domingo, 4 de enero de 2015

Variación con ojos de El Descenso.

Ojos palpitantes se abren en los cuerpos, en los torsos desnudos de los protagonistas. Palpitantes ojos extranumerarios, desperdigados por la epidermis como inmensas picaduras de mosquitos, horribles y espantosas picaduras o excrecencias que multiplican la visión humana. Ojos parpadeantes y mefistofélicos, horrísonos y abyectos, vivos, por todo el cuerpo, el pecho, los brazos, las espaldas. Los protagonistas están marcados por el esperpento cual arquetípicos infectados por un virus. Descienden la hélice corrupta, la máquina de innumerables dientes. Bajan despacio, con parsimonia, el vértigo es una leve ondulación, un desplomarse en el vacío y un caer chocando que hace vibrar diapasones malignos, mórbidos, chirriantes. Como el abrir una puerta de acero sin aceite, la música de los cuerpos pone histéricos y deformes pavos reales en la superficie de musgo y liquen de la descomunal escalera. La escala es el caparazón de un Nautilus colosal, el tornillo de Arquímedes sin fin diseñado por un orco, el proceso demente de un juez del medievo lleno de soberbia e ira que se abre al espacio cual la dentadura sin fin de un millón de bocas repugnantes. Cada atleta marcado pulsa la muela de la espiral mandíbula, agarrando cada resquicio de la pared y llevándose en los dedos jirones de vegetación enmarañada mientras los parpadeantes y repulsivos ojos lloran irritados por el sudor glacial que produce el terror. Allí pone el pié el atleta nauseabundo, allí la dificultad y el vértigo encrespan el pelaje de infinitos felinos y el arpa, el piano y el órgano se ponen de acuerdo para lanzar al hueco una nota de pavor. El hueco aspira y chupa, succiona sin pausa, quiere devorar a los marcados que sienten el pavor y el mareo en cada ojo vivo, en cada parcela o átomo de la dermis sensitiva, hipersensitiva, hiperestésica, sufriente. Y la hélice se dispone a triturar y tragar, tragar y triturar, hambrienta, feroz, tigresca, omnipotente, libidinosa y enferma. Los enfermos, los extraños seres poseídos, descienden atenazados por la pared y a cada minuto que pasa, a cada peldaño de granito afilado que pisan, sus cuerpos, como pesadas moles o sacos de harina gigantescos, se superan en volumen y dificultad. Cansa cada peldaño como si se acariciara el pitón de un toro macabro. Cansa cada escalón como si acariciara con la lengua el filo de una navaja el psicópata demente que se hiere a si mismo. Tiemblan las piernas sobre la cuerda tendida en el abismo. Vibran las cuerdas de las arpas diabólicas. Los ojos parpadean y lloran, y el espanto se cubre de aceite y brea hacia abajo, hacia el abismo que traga, centrípeto a la bordeante dentadura del molusco giratorio. Esta hélice despedazaría los cuerpos sin su misión no fuera proporcional el asidero en el infernal esófago de la horripilante cobra venenosa. Los pintarrajeados y estigmatizados cuerpos descienden por la boca, por el esófago, hacia el fondo de lo tenebroso. El híbrido de pavo real y humano se descuelga por la escalera de caracol que succiona y succiona. Una corriente de aire exhala el hedor de la humedad y la locura tiene las características de lo inimaginable.

Septiembre 26, 2006


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