Subiendo lentamente por una
hélice infernal los Hombres cerdo con sus caras porcinas y horribles danzan
sobre el abismo espantosos y equilibristas. Sus animales caras, de hocicos
alargados y colmillos de jabalí, atestiguan la deformidad y el vicio de sus
almas. Ascienden despaciosos, a pesar de su ferocidad innata, son conscientes de
la macabra espiral, llena de húmedos escalones, por la que tienen que subir. El
hueco de la escalera chupa los cuerpos con voracidad, apetece cualquier masa de
carne, infecta o nó, como la anaconda brutal que es, erizada interiormente de
colmillos y escamas de mármol. Los magníficos cuerpos de los atletas contrastan
estrambóticamente con sus caras de cerdos que demuestran el alma de barro que
contienen. El caracol por el que ascienden premiará al victorioso con los
exquisitos manjares reservados a los habitantes de las letrinas, pero si caen
reventarán contra el insondable fondo tal una pústula que explota. El inmenso
cocodrilo espiral arranca de cuajo al cerdo que no sepa poner bien el pié sobre
el teclado infinito de su piano. La música huele a dentellada de tigre sobre
lomo de jabalí, y en la afilada uña, y en las afiladas uñas de la dermis de ese
intestino, aparece, en equilibrio inestable, los redondos y campanudos senos,
la piel blanquísima y el encanto sublime de la esperpéntica Mujer cerda. Y la puerca,
tal una abstracta esfinge egipcia se mueve lasciva y pavorosa sobre el abismo
pulsando el demoníaco clave, la satánica arpa, con la resolución de lo mórbido.
Suben los Hombres cerdos con sus torsos aceitosos, brillan los colmillos de los
Hiloceros, alfanjes de luna, y sus figuras estilizadas de ángeles
demoníacamente enmascarados hacen a la helicoidal catedral del molusco
fantasmal y luciférica. La guarra se pavonea sobre el desfiladero atenazada por
el terror y ansiosa de lujuria; su piel reluce tal si fuera de nácar, y su
rostro pone un espasmo circunflejo de fealdad sobre la impresionante sima.
Sobre lo abisal la Mujer cerda asciende voluptuosa, temblando, repugnante,
bellísima, furiosa. Un deforme tartamudo intenta tocar la armónica y el
aberrante pitido enlaza un fuera de juego que despeña varios cerdos hacia la
muerte. El precipicio se adorna con flores de sándalo y arpegios de estiércol.
La marrana pone su angelical pié sobre la campanita de cristal de la torcida
llave inglesa. Los cerdos vencen. Y las hienas, felices, se emborrachan con un
vermút rojísimo en la cúspide.
Septiembre 26, 2006
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