Era la primera vez que acudía a
un concierto y estaba encantado. Nada más entrar por el inmenso pasillo lleno
de topacios y terciopelos iracundos, rojos, bajo candelelarias de araña
gigantescas que relucían como diamantes frenéticos y espejos de marco barroco y
dorado que multiplicaban la luz y el espacio hasta complicarlo ad nauseam, yo,
preso de un éxtasis reverencial, me dije a mi mismo: hete aquí, triunfante. Y
me senté en el palco. Un terciopelo verde abracadabrante, orgásmico y brutal,
acogió mis posaderas y mi cuerpo con la amabilidad del algodón transido. A mi
lado, la mujer más gorda del mundo, a la izquierda, Don Juan Tenorio, y yo, en
el centro, tal si fuéramos el retrato de la familia de Carlos IV pergueñado por
Goya. Pronto empezó a llenarse el antro demoníacocelestial con toda clase de
fauna carnívora, herbívora, y hasta insectívora. Variaciones de Goldberg en el
menú, con un clave en amarillo canario chillón, y ballet, coreografiado por el
artista ya retirado Manuel Da Tombiteria. Se me hacían los oídos agua ante la
absoluta maravilla que iba a poder escuchar, bajo un techo dibujado por
Disciepoli, la entrada triunfal de Alejandro Magno en Babilonia, acompañado de
sus ejércitos griegos y toros mesopotámicos alados, negros y azules, y esclavos
negros de un Egipto Ptolomaico. Pero la Señora gorda, cuyo sombrero de plumas
rosas parecía un avestruz fuera de órbita, exhaló hacia el entorno el grito
satánico de sus posaderas e intestinos, y perfumó de manera grotesca la
Apoteosis del águila de la guerra, dejando mi pituitaria en un rencoroso estado
de repulsión, hasta que el perfume que la misma y pedestre señora llevaba
sepultó el muerto podrido que había salido de sus tripas bajo un montón de
rosas y azaleas. Comenzó el concierto. Doscientos mil canarios, verdes, rojos,
cuasiazules, de ámbar, dorados, y amarillos, salieron del instrumento por obra
y gracia del virtuoso que lo destrozaba, que lo electrificaba, que lo
descoyuntaba y lo llevaba hacia arriba, hacia donde los ángeles y las
estrellas, con una ferocidad propia de esquizofrénicos. Doscientos mil
paseriformes dementes exhalaron las cuerdas de aquel monstruo de madera, bajo
las garras posesas y maquiavélicas del sublime artista, como mariposas
desvergonzadas, libélulas indómitas, y chispas de fuego azul. Al mismo tiempo,
el ballet diseñado por Manuel Da
Tombiteira describió un paraíso japonés, chino, asírico, oriental, tecnológico,
y futurótico, de una manera tan soberbia y tan exuberante que, bajo la
excelencia del Triunfo de Alejandro, el paladar del buen gusto se arqueó entre
sandías rabiosas, ternera caramelizada, huevas de caviar, y pasteles de
chocolate, arrope, sirope, y merengue. Sin proponérmelo caí preso, entonces, de
un pentagrama escarlata vivo, cuyas fugas, semifugas, corcheas, sostenidos, y
bemoles, en clave de solfamiredó, me persiguieron por una selva de esmeraldas,
carbunclos y rubíes, donde panteras rosas de ojos verdes se dignaban a
devorarme partes del alma, y pájaros de granate picoteaban mis sentidos. En un
estado de clímax absoluto terminó el concierto, palmas y más palmas acompañaron
a los artistas. Y yo, al terminar la función, cogí el paraguas del guardarropa
y salí a la calle, cuyo silencio aromaba una nocturna exhalación de estrellas.
Enero 14, 2007
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