Ojos palpitantes se abren en los
cuerpos, en los torsos desnudos de los protagonistas. Palpitantes ojos
extranumerarios, desperdigados por la epidermis como inmensas picaduras de
mosquitos, horribles y espantosas picaduras o excrecencias que multiplican la
visión humana. Ojos parpadeantes y mefistofélicos, horrísonos y abyectos,
vivos, por todo el cuerpo, el pecho, los brazos, las espaldas. Los
protagonistas están marcados por el esperpento cual arquetípicos infectados por
un virus. Descienden la hélice corrupta, la máquina de innumerables dientes.
Bajan despacio, con parsimonia, el vértigo es una leve ondulación, un
desplomarse en el vacío y un caer chocando que hace vibrar diapasones malignos,
mórbidos, chirriantes. Como el abrir una puerta de acero sin aceite, la música
de los cuerpos pone histéricos y deformes pavos reales en la superficie de
musgo y liquen de la descomunal escalera. La escala es el caparazón de un
Nautilus colosal, el tornillo de Arquímedes sin fin diseñado por un orco, el
proceso demente de un juez del medievo lleno de soberbia e ira que se abre al
espacio cual la dentadura sin fin de un millón de bocas repugnantes. Cada
atleta marcado pulsa la muela de la espiral mandíbula, agarrando cada resquicio
de la pared y llevándose en los dedos jirones de vegetación enmarañada mientras
los parpadeantes y repulsivos ojos lloran irritados por el sudor glacial que
produce el terror. Allí pone el pié el atleta nauseabundo, allí la dificultad y
el vértigo encrespan el pelaje de infinitos felinos y el arpa, el piano y el
órgano se ponen de acuerdo para lanzar al hueco una nota de pavor. El hueco
aspira y chupa, succiona sin pausa, quiere devorar a los marcados que sienten
el pavor y el mareo en cada ojo vivo, en cada parcela o átomo de la dermis
sensitiva, hipersensitiva, hiperestésica, sufriente. Y la hélice se dispone a
triturar y tragar, tragar y triturar, hambrienta, feroz, tigresca, omnipotente,
libidinosa y enferma. Los enfermos, los extraños seres poseídos, descienden
atenazados por la pared y a cada minuto que pasa, a cada peldaño de granito
afilado que pisan, sus cuerpos, como pesadas moles o sacos de harina
gigantescos, se superan en volumen y dificultad. Cansa cada peldaño como si se
acariciara el pitón de un toro macabro. Cansa cada escalón como si acariciara
con la lengua el filo de una navaja el psicópata demente que se hiere a si
mismo. Tiemblan las piernas sobre la cuerda tendida en el abismo. Vibran las
cuerdas de las arpas diabólicas. Los ojos parpadean y lloran, y el espanto se
cubre de aceite y brea hacia abajo, hacia el abismo que traga, centrípeto a la
bordeante dentadura del molusco giratorio. Esta hélice despedazaría los cuerpos
sin su misión no fuera proporcional el asidero en el infernal esófago de la
horripilante cobra venenosa. Los pintarrajeados y estigmatizados cuerpos
descienden por la boca, por el esófago, hacia el fondo de lo tenebroso. El
híbrido de pavo real y humano se descuelga por la escalera de caracol que
succiona y succiona. Una corriente de aire exhala el hedor de la humedad y la
locura tiene las características de lo inimaginable.
Septiembre 26, 2006
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