Hecho para matar el Tiempo.
El restaurante italiano bullía
como la Semana Santa en Sevilla. Noventa comensales desaprensivos depredaban
iracundos los escalopines al Marsala y las Lasagnas a la boloñesa con la
ambición brutal de los caníbales dementes. Las Lasagnas hirvientes crepitaban
furiosas de calor y más de una lengua se achicharraba en los voraces con la
gula insaciable y soberbia del apresuramiento. Quemaban como soles los
deliciosos macarrones a la napolitana y el chocolatiforme Tiramisú ponía una
nota de dulcísimo piano a la orgía de cocina italiana, en su punto, con el
toque furibundo de un Berlusconni exorcizado, bajo la apoteosis de Cesares y
Benedictos. Se movían los camareros igual que danzarinas egipcias porteando las
bandejas, sirviendo el vino, o la gaseosa, frenéticos bajo la mirada de los jefes,
aduladores ad nauseam del cliente. Una decoración de rojo perfecto adornaba
cada pared del local, antesala del dolor de estómago. Allí unas cuantas flores
violetas le obsequiaban con un punto de frágil belleza. Más allá, un cuadro de
Canaleto lo convertía en inmejorable. Federico García Lorca entró. Se pidió el
plato de pasta más barato que había, su economía de poeta y el ludópata de su
hermano no dejaban cabo suelto para mayores aspiraciones. Pronto se vio rodeado
de nuevos comensales que entraban y salían tal hormigas de un laberinto. Al
lado suyo un par de alemanes se sentaron. No había suficientes sillas en el
comedor y dejaron el grueso paquete que llevaban en la silla de la mesa de
Lorca. Lorca siguió comiendo inocente. De pronto la policía hizo acto de
presencia. Perdone pero tiene usted que acompañarnos, no haga escándalos por
favor, está usted detenido. La pasta al burro que el poeta acababa de ingerir
empezó a querer salir de sus tripas por todos los esfínteres del cuerpo. Este
paquete no es mío, acertó a decir el poeta mientras el bulldog le ponía la mano
en el hombro. El vate se acordó de un dicho de niño: ¿en qué se diferencian un
león de un maricón?, en que un león no se deja que le pongan la mano en el
hombro. Toda su niñez y toda su adolescencia pasó ante sus ojos deslumbrante,
mortífera, dañina, esplendorosa, sádica, divertida, amable, pérfida, solitaria,
siempre solitaria. Pero están ustedes en un error volvió a repetir el versista.
Extraños pájaros de unos colores jamás contemplados pasaron por la mente del
poeta cuando se enfrentó a los ojos azulísimos del policía. Llegaron a la
comisaría, pusieron a Federico García Lorca desnudo y le hicieron un tacto
rectal, le tomaron las huellas, sabía el poeta de maravillosos versos pero no
tenía ni idea ni de un simple Habeas Corpus, sólo de pensar en lo que costaría
un abogado hizo a Federico desfallecer por momentos, no había vendido ni un
solo verso en los últimos tres años. Volvió a acordarse del ludópata de su
hermano, y del otro, el obrero, el que casi pierde una mano en el trabajo. Un
policía comentó que sabía de su afición por los niños y sonrío con un toque
maligno. El calabozo esperaba, allí un vagabundo piojoso le reconoció, se le
insinuó, la baba le salía de las comisuras de la boca con un toque húmedo de
espléndido liquen. El Lorca empezó a llorar.
Octubre 2, 2006
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