Fue de noche, el día de la velá
de San Santiago, cuando sucedió que la vaca de Don Segundo abortó aquello. No
se quedaron parados los relojes y en la estación del Ferrocarril Carlos, el de
la Josefa, no se tiró a las vías del tren, desesperado como estaba por el
millón de pesetas que le debía a don Sebastián, el cacique. Pasó el tren sin
parar a las doce de la noche y el reloj marcó las doce y un minuto mientras en
la torre de la Iglesia su primo hermano notificó a las campanas su rabioso
éxtasis exacto. Tampoco hizo el amor Floro con Federico ese día, los dos
sodomitas reconocidos del pueblo, porque se enfadaron durante la tarde por unas
cortinas rosas. Floro las quería estampadas para el dormitorio y transparentes
para el salón y Federico se empeñó en unas de color limón. Sin embargo,
Nemesio, el chico más guapo del pueblo, a esas horas se desahogaba en una cabra
de su cortijo, pues el muchacho equilibraba su espectacular belleza con una
idiocia aberrante y una lujuria exorbitada. Cuando el muchacho orgasmó y
desparramó su masculina esencia en la pobre cabra adquirió la condición de
hombre de ipso facto y al mismo tiempo una infección por fiebres de Malta
sublime. Y en ese mismo instante la vaca de Don Segundo abortó aquello, a las
doce en punto de la noche, a las doce y un minuto, en vez de un proyecto de
ternera, una sandía, una gorda, redonda, y gigantesca sandía verde. Y el
veterinario que atendía aquello se desmayó ante el suceso, y Don Segundo, que
era supersticioso al máximo, llamó a gritos al cura, recorriendo toda la
distancia que hay entre la finca de la Palomita y el campanario de la Iglesia,
en la absoluta oscuridad, mientras un perro se empeñaba, rabioso, en provocar
toda clase de espantos. Y el cura cuando vio aquello dijo: por Dios, esto es
obra de Satanás, pero quiso rajar la sandía porque la curiosidad le pudo. Y
cuando cortaron con el cuchillo jamonero aquel verde quebranto del horror, el
fruto era blanco blanco como la nieve y como la leche. Una sandía gorda, con
sus pepitas, y más blanca, por dentro, que la harina. El sacerdote, que era un
curioso de siete mil pares de redaños, tuvo que probarla. Y cuando la probó
obsequió a su paladar con diez mil arpegios de dulzura. Extrañamente era la
sandía más dulce que había comido en su vida. Sin embargo, ni el veterinario ni
Don Segundo quisieron probarla, y el cura, que era bonachón, confiado, y valiente,
se llevó las dos mitades de aquel milagro y se las devoró con una buena gallina
en salsa al día siguiente junto con sus tres sobrinos. Dicen que Pedro, el
bizco, recogió tres o cuatro pepitas sobrantes y las sembró en su finca, y que
al cabo de nueve meses la finca dio a luz cuatro o cinco terneros, que brotaron
de la tierra ante la mirada estupefacta del hombre y su familia, de donde le
viene su actual fortuna. La vaca de don Segundo no volvió a parir más sandías y
dio a luz terneros al año siguiente como si nada. Por eso nadie cree esta
historia, pero yo juro que es verdad porque lo vi con estos ojos que se ha de
comer la tierra.
Julio 28, 2007