lunes, 5 de enero de 2015

Federico García Lorca en el Restaurante.

Hecho para matar el Tiempo.

El restaurante italiano bullía como la Semana Santa en Sevilla. Noventa comensales desaprensivos depredaban iracundos los escalopines al Marsala y las Lasagnas a la boloñesa con la ambición brutal de los caníbales dementes. Las Lasagnas hirvientes crepitaban furiosas de calor y más de una lengua se achicharraba en los voraces con la gula insaciable y soberbia del apresuramiento. Quemaban como soles los deliciosos macarrones a la napolitana y el chocolatiforme Tiramisú ponía una nota de dulcísimo piano a la orgía de cocina italiana, en su punto, con el toque furibundo de un Berlusconni exorcizado, bajo la apoteosis de Cesares y Benedictos. Se movían los camareros igual que danzarinas egipcias porteando las bandejas, sirviendo el vino, o la gaseosa, frenéticos bajo la mirada de los jefes, aduladores ad nauseam del cliente. Una decoración de rojo perfecto adornaba cada pared del local, antesala del dolor de estómago. Allí unas cuantas flores violetas le obsequiaban con un punto de frágil belleza. Más allá, un cuadro de Canaleto lo convertía en inmejorable. Federico García Lorca entró. Se pidió el plato de pasta más barato que había, su economía de poeta y el ludópata de su hermano no dejaban cabo suelto para mayores aspiraciones. Pronto se vio rodeado de nuevos comensales que entraban y salían tal hormigas de un laberinto. Al lado suyo un par de alemanes se sentaron. No había suficientes sillas en el comedor y dejaron el grueso paquete que llevaban en la silla de la mesa de Lorca. Lorca siguió comiendo inocente. De pronto la policía hizo acto de presencia. Perdone pero tiene usted que acompañarnos, no haga escándalos por favor, está usted detenido. La pasta al burro que el poeta acababa de ingerir empezó a querer salir de sus tripas por todos los esfínteres del cuerpo. Este paquete no es mío, acertó a decir el poeta mientras el bulldog le ponía la mano en el hombro. El vate se acordó de un dicho de niño: ¿en qué se diferencian un león de un maricón?, en que un león no se deja que le pongan la mano en el hombro. Toda su niñez y toda su adolescencia pasó ante sus ojos deslumbrante, mortífera, dañina, esplendorosa, sádica, divertida, amable, pérfida, solitaria, siempre solitaria. Pero están ustedes en un error volvió a repetir el versista. Extraños pájaros de unos colores jamás contemplados pasaron por la mente del poeta cuando se enfrentó a los ojos azulísimos del policía. Llegaron a la comisaría, pusieron a Federico García Lorca desnudo y le hicieron un tacto rectal, le tomaron las huellas, sabía el poeta de maravillosos versos pero no tenía ni idea ni de un simple Habeas Corpus, sólo de pensar en lo que costaría un abogado hizo a Federico desfallecer por momentos, no había vendido ni un solo verso en los últimos tres años. Volvió a acordarse del ludópata de su hermano, y del otro, el obrero, el que casi pierde una mano en el trabajo. Un policía comentó que sabía de su afición por los niños y sonrío con un toque maligno. El calabozo esperaba, allí un vagabundo piojoso le reconoció, se le insinuó, la baba le salía de las comisuras de la boca con un toque húmedo de espléndido liquen. El Lorca empezó a llorar.

Octubre 2, 2006


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