El Alien había muerto, su
horrendo cuerpo descansaba frío, sepulcral e inerte en el suelo igual que una
extraña flor de nauseabundo aspecto. La fiera, con el vientre desgarrado por
una lanza escupía aún ácido de sus tripas desprendidas, y el ácido, voraz como
la propia bestia que lo engendrara, desollaba la superficie de piedra que lo
acogía gota a gota, desprendiendo volutas de vapor y mordiendo dicha superficie
con rabia. Allí comenzaba la putrefacción del monstruo, el bicho debía
corromperse y llegar a la esfera de lo brutal. Poco a poco su piel verdinegra
se fue haciendo más obscura, a medida que pasaba el tiempo, los días, y en ella
se iban acentuando todos los rasgos de lo marchito. Empezó a oler, un denso y
marasmático olor a carne infecta, a amoníaco y otros alcaloides y a silicona
quemada. Por el esfínter anal empezaron a salir las grandes y blanquísimas
lombrices, las tenias asquerosas, como un manojo de nervios y gusanos. Temblaban
macilentos, con rápidos y violentos movimientos, en el agujero anal de la
bestia, y de sus minúsculas bocas salían poco a poco cuerpos de esperpénticas
moscas amarillas, provistas de un aguijón venenoso. Por la boca del despojo
miserable también empezaron a salir gusanos, allí se incubaba una peste, una
malaria espantosa llena de imprecaciones dañinas y agrias. De las abiertas
tripas la naturaleza fecundante hizo abrigo para larvas negras y azules que
parecían bailar frenéticas a la luz que el cadáver recibía desde el cielo,
formaron crisálidas verdes, de una seda riquísima, que incubaron mariposas
arquetípicamente deformes. El gran y mortuorio globo se fue hinchando,
deshinchando y vuelto nuevamente a hinchar mientras engendraba infernales y
sucios artrópodos. Rezumó líquido en una orgía de delirante insecto. Su
corazón, duro como el basalto, sin embargo, no se pudría, permanecía incólume
igual que el huevo de una fantasmagórica gallina. Dentro estaba el último
recurso del Alien para la supervivencia, todo el cadáver había de desintegrase
hasta dejar libre su negro corazón. En él, el minúsculo protoalien estaba
invernando. Agazapado como una infección reincidente, como el reducto de unos
asesinos en la sierra. Los investigadores cogieron el corazón y lo echaron al
fuego, para que ardiera su contenido y se extinguiera la enfermedad pero un
traidor sustituyó el huevo caliente de las llamas y cuando estuvo frío se lo
tragó como una ofrenda o sacrificio a Satanás. Lo llevó dentro de su interior
trece horas hasta que lo defecó igual que un transportador de droga. El bicho
casi moribundo que albergaba debía ser cuanto antes extraído de su concha y
protegido, nosotros sus adoradores sólo albergábamos esa esperanza. Cortamos la
dura carcasa, ósea, marmórea, la semilla de la nausea y dimos a luz al ser. El
cangrejo era diminuto, el más pequeño de su especie, y necesitaba un cuerpo
sano, trajimos una enorme vaca para que lo renaciera. Esa noche, al observar
que sobrevivía celebramos ritos de gloria y sacrificios humanos, practicamos el
canibalismo y el sexo, y matamos a un recién nacido arrojándolo a una caverna.
No sabíamos que allí nuestros enemigos protegerían a la criatura y la salvarían
de la muerte.
Octubre 29, 2006
No hay comentarios:
Publicar un comentario