viernes, 30 de enero de 2015

El Criador de Libélulas. Tercera versión.

Puta elegantísima envuelta en abrigo de zorro plateado. Sólo las bellísimas y suaves manos, y la cabeza con una cabellera sublime, germinan de la piel del animal, suave, blanca, plateada, y frondosa, tibia y sugerente, cálida y deliciosa. Abajo, unos tacones de verde malaquita esconden unos pies perfectos de apoteósica gacela. La crisálida se transforma en mariposa, ¡¡¡¡abajo el zorro plateado¡¡¡¡, y se descubre la piel pulida de una tía macizorra de esbeltez soberbísima, con unos senos rotundos y un pubis de niña depilado y anhelante. Los párpados, con pestañas telescópicas, descubren unos ojos casi violetas, azules, esmerados en rodocrositas y entregados a la voluptuosidad y el placer. Como una esfinge demente, perfecta y atroz, arroja el abrigo de piel al suelo y se queda desnuda, purísima en la obscenidad. Se sienta entonces en un sillón de terciopelo amarillo, ámbar y dorado, arquetipo perfecto de un trigal en estío, y se deja acariciar por las diminutas libélulas que hay en la estancia, pequeños zafiros verdiazules como notas de limón de un clavicordio. A la altura del apéndice, el tatuaje de un pequeño cangrejo muestra a su poseedora como una experta en el sexo, birmana, persa, griega, francesa. Las libélulas, silenciosas, vaporosas, lindísimas, se posan sobre uno de los pezones rosado, ella, la señora, está en un sueño de barcos y vergas, el artrópodo semeja un broche sin dolor de cristal y esmeralda en la punta deliciosa de la teta, en la cúspide deliciosa a chupar. A chupar con todas las ganas del mundo, con toda el hambre y la sed del planeta. Amamanta tal botón floral al diminuto insecto, que feliz se desprende finalmente de la voluptuosidad, para dirigirse, tras un leve vuelo, a una orquídea roja y sugerente como los labios entreabiertos de la zorra. Ella se reclina sobre el sillón, abre sus piernas y enseña el molusco sensual que lleva entre sus muslos, como un volcán de provocación. Una rosa blanca, nevada y feroz, llena de espinas, expulsa desde su ser de zarza desaprensiva, hacia el aire, un ungüento de doncellas prisioneras. Las libélulas, como pequeños minerales verdes, revolotean de aquí para allá, o inmóviles parecen diminutas lágrimas de la lámpara del techo, colgante y azul. Cojines de seda granate respetan la escultural muchacha de lenocinio, cual una antigua princesa asiria, promesa rotunda a los fumadores de hachís, golfa serpiente y, al mismo tiempo, golfa hurí de ese salón. El paraíso, lleno de libélulas, tiene una diosa, escultura, curva y curva y curva, yacente y dispuesta a saciar todos los deseos, cual una clepsidra el tiempo, gota a gota, libélula a libélula, mineral a mineral, presta, suave, avariciosa, muy caliente, tropical, muy pero que muy caliente. Casi al borde de la alferecía y el fuego.

Febrero 13, 2007


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