La bestia de un solo cuerno
marchaba opulenta entre los pastizales. Al pisar sobre la tierra los golpes de
tambor ponían una marcha militar violenta sobre la avena amarilla enfurecida.
Las cigarras no dejaban por eso de aserrar sus contrahechos violines estridentes
y sus diapasones esquizofrénicos depositaban sobre la sabana acordes
puntiagudos de maderas libidinosamente cortadas. El calor elevaba
transparencias como gasas de cristal que temblaban líquidas al paso majestuoso
del opulento unicorneo. Allá en la rama del árbol el pájaro carpintero con su
plumaje blanco, negro, y rojo, clavaba una y otra vez su pico de hueso sobre la
corteza de un deforme y estrambótico árbol, una corteza de dureza colosal que
se resistía a abrirse en agujero y dejar al aire el gusano para el pico
fielísimo de la avecilla. Sonaba la castañuela una y otra vez en el descomunal
silencio que se adornaba de las cigarras incansables y de las pisadas del
flemático orco. El rinoceronte dejó de tocar los tambores, se detuvo, bajó su
deforme cabeza y con sus belfos empezó a mordisquear una amapola. Las amapolas,
púrpuras y ensangrentadas, estaban entre las espadañas y los cardos verdes y
amarillos, secos y febriles, combados y curvados por un casi viento. El brutal
pasaba devorando amapolas, sus ojos diminutos brillaban rojos del reflejo de
las carmesíes adormideras, y éstas tiritaban insolentemente rojas de terror
ante el despiadado labio del rinoceronte. Comía una y otra vez la flor, el duro
y desproporcionado atlante se abatía sobre la roja y tierna debilidad entre la
hojarasca amarilla. Un cardo protestó de un pisotón e intentó vengarse
clavándose sobre la dura coraza del gigante, en vano, su afilado cuerpo vegetal
se deslizó sobre la piel como una cosquilla levísima. Seguía comiendo amapolas.
El rinoceronte, de una majestad gordísima atacaba el endeble pétalo, su belfo
gris se llenaba de débiles corolas. De pronto se abatió sobre la infernalidad
de su robusto cuerpo la primera mariposa. Una mariposa azul y verde que
revoloteaba tal una cinta al aire se enfrentó a lo rotundo. El bicho siguió
devorando flores. Luego se aproximó otra mariposa a la fiera y el gran
herbívoro tuvo que sostener sobre su lomo dos mariposas airadas. Se llegó a la
inmensa persona del monstruo una tercera mariposa, y luego una cuarta y una
quinta y una sexta y diez y nueve más. Un enjambre de mariposas índigas y
esmeraldas atacaron a la ferocidad, una se posaba en la punta del cuerno, y
otra se le acercaba a la orejita indecorosamente verde y violeta. Y todas, como
en un banco de peces marinos atacaron al rino, entre la espesura seca de la
sabana. El calor en el suelo hacía arder negros alacranes revolucionarios,
largos lagartos huían a esconderse, pisaba la montaña el veneno reventando los
cuerpos de los suicidas artrópodos, derramando la cicuta sobre las astillas. El
gordo luchaba contra las mariposas, huía de ellas, las perseguía, sonaban los
tambores bajo los pianos, vibraba la tierra, las cigarras insolentes callaban o
volvían a apuñalar, temblaba el orbe sacudido por la soberbia. El león se
despertó de su sueño de gacelas. Una y otra vez las mariposas endiabladas se
cernían indómitas sobre el descomunal arquetipo de lo ciego, y las amapolas
liberadas sonreían ante el sol rojísimas como la sangre de un asesinado. Vencían
las bellísimas aladas al cuerpo de tanques del ejército de tierra, allí sobre
el rotundo e inmenso cuerno, en su cúspide, el sol, en el ala iridiscente del
insecto, brillaba y se descomponía como un brillo. Debilísimos cristales
atacaban tambores de guerra, y, ante la tierra que temblaba, el ataque de lo
cristalino rasgaba con las cigarras la guitarra de un día de verano.
Octubre 29, 2006
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