El muchacho cogió el espejito.
Desnudo como estaba sobre el sillón de cuero, el verano, afuera, mordía con
sádicos alacranes, parecía un atleta cansado en un escorzo de Praxiteles. La
habitación era un cutre pastiche, una pared blanca y desconchada con tatuaje de
cemento de relleno y dos o tres cuadros, aquí la imagen de una dolorosa, allí
la fotografía de dos familiares. Estaba en la apoteosis de su adolescencia y su
piel exhalaba sudor, un ramo de claveles marchitos, con algún que otro gusano,
sobre un jarrón con agua sucia, se asomaba a las pupilas verdes de una virgen.
Como almas en pena, las flores, ya secas o medio secas, regalaban a la sagrada
madre el cadáver podrido del antiguo aroma que poseyeran. Las grietas y
desconchados en la sucia pared se deslumbraban por la bombilla del techo,
cazadora iracunda de polillas. El muchacho se masturbaba con lentitud, buscaba
un buen orgasmo, a su lado una revista porno mostraba un paraíso imposible de
alcanzar, una belleza lejana y la degradación del cuerpo, el producto
degenerado de la democracia burguesa. Varias moscas revoloteaban sobre la mesa,
llena de migas de pan, gotas de caldo, y aceite, y el mantel, arpegiado de
lunares ocres, era de una suciedad espectacular, manchado de azafrán de arroz,
con el grano de arroz, manchado de pimentón de potaje, con los dos garbanzos,
manchado de un resto de lentejas. Un plato aceitoso con dos pimientos fritos
hacían la delicia de dos moscas copulantes. Las moscas, enloquecidas, estaban a
lo suyo, la búsqueda de un supremo fornicio. Semejaba todo un inmenso plastón
de estiércol con sus artrópodos. El muchacho se masturbaba desatento mientras
leía el relato porno de la revista, diez y seis años buscaban las estrellas y
el éxtasis, la bestia juvenil no tenía sino su propia forma comparativa, y el
narciso sublime se pulsaba a sí mismo brutal y virgen como un arpa viva. Leyó
el relato de la mosca sobre el pene, y corrompido por la lectura se
metamorfoseó en araña, una araña desnuda de gruesos genitales, que, como un
felino aburrido, rompió el frenesí lujurioso de una mosca estúpida, apresándola
con la mano. Al insecto le arrancó las alas y comprobó sobre su vergajo
hinchado la ridiculez de su corrupta lectura. La mosca sobre la verga se
reflejaba sobre el espejito de mano, que engrosaba desproporcionadamente el
instrumento musical de aquel muchacho. Artrópodo duplicado sobre glándula
duplicada, puerca cosquilla leve sobre fuerza vital descollante, doble díptero
sobre doble molusco humano, monstruosidad animal mecánica sobre cacho de carne
palpitante. El chaval se sonreía. Cansado de la estúpida mosca, la dejó en el
suelo y la reventó de un pisotón, ensuciando un calcetín blanco, siguió
masturbándose, mientras miraba su glande con el espejito y las fotografías de
la degenerada galería. Recordó que su madre había comprado cabrillas aquella
mañana. Dejó la lectura y fue a la cocina. Efectivamente, en una olla de metal
estaban los inmensos caracoles, mucilaginosos, carnosos, gordos, exuberantes.
Cogió una de las cabrillas, el molusco era repugnante y natural. Volvió al
maltrecho salón y prosiguió su fantasía. Caracol, verga, y espejo. Molusco
sobre molusco, toque de mucílago y reflejo. Estribaciones sensuales de lo nunca
realizado. Después de una sesión de juego con baba devolvió el bichejo a la
olla, y aburrido, se vistió.
Febrero 9, 2007
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