cáncer, rabiosas y abrasivas, víricas. Pájaros azules de indescriptible belleza pasan por la frente, por mi frente, del muchacho, extrañas luciérnagas de rojos colores, débiles pulsaciones de oro, pero la peste del tubo de escape del dinosaurio espolea y araña, desapacible, en la extraña alegría del jinete. Suenan las danzas húngaras de Brahms, como un sortilegio de fantásticos jardines, llenos de flores exuberantes. Se abren las corolas, exhalantes y perfumadas, el aroma a bálsamo que habita en la música tiene esencias de fiesta y oración. Se eleva la música plena de belleza, la armonía está cargada de joyas magníficas, granates, rubíes, doblones de oro, hay un tesoro de aguamarinas en cada nota. Pero el ruido que hace el eléctrico elefante corrompe la espléndida antorcha con un humo estridente. El ruido ensucia la escena. El mar está lanzando perfume pero hay un leviatán de plástico rasgando el sublime velo. En el asfalto, los cochinos homosexuales, los sádicos y cochinos homosexuales, gordos, peludos, como osos o monos o puercos, marranos como una nausea, obesos como ánforas romanas, o lampiños y huesudos como arácnidos, pegados con pegamento y desnudos, gritan ante el espanto. Francisco Ruiz avanza. La máquina es un quebranto de bronce abrupto, una montaña que se mueve, el jinete, un muchacho feliz. Un largo dinosaurio hace temblar la tierra. Suenan las danzas húngaras de Brahms, el piano tiene estrellitas de azúcar en cada nota, luceros azules del anochecer, es una marcha llena de equilibrio, alegre, rápida, lenta, de scherzo soberbio, repleta de colibríes dorados, repleta de libélulas violetas. Se brinda con vino dulce en las estribaciones de las lilas, a pesar del lento y asfixiante olor a gasolina, que, como un cuervo, interrumpe los lirios subyugantes. Los sodomitas de club y sauna, los puercos y guarros maricones de peluche, los gays castigadores, se agitan en la calle, desnudos y pegados al asfalto caliente, el sol lanza monedas de oro a la multitud cochina, que se agita paroxísmica ante el avance. Algunos se arrancan los trozos de piel pegados al suelo y se desgarran con gritos de dolor, azules hasta el lapislázuli, para escapar de la bestia. Sobre el primer pie desnudo cae la plancha de metal, aplastando al puerco, que grita como un demonio en celo un aullido lleno de ácido, vinagre y tuétano. Se rompen los cráneos con un sonido de crótalos rabiosos, los aullidos son colosales, es todo un gran chirrido de ácido sulfúrico, espléndido. Los sádicos y obesos cerdos homosexuales recuerdan su sadismo en los cuartos obscuros, sus acciones parapoliciales, y dan gritos, chillidos de dolor, chillidos en los que se ve todo el universo, estrellas de neutrones que colapsan y fagocitan trozos de quasares. La música de Brahms suena sublime con caballitos del diablo, y cristalitos de miel, pero los cochinos gritan y aúllan hastiados de zumo de pomelo. Las tripas revientan, los huesos se parten, las carnes quedan descoyuntadas, aplastadas ante el avance de Francisco, que saborea su venganza con una felicidad maravillosa. Docenas de cuerpos de cerdos son machacadas como babosas o caracoles o gordas y repugnantes cabrillas, y quedan como heces o gargajos. El gay castigador cae reventado como un barrillo de pús con sangre, no se pierde nada reventando una bola de sebo y pelo. Suena la música de Brahms, sublime.

Marzo 17, 2007


lunes, 2 de febrero de 2015

El Arpa y la Araña.

El arpa estaba muerta en un rincón, en su cuerpo de madera se contenían bengalas verdes, crisoberilos, rodocrositas, mariposas, notas agridulces como brillos deslumbrantes, cegadores, soles eclipsados, pero silentes, atrapados en una carcasa inanimada. En un silencio de ónice, espeso como la brea, duro como los feldespatos, los colibríes enjaulados no existían. El arpa estaba muda y el ébano de su madera era mineral, negro, ocre. El silencio cortaba como una navaja, pero ni era navaja, ni cortaba, ni hería, ni se repercutía en iridiscencia. El silencio era muerte o zona neutral, ni blanco, ni negro, pero sobre todo carente de azul, carente de violeta. En el silencio no había una libélula. El arpa estaba muerta en un rincón, con un aroma a cirios apagados hace tiempo. Sobre el arpa tejió la araña su seda. Con ocho patas el arácnido compuso una armonía sobre las cuerdas silentes del instrumento, espectral y geométrica, matemáticamente perfecta, se sostenía sobre el cuerpo de un céfiro sólido. La araña era macabra y diminuta, diminuta y feroz. En el silencio esperaba un diapasón de díptero o un diapasón de mariposa o un cascabeleo de débiles libélulas. Esperaba siniestra e insomne, arquetipo soberbio de la paciencia, mecánica como un resorte en tensión, sobre el otro resorte, el arpa, que muda guardaba un tesoro de rubíes como chispas. Oculto fuego no encendido en el que una bruja edificó su palacio de cristal que a veces la escarcha llenaba de perlas. Sobre el palacio magnífico del artrópodo eléctrico cayó un lepidóptero de la humedad, frágil como un cristal de azúcar, levísimo como un mínimo quebranto de plumas, polvillo grís que podía deshacerse de un suspiro. La araña se precipitó sobre la minúscula mariposa y devoró lo insignificante. Más tarde la luna atravesó como un chorro de plata por la ventana y le dió un brillo argento a la tela de la monstruosa. Una mosca repugnante, llena de ojos, sucia, puerca, hinchada de huevos como un contenedor de maldad, se lanzó al amanecer sobre la trampa. La araña descubrió el exquisito manjar de la cochina nerviosa y, sin contemplaciones, en un fastuoso acorde que describiría tan solo un Chopín heroinómano, merendó carne crecida en el estiércol. Allí estaba el arpa, esplendorosa promesa de un concierto con flautas, juramento de libélulas al arcoiris, enredada en la tela del arácnido que en el silencio establecía acordes de dificultosa geometría compleja. Números imaginarios y notas anaranjadas hacían equilibrios sobre un pentagrama jamás escrito. Dicen que en el fondo del mar un pulpo de ocho brazos azul y negro protege un tesoro en el que se guarda el Santo Grial. Un niño atravesó la habitación, se fijó en la promesa de una armonía, y pellizcó un cabello a la sirena de ébano destrozando el cristal de la tela de araña. Y un chirrido lleno de puñalitos de mermelada de limón rompió el silencio de una habitación en sombras.

Marzo 15, 2007


Irreverencia en Extremadura.

Aquel artista era un provocador nato. A la manera de cierto autor del barroco que dibujaba rostros con frutas, pescados o trozos de otros materiales, él, procaz y rallando, nó, sobrepasando lo sagrado, y haciendo escarnio de la religión de sus padres, había dibujado y construido un Jesús crucificado enteramente hecho de cuerpos de homosexuales copulando. Los labios, las guedejas, los ojos, las llagas de un Cristo moreno, toda su piel, eran un rompecabezas de obscenidad sin límites, un tatuaje y un pastiche de cuerpos sodomitas que se bebían, que se penetraban, que se mordían y estremecían copulantes y ansiosos. Diez mil efebos de Sodoma construían un Jesucristo, y la misma cruz estaba formada a la manera de Arcimboldo por cuerpos y cuerpos en actitud lasciva e indecorosa, con sus falos tiesos rodeados por labios suplicantes, proyectando en conjunto y con absoluto pavor toda la escena de la crucifixión más despiadada y sacra. ¿Cuáles eran las actitudes del artista y por qué hacía aquello?, se había llegado a un estado de la cultura en que todo, absolutamente todo estaba ya inventado, pintado, dibujado y serigrafiado, si un artista quería obtener fama, por lo que fuera, por sexo, avaricia, sentido de la moral o justicia, por lo que fuera, tenía que rizar el rizo de la provocación, llegar más allá de todo lo absolutamente permitido, blasfemar si era necesario y hacer escarnio de todo lo establecido. Y lo había conseguido. Había salido su fotografía y su obra en el diario de mayor tirada de aquella pequeña población capital de una santísima, marianocísima y tradicionalisíma provincia, en la que mandaba el obispo casi tanto como el alcalde. No es de extrañar pues que a los pocos días una banda de neonazis, más por matar el tiempo que por hacer su justicia, más por distraerse después de una noche de fútbol con derrota y alcohol sin mujeres que por poner en su sitio a un ejemplar de la autodenominada izquierda, y más por aburrimiento que por ninguna otra cosa, se abalanzase sobre el infortunado artífice muy cerca de las estribaciones de la misma catedral. Armados con bates de béisbol y cadenas, pantalones vaqueros ajustados y botas de cuero, persiguieron al émulo de Miguel Angelo, por las estrechas y empinadas calles del centro entre gritos de te vamos a partir todos los huesos del cuerpo maricón de mierda rojo cabrón. Por eso cuando el artista sediento y sudoroso llegó a la puerta de la Catedral entró sin pensárselo, a lo lejos se oían los estertores de la manifestación de los lobos de ultraderecha y sus risotadas enormes, fantasmagóricas, sublimes. Precisamente el Cristo de la Sed, traspasado de espinas, chorreante de sangre de rubíes, con los labios en un rictus de agonía, moreno tanto que parecía quemado, clavado en una cruz de carey que costó diez mil tortugas, y con unos clavos, tan negros y tan duros como la brea, en las manos y los pies, observó al artista en apuros esconderse en un confesionario mientras los tradicionalistas católicos entraban en el sagrado, brutales, codiciosos y profanadores.

Marzo 14, 2007


Xcrit.

Un Relatillo muy mediocre de Ciencia Ficción para que matéis el tiempo.

Bajo la Luz de ese sol en Xcrit todo es azul. La radiación se abre paso, una radiación ultravioleta tan intensa que el día es azul, un azul violento y rabioso, que da cuchilladas frenéticas y daña la piel, la quema en pocos segundos, como si de agua hirviendo se tratase. Bajo esa pantalla de frenesí luminoso las cosas tienen la tonalidad y el matiz fantasmagórico de lo sumergido en una discoteca. No hay vegetales ni animales allí. Tan solo un desierto de arena azul cubierto de algas y musgos, proyecciones detríticas de arroyos secos, y, en la estación lluviosa, torrenteras bestiales. El traje protector brilla blanquísimo como un ascua fluorescente, un rabioso pulso de piano o un toque de diapasón cristalino y brutal sería capaz de acompañar el ascua fragorosamente blanca en que se convierte cada silueta. Somos espectros bellísimos, atletas hermosísimos y ángeles en medio de un bronco almíbar de ultravioleta. Figuras de simio humano, de gorila humano de hombros anchos y brevilínea sublime, apuestas, seductoras como arcángeles. Buscamos los diamantes, fosforecen iracundos en los valles secos, junto a los musgos negros, en las hondonadas azules, despiden llamaradas despiadadas bellísimas, fúlgidas, cegadoras. Ya todo de por si es cegador allí. Brilla, rebrilla, y vuelve a brillar, hasta lo negro, hasta volver negra la visión. Toda esa belleza para nosotros nos importa nada, sólo buscamos la ganancia, somos ambiciosos, y por mor de ambiciosos somos insensibles. Por eso hemos cometido asesinato. Matamos a nuestro capitán, quería sabotearnos el beneficio, había pactado un quince y nos propuso un siete, tenía las llaves de la caja, lo desnudamos en medio del desierto, se quemó vivo en media hora, nos divertimos luego arrastrando su cadáver por el valle, dejó restos de tripas, sangre, piel, y heces. Más adelante descubrimos un filón, en el despeñadero. Había que descender en picado, bajo las poleas, allí estaba la veta madre del diamante, brillaba como un chirrido y un relámpago, precisamente hubo lluvia aquella noche, y se vieron raíces retorcidas en el cielo, carmesí como el vino de un cáliz, granate hasta lo criminal. Hemos hecho una buena minería, nuestros depósitos están repletos de material, la noche esta nos hemos entregado a una bacanal de alcohol en la base, hemos bebido y hemos tomado Lectra, auténtica Lectra destilada de cactus espinosos, vimos el cielo verde, era tan verde como las pupilas de las huríes, yo hice el amor con una estatua, en mi habitación estaba sensual y oferente, la poseí con vigor, luego la estrangulé, tire su cuerpo al desierto, como un trapo sucio. No me arrepiento de nada, la hubiese estrangulado siete veces más. En mi corazón hay un tigre, en mi cerebro una montaña de estiércol, una mona huesuda que agarra una quijada de asno, una mosca, un tábano de las selvas, avieso y lascivo, feroz, desaprensivo, podrido, y mi cabeza es una tumba llena de esqueletos, su tuétano es la sangre que me corre por las venas, me alimento de esa porquería como los ángeles y los dioses de la ambrosia celeste. No me arrepiento de nada. Sé que tengo preparado el patíbulo en Ondice quinto, y me río. Sé que han proscrito mi nombre y que ofrecen por mi cabeza cien mil sestremas, y yo me recochineo en el aviso. Sé que los sacerdotes me ponen de ejemplo. Y yo comulgo con Satán en Xcrit, mi fortuna es capaz de comprar la salvación.

Marzo 13, 2007


domingo, 1 de febrero de 2015

El Criador de Libélulas. Séptima versión.

Escuchadme atentos, en silencio, porque lo tengo que decir en voz baja, de manera que nadie más que nosotros lo sepa, y no se entere ese monstruo: el criador de libélulas está loco. Las cría para martirizarlas, es un demente cruel y sibarita, un artificiero de la crueldad más refinada, un artista de lo macabro. Lo que hace con ellas. Sí, las cría. Pasa la mayor parte de su tiempo gastándolo en luces violetas, azules, rojas, y esmeraldas, los crisoberilos, las aguamarinas, los lapislázuli, los débiles insectos de cristal surgen de su botica como el arcoiris en los días de lluvia. Compases de clavicordio y de piano, débiles y naranjas notas de zumo de pomelo, de zumo de granadina, un pentagrama de chispas azules, de bengalas fucsias, titilantes como estrellas en la noche, surgen de su laboratorio. Dedica su vida a eso, se vierte todo él entero en la máquina de la creación, pone su cuerpo y su alma, todo su ser, febril, en la génesis del caballito del diablo. El minúsculo cristal azul surge de los botes. Él tiene, él elige, él escoge cuidadosamente las parejas procreantes cuando nacen, les abre el vientre y fecunda los huevos, es todo un acto monstruoso, execrable y antinatural, odioso, terrible. Paranoico se lanza a la cría industrial de la libélula, pero ¿y lo que hace con ellas?. Antesdeayer diseñó el aparato, ayer lo fabricó, hoy lo ha probado. Cada libélula tiene mil ojos, su aparato mil ganchos, él viste de negro de la cabeza a los pies, pero no de un negro de luto, sino de un negro vistoso, porque le gusta vestir de negro, por encima lleva su bata blanca de científico. Los ganchos, uno a uno le han arrancado los ojos a la libélula, ha sido un acto de una crueldad abrumadora, inenarrable, todos los ganchos han entrado en las pupilas, brutales, y han arrancado los ocelos de cuajo, si había alguna armonía la estridencia llena de aristas indescriptibles la habrá resquebrajado en mil partes, espinas y agujas, ganchos, furiosas púas de metal inmisericorde. La Libélula ciega se ha desangrado por los ojos. Ha comprobado las conexiones sinápticas del artrópodo, sentía un orgasmo al hacerlo, estaba maravillado, ¡¡¡¡hasta dónde podía llegar, qué Dios sobre la montaña, resplandeciente, transfigurado, con túnica de oro, con manto escarlata, con un traje verde fosforescente y chirriante, perfecto, soberbio, inhumano¡¡¡¡. Ha comprobado las conexiones neuronales, la química neuronal de su martirizado, sentía fiebre, tenía sudor en la frente, ha puesto los ojos en cultivo, ha diseccionado las alas, hallando la entelequia de los campos mórficos. Después ha estrujado lo que quedaba del bicho, y lo ha quemado en el mechero. Anota los resultados en la hoja, hace formulas matemáticas para cumplimentar una hipótesis. Está feliz, vuelve a los botes, se fija en una armonía, la coge entre los dedos, la revienta, luego pone su mano bajo el chorro de agua.

Marzo 13, 2007


El Criador de Libélulas. Sexta Versión.

Entrando en la habitación, torciendo a la izquierda, tras una puerta de cristal dorado y translucido, espera una colección de miniaturas de máscaras venecianas. Cada miniatura es una tecla de piano, un golpe de pico de cristal sobre campanita de plata. La máscara granate brilla como un chorro de vino tinto, la careta rosa, como un leve atardecer en la playa, la verde y dorada, como un paseo en un puente sobre el Guadalquivir en Córdoba. Un concierto de piano semeja trinos amarillos y gorjeos de violetas, lilas iridiscentes escapan de trompetas cristalinas y cristalinos acordes, llenos de rubíes, pasan de crisoberilos a turquesas. Torciendo a la derecha la pared es lisa y blanca como la cáscara de un huevo de gallina, lijada y esmerilada hasta la náusea, pulcra tal si fuera la taza de porcelana de un inodoro sometida a un fuerte concentrado de lejía. Pureza y minimalismo en toda la habitación, abierta a una pared de cristal que da a la soledad inmensa de una piscina brutalmente azul. Se huele el clorato con una fuerza levemente desagradable. En los acuaterrarios se crían las libélulas, débiles como pequeñas notas agridulces, tan débiles que parecen hechas de gas, un gas violeta y verde, o un mineral levísimo de un yacimiento de rodocrositas. En una mesa dos glóbulos oculares humanos, aun sanguinolentos, descansan espantosos sobre una bandeja de plata, semejan dos perlas repugnantes como dos cerezas de cristal negro y blanco, la sangre y un hilo nervioso surge de ellos sobre la brillante superficie como el chirrido de un gozne sin aceite. Todo el horror y el pavor están presentes, machacando cuerdas de címbalos húngaros de bronce. En un acuario los shubukins besuquean las aguas, vaporosos como gasas de cristal rubio, naranja, y de plata, cada beso es una pompa de jabón amarilla, y un vuelo de mariposas deformes. Los peces danzan en su cárcel prisioneros de una melodía de nieve y azúcar. En el fondo de dicho acuario otros dos glóbulos oculares humanos son mordisqueados y besuqueados por los seres policrómicos, que los sajan y los devoran iracundos y posesos, y todo es un éxtasis nauseabundo de color. El cardenal va vestido con su manto arzobispal, un iracundo rojo, rabioso y frenético, con toda la pasión en el algodón, viste al general de los sacerdotes. Si miramos su rostro, veremos que se ha arrancado los ojos y que de sus cuencas vacías brotan dos horribles y furibundos chorros de granadina casi morada, que cayendo sobre el traje militar lo empapa de húmedo dolor, ácido y púrpura, tan ácido y tan púrpura como el espanto. Diapasones de oro chocan contra diapasones de cristal, y las libélulas revolotean de un lado para otro desde las bellísimas máscaras de porcelana hasta la perfecta pared de cal de huevo de avestruz. Alguna libélula, macabra y añil como una gota de zumo de pomelo, se posa sobre uno de los desprendidos ojos, sobre la carísima bandeja. Una muñeca Rosaura, de medio metro, con los ojos azules como una alba, señala, con la mano extendida hacia la pared, hacia la inexistencia de la piscina maravillosa, y en su dedo índice de plástico templado se posa otra libélula, y la hórrida escena se acompaña con pellizcos sobre cuerdas de nerviosos clavicordios, el autor es un demente en estado de trance. El cardenal lleva en sus manos un bote lleno de ojos humanos arrancados, chorrea sangre de sus heridas cuencas y mancha su traje rojo de un rojo morado violentísimo.

Febrero 26, 2007


Marte.

En los primeros días de la colonización en Marte se enviaron cohetes con un mecanismo de fisión nuclear que creaba agua a partir de arena, un mecanismo termonuclear al servicio de la terraformación marciana. La terragénesis funcionó perfectamente y durante más de un siglo se emitió vapor de agua a la atmósfera carbónica del planeta creada directamente de la fisión termonuclear de la sílice marciana. Los cohetes eran al mismo tiempo inmensas excavadoras que extraían la arenisca de la superficie y a su vez, enormes centrales nucleares de fisión atómica. Llevar hombres a Marte era una tarea en aquel momento imposible. El vapor de agua emitido condensaba en la altura y la primera lluvia sobre Marte fue todo un acontecimiento de esperanza para la humanidad. Poco a poco fuimos capaces de crear ríos y lagos que lentamente erosionaron la superficie del planeta, aunque no fuimos capaces de crear mares salados, pues en Marte no había Cloruro Sódico. Luego empleamos todo tipo de algas para repoblar aquello, preparándolo para la colonización humana. Y más tarde soltamos los primeros peces. La cantidad de agua pesada que había en el ambiente era excesiva para un ser humano normal, sabíamos que el humano enviado a Marte sólo viviría una media de cincuenta años, pero la falta de recursos en la tierra había hecho descender la esperanza de vida global media humana a los cuarenta y cinco, y sólo una casta de científicos y políticos llegaba a la media de ciento doce años, y no es que la medicina fuera mala, que no lo era en absoluto, prácticamente no había enfermedades, es sencillamente que no había comida para todo el mundo y decidimos que los mayores de cincuenta años debían ser asesinados eugenésicamente, salvo si eran seres de dotes y dones excepcionales. Los primeros pobladores humanos de Marte fueron cincuenta hombres y veinticinco mujeres. Luego enviamos un centenar más, y seguimos enviando hombres actualmente. Por eso la población mundial en la Tierra ahora mismo es de veinte mil millones de seres, y la población humana en Marte es apenas de unas diez mil almas. Es una población excepcionalmente Joven que se enfrenta a toda clase de peligros, los peces que enviamos se han reproducido y mutado de una manera realmente estrambótica, sus formas y colores son espectacularmente extraños y están empezando a colonizar no sólo el suelo marciano sino incluso el aire, no se sabe si el proceso se debe al agua pesada residual o a la inexistencia de una capa de ozono en condiciones pero la evolución avanza a pasos rapidísimos, a una velocidad desaprensiva, además, al ser los mares marcianos de agua dulce su nivel endógeno de bacterias, hongos, y protozoos es muy elevado. Estrafalarios pecesinsectos, que descienden de peces terráqueos, e insectos que a su vez descienden propiamente de insectos mismamente terrenos, pueblan los aires y las aguas de Marte, hongos gigantes que han evolucionado de oomycétidos comunes colonizan las playas sin mareas de los lagos y ríos marcianos. Todo tipo de algas habitan en las frondosas, extravagantes, y peligrosísimas riberas, algas carnívoras y plantas espinosas que en la tierra eran fósiles vivientes y que sin embargo aquí son lo más evolucionado y chabacano que existe. Sin embargo no hemos llevado mamíferos a estas tierras salvo conejos, algún que otro pájaro y ratas. Sólo las ratas, los conejos, y los gorriones se han adaptado, pero los gorriones no pueden competir ya casi con los insectospeces voladores y están prácticamente al borde de la extinción.  Las ratas son gigantescas igual que los conejos y se depredan entre varias razas, descendientes de sus primitivos padres, entre sí, con una ferocidad sin piedad rayana en lo macabro, con una apoteosis de bestialidad sin cuento. Shiiko Ontri, corazón salado, apagó su ordenador y dejó de escribir el Tema que le habían pedido en clase.

Febrero 23, 2007