domingo, 29 de noviembre de 2015

El Fuego.

Las mariposas de cristal revoloteaban sobre las flores de cristal. Aquello era transparencia sobre transparencia, cristalito sobre cristalito. Las aladas y cristalinas mariposas describían en el cielo azul, una atmósfera de débiles gasas de vapor, un concierto de piano o clave. La tierra del pájaro de fuego era así, transparente y blanca, como de cristal. A veces el ámbar transparente de alguna flor, alguna extraña orquídea de cristal ambarino, brillaba por un punto de luz o era acariciada por una liliputiense mariposa también ambarina. Yo quería cazar el pájaro de fuego. Llevaba una jaulita, y una flauta. Con la flauta quería describir una obscura elipse en el misterio, hasta sorprender al pájaro de fuego con su estridencia. Empecé a tocar el flautín. Las notas de ácido limoncillo empezaron a salir de mi flauta, eran pequeñas libélulas, pequeños caballitos del diablo, que flotaban en la atmósfera y se elevaban como un enjambre de preciosos mosquitos. El tiempo pasaba, yo seguía tocando, clave y flauta, agrio limón y dulce granadina, y el pájaro de fuego no acudía, decidí entonces ir a su nido y robar una pluma. El nido estaba en lo alto de aquel árbol inexistente. Tenía que escalar aquella inexistencia. Era una inexistencia dura de dominar, la altura me mareaba, había dejado la flauta en el suelo y llevaba la jaulita amarrada a la cintura. La jaulita quedó atrapada en una rama de la inexistencia, sentí que no podría avanzar, y entonces apareció el pájaro de fuego. De plumas carmesíes, verdes, y doradas, se abalanzó hacia mi y me agarró, fue un zarpazo profundo, como el navajazo de un ladrón en la noche, empecé a sangrar mientras me elevaba hacia su nido, mi sangre caía a borbotones hacia la tierra como si yo fuera el surtidor de una extraña fuente. Cuando llegué al nido ya había arrancado una pluma al pájaro, a pesar de la herida, y sólo pensaba en escapar. Mi jaulita colgaba de mi y yo estaba sobre la inexistencia del nido sobre la inexistencia del árbol de la inexistencia. Hice un esfuerzo sobrehumano, y conseguí meter el pájaro de fuego en la jaulita. Yo tenía la camisa manchada de sangre y la herida me quemaba y escocía. El pájaro chillaba envuelto en fuego en la jaulita, sonaban acordeones rumanos y címbalos húngaros. Con la camisa hice un extraño vendaje a mi herida y bajé del árbol con el torso desnudo y empapado en sangre. Recogí la flauta a los pies del árbol, y a pesar del dolor regresé tocándola a mi casa entre flores de cristal, libélulas azulinas, y mariposas rosas. El pájaro de fuego calentó mi hogar durante varias generaciones.

Agosto 22 de 2007

jueves, 26 de noviembre de 2015

La Insurrección.

La orquídea sapo. Okirot spintyca. Hace unos cien años la gente mataba por ella. La insurreccíon de Jonofrito el maltinche, contra los burgueses, fue aquí, en estas islas. Por culpa de esa planta. Con ella se preparaba la Tintura fucsia de las telas. Miles y miles de orquídeas eran cortadas, desecadas en las piras al sol, y extraídas con grandes cantidades de alcohol, para conseguir el fucsia. Era el día de la cosecha y Jonofrito llegó al puesto de los mercaderes, su burrito de andares plateados prometía una enorme cantidad en sus alforjas. Y le dieron sólo diez pesos. Jonofrito blasfemó. Una enorme y fecunda blasfemia salió de sus labios de mulato. La blasfemia llegó al oído del alguacil y se lo llevaron preso a Tucumen. Y toda la cárcel de Tucumen salió ardiendo. Jonofrito se hizo con los cañones de la guarnición. Veinte mil mulatos exaltados por el bajo precio de la orquídea le siguieron. La chispa saltó de isla en isla. Queremos comer era el grito. Pronto los burgueses tiñeron las telas con sangre, su sangre, en vez de fucsia de granate o carmesí. El gobernador, el gobernador era un lelo que vestía según las normas de Paris, lo crucificaron, y luego quemaron la cruz. Jonofrito, Jonofrito, todo lo que tenía de dulce el nombre lo tenía también de violento y astuto. Los ingleses lo pusieron en jaque por tres años. Los venció a todos. Bombardearon Tucumen, bombardearon Insenan, arrasaron la Isla de Chi, la sembraron de sal. Y Jonofrito se echó a la selva. Decapitaba las cabezas y dicen que bebía el agua en los cráneos humanos. Veinte mil ingleses fueron pasados a cuchillos, trescientos mil maltinches perecieron. A Jonofrito lo vendió su propio hijo. Lo ahorcaron después de achicharrarlo con planchas calientes. El hijo, Tereso, se llamaba, se hizo con una finca, era más blanco que la harina, por eso pudo vender a su padre, porque su piel era blanca como la de la luna, y los ingleses lo respetaron. Jonofrito tuvo cincuenta hijos, solo le sobrevivió su fratricida, el blanco. Los cadáveres se pudrieron a miles en las calles, el pestazo hizo insufrible Tucumen, hubo que quemarlos. Quemaron a miles de personas, las cenizas cubrieron el cielo como si los volcanes hubiesen estallado. La producción de orquídea no se recuperó hasta veinte años después. Ahora ya no vale nada, ya no se utiliza para hacer la tintura. La tinta sintética la ha reemplazado totalmente. Las islas son preciosas, millones de orquídeas crecen en sus laderas volviéndolas de color fucsia, el atardecer es un prodigio de belleza tornasolada.

Agosto 13 de 2007