Dentro de la
escafandra estuvo vivo siete horas. Siete horas antes de que el oxigeno se
agotara definitivamente. Pensó en sus hijos, los que dejaba en tierra, unos
lindos chavales de catorce y diez años. Pensó en su mujer, que quedaría viuda,
aunque estaban en trámites de separación, pensó en los buenos ratos que había
pasado con ella. Mientras se asfixiaba tuvo alucinaciones y convulsiones, las
alucinaciones eran indescriptibles, terroríficas, el dolor era un nacimiento de
nuevo, un despellejamiento, una nueva reencarnación terrible, un volver a ser
en otro lugar y en otro tiempo. Finalmente se consumió, dejó su alma en manos
de lo desconocido y su cuerpo en la lata de sardinas plástica de su traje de
astronauta. Empezó el rigor mortis y la putrefacción. En ocho horas el cuerpo
se puso hinchado, destilando un zumo pútrido, el hedor en la cápsula fuera
insoportable de ser olido, las bacterias se comieron vivo el cadáver que se
momificó, negro y repugnante, brutalmente asqueroso. Era un horror aquello,
pero no, no había gusanos, sólo la propia carga bacteriana que en sus ansias de
sobrevivir fluidificó hasta la nausea aquella masa de carne muerta. Finalmente,
se mineralizó, como un pseudofósil, tal una piedra con algún rasgo
antropomorfo, tal una momia del antiguo Egipto, con algún rasgo humanoide. Era
un polvo lleno de esporas de una virulencia inaudita, de una voracidad
descomunal, infecciosa y rabiosa al mismo tiempo, pero contenida dentro de los
límites de la escafandra, como un tarro de veneno iracundo. Cuando por fin
llegó a la ionosfera aquella ponzoña brutal, que había contenido el cuerpo, la
mente y el alma de un ser maravilloso, se desintegró en una soberbia y amarilla
llamarada en un milisegundo, no dejando ni un solo residuo fecundante. Desde
abajo unos niños que nadaban desnudos en el río jugaban ajenos.
Diciembre 22,
2006
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