Subían a
ciegas por la espiral omnipotente, mirando hacia abajo, por donde el tubo, en
una indescriptible pulsión de succión, tragaba inmisericorde todo lo que en él
se despeñara, bajo acordes espantosos, chirridos, chillidos, golpes de ónice.
La imagen, espantarrible, es decir, espantosa y terrible, de aquellos sujetos,
cuyas cabezas habían girado hacia atrás, y seguían con vida, era la más
monstruosa jamás descrita por autor alguno. Ellos no podían saber qué peldaño
tocaban, y el giratorio e infernal piano les adjudicaba una nota de terror a
cada paso, con un rasgueo de punzantes cortes. La partitura era pavorosa,
escrita con letras de sangre, las corcheas giraban temblorosas en cada línea
del demoníaco pentagrama, escrito en lengua arábiga, curva sin fin, espiral
aúrea en la que se mezclaba el número phi y el radio macabro de la
circunferencia. Se suponían espejos a cada paso, cada losa de piedra era un
espejo que reflejaba cóncavo y convexo a unos individuos en una torsión
imposible y demente. Subían con las cabezas torcidas hacia atrás, giradas
satánicamente, y vivos, y vivos. Palpaban la helicoide catedral a ciegas en
cada paso cósmico que daban para ascender, con un terror supremo, temblaba
tanto el diapasón, aquella contrahecha llave inglesa, que se oía la cuerda del
arpa romperse y al violín poner su estremecimiento infinito de músico mórbido.
Rodocrositas rosas y esmeraldas fulgentes destellaban en los espacios
iluminados del caracol, que aspiraba hacia abajo, chupando y chupando, con un
ansia de succión sin contornos ni límites. Un paso dio hacia arriba, se agarró
y palpó la pared de ónice, y las uñas se quebraron en astillas mientras miraba
hacia abajo y el vértigo ponía notas de mermelada de limón en su boca reseca.
Temblaban los dientes tal si fuera una gélida noche de invierno, chocaban los
marfiles del esmalte como representación del esmaltado filo de los escalones
por los que ascendían. Se quebraban sin cesar arpas inmundas tocadas por garras
de odiosos monstruos, contrahechos, jamás descritos, jamás diseñados, y los
hombres con la cabeza torcida hacia atrás subían, ascendían, con la dificultad
de la ceguera y el lastre infinito del propio cuerpo. La bestia quería comer a
toda costa, aunque fuera caparazones inexistentes de condenados. Con la cabeza
girada. La partitura se reflejaba en un espejo curvo, cuyo labrado marco
barroco brillaba celestial en la arquitectura de los Dioses perversos.
Noviembre 20, 2006
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