Puta elegantísima envuelta en
abrigo de zorro plateado. Sólo las bellísimas y suaves manos, y la cabeza con
una cabellera sublime, germinan de la piel del animal, suave, blanca, plateada,
y frondosa, tibia y sugerente, cálida y deliciosa. Abajo, unos tacones de verde
malaquita esconden unos pies perfectos de apoteósica gacela. La crisálida se
transforma en mariposa, ¡¡¡¡abajo el zorro plateado¡¡¡¡, y se descubre la piel
pulida de una tía macizorra de esbeltez soberbísima, con unos senos rotundos y
un pubis de niña depilado y anhelante. Los párpados, con pestañas telescópicas,
descubren unos ojos casi violetas, azules, esmerados en rodocrositas y
entregados a la voluptuosidad y el placer. Como una esfinge demente, perfecta y
atroz, arroja el abrigo de piel al suelo y se queda desnuda, purísima en la
obscenidad. Se sienta entonces en un sillón de terciopelo amarillo, ámbar y
dorado, arquetipo perfecto de un trigal en estío, y se deja acariciar por las
diminutas libélulas que hay en la estancia, pequeños zafiros verdiazules como
notas de limón de un clavicordio. A la altura del apéndice, el tatuaje de un
pequeño cangrejo muestra a su poseedora como una experta en el sexo, birmana,
persa, griega, francesa. Las libélulas, silenciosas, vaporosas, lindísimas, se
posan sobre uno de los pezones rosado, ella, la señora, está en un sueño de
barcos y vergas, el artrópodo semeja un broche sin dolor de cristal y esmeralda
en la punta deliciosa de la teta, en la cúspide deliciosa a chupar. A chupar
con todas las ganas del mundo, con toda el hambre y la sed del planeta.
Amamanta tal botón floral al diminuto insecto, que feliz se desprende
finalmente de la voluptuosidad, para dirigirse, tras un leve vuelo, a una
orquídea roja y sugerente como los labios entreabiertos de la zorra. Ella se
reclina sobre el sillón, abre sus piernas y enseña el molusco sensual que lleva
entre sus muslos, como un volcán de provocación. Una rosa blanca, nevada y
feroz, llena de espinas, expulsa desde su ser de zarza desaprensiva, hacia el
aire, un ungüento de doncellas prisioneras. Las libélulas, como pequeños
minerales verdes, revolotean de aquí para allá, o inmóviles parecen diminutas
lágrimas de la lámpara del techo, colgante y azul. Cojines de seda granate
respetan la escultural muchacha de lenocinio, cual una antigua princesa asiria,
promesa rotunda a los fumadores de hachís, golfa serpiente y, al mismo tiempo,
golfa hurí de ese salón. El paraíso, lleno de libélulas, tiene una diosa,
escultura, curva y curva y curva, yacente y dispuesta a saciar todos los
deseos, cual una clepsidra el tiempo, gota a gota, libélula a libélula, mineral
a mineral, presta, suave, avariciosa, muy caliente, tropical, muy pero que muy
caliente. Casi al borde de la alferecía y el fuego.
Febrero 13, 2007
No hay comentarios:
Publicar un comentario