El espanto de la Mantis orquídea
acababa de aparecer sobre el rosal. Brutalmente bello y horroroso el insecto se
exhibió impúdicamente salvaje sobre la rama verde de la planta, espectral y
demoníaco tal una exhalación de lo satánico. De un gusto exquisito la
naturaleza obsequiaba mi visión con la presencia de una Mantis que mimetizaba a
la perfección la rama seca de un rosal. Al lado de aquel bellísimo engendro, la
rosa, escandalosamente rosa, exhalaba un olor maravilloso, azucarado,
dulcísimo, y la humedad de la azotea sobre los musgos del pretil se asomaba al
abismo con la indecencia de los suicidas. Sentí temor ante aquella belleza
insectoide, tigre o pantera o cactus en el cactus, que al lado de la rosa, en
actitud hierática, sacra, rezaba, cazando, traicionera y letal, inmóvil y
atenta, en estado de alarma, de excepción, y de sitio, impasible y depredadora,
de un salvajismo sin límites. La naturaleza camaleónica de aquel ente, lleno de
estridencias como la rama de un rosal y de una simetría perfectísima, ponía una
nota de ocre nacarado al vegetal, y el misterio de su ferocidad se coagulaba
con la impasibilidad de su sacratísima oración. El monstruo, no se movía, pero
dentro de su carcasa un pequeño león, rabioso e iracundo, lleno de zarpas
afiladísimas, tal un resorte mecánico, se incluía, con una violencia detenida
de una soberbia ilimitada, la belleza de lo horrendo basculaba una oración de
veneno en tarros de cristal de bohemia, un perfume de una voluptuosidad
indecorosa que al ser olido embriagara los sentidos y asesinara. Rezaba aquella
violenta virgen una antigua oración de daño y pavor, bellísima y atroz,
horrenda, bellísima, y atroz. Yo, al verla allí, perfecta sobre la rosa
perfecta, sentí al mismo tiempo, asco, miedo, y admiración. Lo exuberante de
aquel hecho ponía una nota de estridencia armónica, una erizada melodía de
nausea y placer. Era aquello enormemente hermoso, el instante de la rosa y la
Mantis rosa, repugnante y magnífico, era una visión sobrecogedora, el momento
exacto en que la soberbia, impasible y feroz, se perfumaba en un escándalo de
aroma, mientras parecía en un éxtasis de comunicación con la deidad. La maraña
del insecto, ponzoña estupenda, de un erotismo rabioso, sobre el rosal, cargado
de espinas, fresco, solemne, adjudicaba un escarnio de religión y escándalo. El
terror del artrópodo, su horrenda mutación bellísima, equilibraba una rama de
rosa feroz y perfumada. Repito que la naturaleza me obsequiaba con una delicia
de brutalidad y simetría, de quietud, condensación, y salvajismo. La escena era de una simetría demencial,
pareciera surgida de un caleidoscopio monstruoso lleno de arabescos e
imprecaciones. La oración era una blasfemia pavorosa. Perfecta.
Diciembre 22, 2006
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