La Calle se llama Sefarad, España
en Hebreo, creo, pero anteriormente se llamaba Calle de los plateros. Había
platerías, se hacían damasquinados y cuchillos, de oro y de plata, perfectos,
geométricamente perfectos. Tres o cuatro platerías en la calle y dos conventos.
El convento de las Teresianas de la Santa Espina. Y el Convento de los Padres
Crapulenses. Los edificios eran altos, grandes, inmensos, majestuosos, con
enormes patios y jardines interiores, fuentes, y huertas. A los maitines la
calle sonaba a gregoriano, como si sirenas cantasen en el fondo del mar. Y las
campanas llamaban a la oración, como extraños pájaros azules en el alba. Fueron
demolidos. Los Conventos son ahora un edificio de apartamentos, pero las
platerías permanecen en su lugar, han cambiado los titulares de los negocios,
la familia Heredia es ahora Hermanos Facundo y los Relojeros Saborites es ahora
Joyería La Guirnalda. Sé que esta historia me traerá problemas, durante un
tiempo los edificios conventuales fueron ruinas deshabitadas, los borrachos
hacían hogueras en sus patios interiores y los yonkis disfrutaban en una
intimidad propicia a su adicción. Los niños se aventuraban a pasear por la
Iglesia demolida, jugando a los piratas o robando limones. Apestaba a mierda
humana, botellón de cerveza, humedad deliciosa y azahar en ciernes. Aquí me
contó la historia un familiar. En las ruinas se encontraron esqueletos de niños
recién nacidos muertos al nacer por sus propias madres, las monjas en pecado. Y
un pasadizo bajo la calle unía los dos conventos, se organizaban orgías de
frailes y de monjas, orgías que duraban días y días, en la más absoluta
depravación y en el más absoluto de los secretos. Cuando la monja quedaba
preñada, abortaba, y tiraba los restos a un pozo. Si seguía con el embarazo
cometía, al final, infanticidio. El obispo no sabía nada, Sor Teresa era una
autentica hetaira, el Padre Prior Jerónimo, un burro de falo gigantesco. Los
frailes estaban posesos de priapismo, las monjas, enfermas de ninfomanía.
Hacían escarnio de la Ostia consagrada y al inmenso Jesús crucificado que había
en la Iglesia de los frailes le ponían una caperucha roja sobre la cabeza para
que no presenciara el acto sexual, múltiple y blasfemo que sobre los bancos del
sagrario se realizaba. Hay que decirlo, copulaban antes y después de comulgar,
y se embriagaban con el vino ya consagrado para la Santa Misa, hacían mofa del
Misterio de la Encarnación. No era el convento de Jesús y de María, sino el de
San Satanás rabicundo. Sobre los dos
edificios cayó el terremoto de 1925. El Obispo los cerró, quizás sospechase algo,
nunca lo sabremos. Las platerías, sin embargo, soportaron el embate de la
tierra intactas, como monolitos de pureza frente al escarnio. Por esas dos
ruinas paseé cuando niño, me gustaba ver las libélulas que había en un
estanque. Sospecho que el alma de los niños asesinados se pasea por este lugar
llorando eternamente, y que se refleja en los brillos de la platería de las
tiendas. También un yonqui murió de sobredosis en lo que antes era un patio y
ahora es una tienda de licores. Y del viejo árbol al que me subía sólo queda un
letrero que dice: Opticas Racem. En fin, historias de conventos. Ah, me acuerdo
ahora mismo que un día presencié la pelea de dos yonquis, por Dios qué de
recuerdos, pero no se mataron, terminaron amigos mientras yo cogía limones para
mi madre subido al árbol igual que un mono, qué de recuerdos. En fín, por
favor, ¿puede indicarme el precio de ese reloj de oro?.
Enero 12, 2007
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