lunes, 19 de enero de 2015

El accidente del Astronauta.

Dentro de la escafandra estuvo vivo siete horas. Siete horas antes de que el oxigeno se agotara definitivamente. Pensó en sus hijos, los que dejaba en tierra, unos lindos chavales de catorce y diez años. Pensó en su mujer, que quedaría viuda, aunque estaban en trámites de separación, pensó en los buenos ratos que había pasado con ella. Mientras se asfixiaba tuvo alucinaciones y convulsiones, las alucinaciones eran indescriptibles, terroríficas, el dolor era un nacimiento de nuevo, un despellejamiento, una nueva reencarnación terrible, un volver a ser en otro lugar y en otro tiempo. Finalmente se consumió, dejó su alma en manos de lo desconocido y su cuerpo en la lata de sardinas plástica de su traje de astronauta. Empezó el rigor mortis y la putrefacción. En ocho horas el cuerpo se puso hinchado, destilando un zumo pútrido, el hedor en la cápsula fuera insoportable de ser olido, las bacterias se comieron vivo el cadáver que se momificó, negro y repugnante, brutalmente asqueroso. Era un horror aquello, pero no, no había gusanos, sólo la propia carga bacteriana que en sus ansias de sobrevivir fluidificó hasta la nausea aquella masa de carne muerta. Finalmente, se mineralizó, como un pseudofósil, tal una piedra con algún rasgo antropomorfo, tal una momia del antiguo Egipto, con algún rasgo humanoide. Era un polvo lleno de esporas de una virulencia inaudita, de una voracidad descomunal, infecciosa y rabiosa al mismo tiempo, pero contenida dentro de los límites de la escafandra, como un tarro de veneno iracundo. Cuando por fin llegó a la ionosfera aquella ponzoña brutal, que había contenido el cuerpo, la mente y el alma de un ser maravilloso, se desintegró en una soberbia y amarilla llamarada en un milisegundo, no dejando ni un solo residuo fecundante. Desde abajo unos niños que nadaban desnudos en el río jugaban ajenos.

Diciembre 22, 2006


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