El criador de libélulas, el
criador de caballitos del diablo, es un aristócrata exquisito, un sibarita de
lo sublime. Mientras escucha las tocatas de Frescobaldi observa el jarrón de
cristal rojo con cinco rosas encarnadas. En una tarima otro vaso de vidrio
sostiene limpísimo una exuberante orquídea blanca. Más allá, en la pared donde
frenéticos paramecios amarillos copulan lujuriosos, un cuadro muestra a Zeus en
forma de cisne sobre los pechos de Leda, y otro cuadro, de un riguroso
neoclásico, descubre la golfa decadencia del Imperio Romano en una afrodisíaca
bacanal. El cisne de pico carmesí en los senos de la diosa compite con el torso
de un atleta desnudo, las rosas encarnadas, exhalando su alma de bálsamo feroz,
luchan contra la prostituta corola de la Orchis, obscena y purísima, combate
espléndido, afrutado de arpegios rosas y nimbado de plata y nácar. No se sabe
quién vence, si las purísimas y atrevidas reinas exhalantes o la puta sin
perfume que se quita los guantes con desvergüenza, no se sabe quién triunfa, si
la blanca pantera exquisita o las cinco doncellas exuberantes y lesbianas, pero
los jarrones de cristal hacen una delicia de carmín agudo en dicha guerra
pavorosa. Un acuario con shubukins, amarillos cobres y naranjas metálicos,
transidamente testifica la soberbia del fastuoso salón. El criador de libélulas
cambia la música, apaga la armonía dificilísima de las tocatas de Frescobaldi,
e introduce el virtuosismo de un concierto de clavecín y guitarra de Bach, es
decir, el combate de Polifemo contra las libélulas se hace presente con una
cadencia voluptuosa, las rosas, la orquídea, los shubukins, y cientos de verdes
caballitos del diablo y Drosophilas melanogaster en la habitación. El criador
de libélulas se deleita en el sillón de terciopelo verde escuchando las
evoluciones del clavecín y la guitarra, combate lleno de campanitas y caramelos
de cola, ácidos y dulcísimos, y se fastúa del denso aroma de las cinco
lesbianas voluptuosas, encarnadas y feroces. En botes de cristal se crían las
Drosophilas, en botes de cristal, también, los levísimos y fragilísimos
odonatos pasan, de su adolescencia acuática, al aire, para ser los tigres de
las minimísimas moscas. La habitación está llena de mosquitas, la habitación
está llena de libélulas. Los frágiles y verdiazules caballitos del diablo
revolotean de pared en pared con una levedad y una banalidad indecorosa. El
criador se extasía en la magna contemplación de la aberrante naturaleza que le
rodea. Los shubukins, en las claras profundidades de su transparente cárcel,
besuquean un concierto de ondas marinas y pompas de jabón añiles. Las levísimas
moscas son cazadas al vuelo por los fragilísimos odonatos. Sobre la orquídea,
sobre el pico del cisne, sobre una rosa encarnada, se posa el insecto. El
clavecín y la guitarra, enfurecidos y deliciosos, perfumean el perfume de las
hetairas, y aroman el acuario de los metálicos shubukins, y, en el sillón de
limpio terciopelo verde, el criador de libélulas se masturba, frenético,
desvergonzado, y procaz.
Febrero 2, 2007
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