Las cabezas son asquerosas,
repugnantes, incitan al vómito, provocan náusea, están sacadas de la mente de
un psicópata. Las cabezas son ojos, una enorme pupila llena de venillas,
ictérica, sobre un cuello y un cuerpo humano, paradigma infernal de lo deforme,
del asco. Suben por la escala que da vueltas vestidos de frac en un aquelarre
hipnótico y surrealista, odioso como una espiral monstruosa, proporcional a lo
patológico, a lo mórbido, a lo supurante. Suben pulsando cada tecla del
giratorio piano como si sobre cada ficha del dominó musical blanca y negra
tocara un soberbio y espantoso demonio la partitura de los enfermos mentales.
Las corcheas y las fugas, las redondas y las semifugas que surgen cuando cada
cíclope horrendo marca el curvo diapasón son como cangrejos infernales que
saltan de línea en línea cual arácnidos en estado de éxtasis. No pierden la
etiqueta los bichos ante el brutal hueco que succiona sin límites, y la boca
del cocodrilo, cuyos dientes blancos y negros semejan a un piano, permite el
ascenso de las estomagantes cabezas igual que si conquistaran el cielo los
marranos. Suben también por el helicoide los hombres cabeza de tentáculos,
ciegos y al mismo tiempo sensitivos, en un clímax de náusea y cólico sin
mácula, estercolizante, inmarcesiblemente guarro, con el toque maligno de la
bestialidad. Lo onírico es una pesadilla en la que chirrían goznes oxidados de
satánicas puertas que se abren para mostrarnos lo macabro, sin conmiseración.
Cientos de moscas revolotean. Los hombres cabeza de tentáculos tienen por dicha
cabeza una maraña de largos vermes que se agitan como serpientes enloquecidas.
Ascienden el logaritmo, la espiral áurea, que hacia el cielo se eleva, con una
desvergüenza propia de criminales. Es la conquista de las esferas superiores lo
que anima a estos bichos, a estos despojos deformes, a ascender por la hélice
infinita. Por fin llegan a la cúspide y brotan de las profundidades
victoriosos, el horror de más allá de la ultratumba defeca instantáneamente
todo su pavor y el negro excremento explota en la letrina. Un denso olor a
jazmines muertos exhala una lepra sin límites. Los hombres glóbulo ocular y los
hombres cabeza de tentáculos llegan al trono de los diamantes y las arpas
quiebran sus cuerdas y los serruchos afilados cortan miembros humanos en las
salas del terror. Los tentaculosos buscan en la maravilla llena de luz, con el
espíritu de las deformes panteras, hambrientos de jóvenes ángeles, sedientos de
nacaradas ninfas, y los cíclopes quieren hacer millones de fotografías al
paraíso antes de prenderle fuego. Sobre los tronos las abominaciones se
sientan, sus manos son garras y entonces, sacándolas de las ánforas donde las
conservaban, muestran las cabezas humanas que vendieron a Satán. Un inmenso
estruendo, o pedo, colma el dibujo y todo el aceite del vaso rebosa y se
derrama. Los tentáculos de un monstruo acarician una pupila, hay un molusco de
náusea, fermento, y horror, sin fronteras, sin contorno, indescriptible. Gotas
de parafina líquida.
Octubre 30, 2006
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