Aquella partitura estaba escrita
en color naranja. Las fugas y las redondas se masturbaban frenéticas y ansiosas
y las notas de silencio eran diminutas como pasos de niños buscando caramelos
en la cocina prohibida. Una corchea naranja basculaba a punto de caerse del
pentagrama y describía una elipse y el sonido que el autor había impuesto a los
instrumentos abría una ventana hacia un oculto palacio. En el saloncito
naranja, sobre un sofá interminable de un color naranja rojizo, fuerte como una
pintura impresionista, se desarrollaba la orgía, las dos mujeres vendían el
alma a Satanás y sus lenguas, víboras ocultas en sus labios nacarados, se
mezclaban con la promiscuidad de los moluscos marinos. Desde el punto obscuro
de una pintura abstracta de fuertes tonalidades naranjas, amarillas y
tornasoladas, miraba el sátiro, el espía, el de la otra habitación. Juanjo
había hecho el agujero expresamente para observarlas, su hermana y la profesora
de dibujo, qué placer el del incesto se decía a si mismo mientras observaba
desde su oculta pared los movimientos delicuescentes de las dos sáficas
amantes. Ellas, transidas, se adjudicaban caricias y besos lascivos, desde el
diminuto bulbo de la oreja hasta el leve dedo meñique, los dientes, como perlas
carnívoras, marcaban una pulsión luminosa en sus cuerpos de amantes entregadas.
Juanjo sudaba tras el muro, su cornamenta de sátiro se agitaba y obeliscos
egipcios juraban deseo eterno de pirámides en los desiertos yertos y calientes.
La cola plumosa de un pavo real teñida de naranja adjudicaba a la habitación de
dicho color un furibundo estilo propio, crisantemos en los jarrones de cristal,
y espejos en los que la candelería ardía espectral y orgiástica. Ellas se
lamían posesas cual antiguas hetáiras o suplicantes griegas, sacerdotisas en un
rito ancestral y Juanjo, vidente afortunado de los pechos de su propia hermana
devoraba la acción de las manos voraces de la profesora de dibujo que se
entretenían en el púbico, denso y negro vello de su golfa compañera. A Juanjo
le abordaba un éxtasis lúbrico, a sus espiadas lo mismo. Y la habitación
naranja, que la partitura escrita a su vez en naranja delineaba en la fantasía,
se estremecía con los suspiros de las gacelas oferentes. Gacelas, lobas en
celo, o sierpes entrelazadas, de senos redondos y tercos y de largas piernas,
enredadas en la pasión y en el pecado, a punto de conseguir un clímax sin
punición. Tres naranjas podridas, cubiertas ya de moho azulverdoso compartían
una bandeja con un limón amarillo. Juanjo en la habitación negra se deshacía
incestuosamente. Un gran espejo mostraba la desnudez del hombre, y el sudor
brillaba aceitoso en la frente del satírico efebo.
Agosto 28, 2006