Villademonios
es un pueblito pequeño, un tiendita de cada cosa y no más, un cura, un médico,
un barbero y un maestro. Villademonios es un pueblo muy pequeño. En la espalda
del pueblo el fin del mundo. Cuando uno pasa la calle Mayor hacia el oeste, de
pronto, el fin del mundo. Nadie lo ha visto, nadie se acerca por allí. Ni los
niños. Ni los enamorados. Ni los pájaros. La golondrina nerviosa, el vencejo
chirriante, cuando van hacia allá, giran en seco, dan una voltereta, y se
vuelven, no ya asustados, porque la costumbre los ha hecho inmunes a la
sorpresa, pero sí presurosos, como negando algo. Y nadie lo menciona. En el casino,
donde los mayores juegan, no se comenta, nadie dice, pues este es el pueblo del
fin del mundo, aquí se acaba y empieza el más allá. Claro que los forasteros
que vienen son chulos y no temen a nada. Vienen con sus revólveres, soberbios y
envalentonados, pisando las margaritas y las hormigas con indiferencia e
impiedad, no se santiguan en la misa, ni dan las gracias por el aviso. Porque
se les avisa, se les dice una y otra vez, por activa y por pasiva, por las
claras, por metáforas, por alusiones, directas o indirectas, sabed que ahí
termina el mundo y el que se pasa de la raya no vuelve. Pero no hacen caso, son
tontos, a los niños les hacen mucha gracia, juegan al turista suicida, al
extranjero idiota. A mi me dan pena. Bueno, pena y cabreo. Porque siempre
pierdo mi tiempo diciéndoles, no se pasen por la taberna de la Chorca. Pero
ellos cuando saben que la Chorca es la muchacha más guapa del pueblo, qué
ojazos azules tiene la nena, parece que no le caben en la cara, una negra de
ojos azules, y andares de pantera voluptuosa, y unos senos que ni en la Ninive
que dicen de la Cleopatra. Pues que cuando saben que la Chorca está por casar,
se pasan todos para allá para verla. Pero ella no quiere hombres. Juró ante la
Señora, ante la Virgen del oro, que solo se casa con quien pase la raya y
vuelva. Y todos como locos, como gilipollas, digo yo, la ven, y, bueno, no
todos, los hay que no tienen cojones, y se vuelven de la taberna borrachos de
aguardiente. Un aguardiente que la Chorca pone a los cobardes, que es fuerte y
untuoso y deja el paladar lleno de sangre de limones, que lo destila ella con
zumo de limones, mosto, pellejo de uva, y lágrimas. Yo también estoy enamorado
de la Chorca. Y la Chorca está también enamorada de mí, pero somos medio
hermanos, y no nos podemos engendrar el uno en la otra porque la sangre se pone
cruel y nacen niños deformes. Y detrás de la tasca de la Chorca, donde acaba la
calle, el perro del Tío Hortensio ladra al que se atreve y le dice adiós, y
todos le decimos adiós, y hasta el cura le dice adiós, y pone a tocar las
campanas de la Ermita, que suenan preocupadas y mortuorias, tristes,
somnolientas, melancólicas, incluso a veces alegres. Porque no todo el que
llega es buena persona, entonces el campanario, aunque toca lento el sacristán,
parece que le diera al sonido un timbre de esplendor, como diciendo, un negao
de bondad menos para el mundo y el mundo está mejor sin él. Hay a quien le
gusta que el pueblo sea el fin del mundo. Desde las azoteas, se ponen a ver el
Poniente, el sol va cayendo poco a poco en el límite y de pronto, ya no hay
sol, ni luz, ni nada, y se hace de noche a quien lo mira, de repente, de
improviso, sin luz de anochecer, como si le cayera a uno una ceguera a los ojos
al instante. Hacia ese lado del pueblo no hay ocaso. Dicen que por eso hay
tantos locos en este pueblo, porque miran el atardecer y enloquecen, se
esquizofrenan. Por eso, eso que dicen de que un viajero llegó anteayer a la
posada de la Juana y que al día siguiente, ayer, llevaba ocho días muerto, solo
es posible porque la Juana está loca de ver tanto ocaso sin ocaso, y le ha dado
por decir mentiras.
Diciembre 16, 2006
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