viernes, 30 de enero de 2015

Mosca, caracol, verga, y espejo.

El muchacho cogió el espejito. Desnudo como estaba sobre el sillón de cuero, el verano, afuera, mordía con sádicos alacranes, parecía un atleta cansado en un escorzo de Praxiteles. La habitación era un cutre pastiche, una pared blanca y desconchada con tatuaje de cemento de relleno y dos o tres cuadros, aquí la imagen de una dolorosa, allí la fotografía de dos familiares. Estaba en la apoteosis de su adolescencia y su piel exhalaba sudor, un ramo de claveles marchitos, con algún que otro gusano, sobre un jarrón con agua sucia, se asomaba a las pupilas verdes de una virgen. Como almas en pena, las flores, ya secas o medio secas, regalaban a la sagrada madre el cadáver podrido del antiguo aroma que poseyeran. Las grietas y desconchados en la sucia pared se deslumbraban por la bombilla del techo, cazadora iracunda de polillas. El muchacho se masturbaba con lentitud, buscaba un buen orgasmo, a su lado una revista porno mostraba un paraíso imposible de alcanzar, una belleza lejana y la degradación del cuerpo, el producto degenerado de la democracia burguesa. Varias moscas revoloteaban sobre la mesa, llena de migas de pan, gotas de caldo, y aceite, y el mantel, arpegiado de lunares ocres, era de una suciedad espectacular, manchado de azafrán de arroz, con el grano de arroz, manchado de pimentón de potaje, con los dos garbanzos, manchado de un resto de lentejas. Un plato aceitoso con dos pimientos fritos hacían la delicia de dos moscas copulantes. Las moscas, enloquecidas, estaban a lo suyo, la búsqueda de un supremo fornicio. Semejaba todo un inmenso plastón de estiércol con sus artrópodos. El muchacho se masturbaba desatento mientras leía el relato porno de la revista, diez y seis años buscaban las estrellas y el éxtasis, la bestia juvenil no tenía sino su propia forma comparativa, y el narciso sublime se pulsaba a sí mismo brutal y virgen como un arpa viva. Leyó el relato de la mosca sobre el pene, y corrompido por la lectura se metamorfoseó en araña, una araña desnuda de gruesos genitales, que, como un felino aburrido, rompió el frenesí lujurioso de una mosca estúpida, apresándola con la mano. Al insecto le arrancó las alas y comprobó sobre su vergajo hinchado la ridiculez de su corrupta lectura. La mosca sobre la verga se reflejaba sobre el espejito de mano, que engrosaba desproporcionadamente el instrumento musical de aquel muchacho. Artrópodo duplicado sobre glándula duplicada, puerca cosquilla leve sobre fuerza vital descollante, doble díptero sobre doble molusco humano, monstruosidad animal mecánica sobre cacho de carne palpitante. El chaval se sonreía. Cansado de la estúpida mosca, la dejó en el suelo y la reventó de un pisotón, ensuciando un calcetín blanco, siguió masturbándose, mientras miraba su glande con el espejito y las fotografías de la degenerada galería. Recordó que su madre había comprado cabrillas aquella mañana. Dejó la lectura y fue a la cocina. Efectivamente, en una olla de metal estaban los inmensos caracoles, mucilaginosos, carnosos, gordos, exuberantes. Cogió una de las cabrillas, el molusco era repugnante y natural. Volvió al maltrecho salón y prosiguió su fantasía. Caracol, verga, y espejo. Molusco sobre molusco, toque de mucílago y reflejo. Estribaciones sensuales de lo nunca realizado. Después de una sesión de juego con baba devolvió el bichejo a la olla, y aburrido, se vistió.

Febrero 9, 2007


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