viernes, 2 de enero de 2015

Verde.

Un relato para Matar el Tiempo.

Aldonza Gutiérrez venía a la fiesta. La muchacha más apoteósicamente buena de quinto venía a la fiesta y sobre nosotros los organizadores del evento sobrevoló el terror, ya no sería una simple fiesta de Halloween, sería la Fiesta, la fiesta con mayúsculas, la fiesta por excelencia. Había que prepararlo todo, la sangría, con mucho vino con Casera, los tripis, que se agenciaría Felipe el intrépido, de una botica, para eso éramos estudiantes de Farmacia, y los pastelillos de nata, que traería Juanjo de su pueblo, los pastelitos más aterradoramente deliciosos probados por paladar humano alguno, de un dulzor indescriptible, que se quedaba en la boca proclamando la victoria de la gastronomía, exhibiendo su impúdico y sabrosísimo sabor cual una avalancha de mermelada. Aldonza Gutiérrez vendría a la fiesta y el solo hecho de pensar en su cuerpo de miss España ya provocaba el sudor y el escalofrío. La fiesta comenzó a las diez, la tradicional fiesta de disfraces, y la primera en llegar fue Paula, la de cuarto, la de los senos inmensos, tan grandes como melones o sandías, una muchacha de senos descomunales capaz de poner en erección a un batallón de legionarios si exceptuamos la anécdota de su chata nariz. Iba vestida de Spiderwoman, roja y azul y con su tela de araña, los senos, apretados en el vestido de superhéroa parecían dos grandes y bellísimas protuberancias turgentes, deseosas de ser mordidas y bebidas y festejadas. Pronto una columna de marcianos, hombres lobo, y astronautas la rodeó, era la cagarruta rodeada de moscones, la deliciosa tarta de fresa rodeada de abejitas. Y ella, orgullosa de sus monumentales domingas, se paseó triunfante, victoriosa, moviéndose como una danzante o una bacante. Carlos Díaz llegó a la fiesta, vestido de danzarín de ballet, no hizo mucho esfuerzo en buscar vestido porque en sus ratos libres ya era bailarín aficionado, siempre me he preguntado cómo hizo para sortear la inmensa carcajada que se daría en las inmediaciones al coger simplemente el autobús, cómo resistiría su mente las enormes y esplendorosas risas, sonrisas, carcajadas y burlas que provocaría su traje de bailarín, pero allí estaba, enseñando el culo y enseñando su paquete genital en su traje de malla negra. Pero peor fue lo de Jacinto Fernández, que vino vestido de escocés de Escocia, con su falda a cuadros, su sombrerito rojo y su gaita, gaita que no sabía tocar y a la que sacaba pitidos agudos ensordecedores y desagradables, chirridos afilados y erizados de espinas. Y por fin llegó Aldonza, vestida de caperucita roja, o mejor dicho, vestida de caperucita verde. Porque era una caperucita estrambótica y su traje era una capa de un rabioso verde fosforito, de un verde iracundo como los élitros iridiscentes de un coleóptero, de un verde dañino para los ojos, de un verde carmesí, de un verde tan puntiagudo como el filo de las navajas. Y le sentaba mal el traje, le sentaba mal el traje porque ocultaba su belleza de gacela y sirena, su cuerpo de curvas perfectas, su cuerpo ganador del Miss España. Y por fin llegó Aldonza y con ella cuarenta fotógrafos, cuarenta periodistas y cuarenta admiradores con dinero.

Agosto 29, 2006


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