lunes, 12 de enero de 2015

Variación con Extrañas Flores de El Descenso.

Íbamos bajando con dificultad, con mucha dificultad. El caracol giraba sin límites hacia abajo como una enorme y circular dentadura ávida de engullir entre sus paredes de ónice todo lo que se arrojara a ella. Era un inmenso y nauseabundo monstruo, un esófago brutal tapizado de afiladas y ferocísimas uñas. Uñas que eran nuestro asidero, nuestro socorro, paradoja infernal pues de lo afilado pudieran despellejar vivo los pies desnudos y al mismo tiempo como peldaños nos ayudaban frente al colosal vacío del hueco. Todo era tan liso que parecía encerado a la perfección, propenso al resbalón peligrosísimo, bestial, aquello engullía y despellejaba, y sin embargo por tramos parecía inacabado, lleno de chinos y abruptos filos, sin limar, desaprensivos y procaces. La hélice giraba y giraba hacia abajo, sin parar, como uno de esos danzantes de Oriente, en un estado de éxtasis quizás provocado por el hachís o la marihuana, los sagrados Derviches de Turkmenistán. La profundidad a la que bajaba era satánica, pero no había obscuridad, parecía todo iluminado por las fluorescentes paredes, tal si estuviéramos dentro de un tubo elipsoide de neón, resplandeciente como el vientre insectoide de una luciérnaga gigantesca. Quizás extrañas bacterias impregnaban aquellas paredes como una fina película o epidermis, laceramos la superficie para averiguarlo, y la respuesta es que todo, hasta lo más profundo de la piedra era fosforescente, incandescente, putatívamente radiactivo, aunque no hallamos la prueba de esto último. Se mascaba al bajar el silencio sepulcral y el gong gong gong enloquecido de nuestros palpitantes corazones, taquicárdicos el de algunos, bradicárdicos el de otros. Dimos con la primera planta, una extraña madeja de pétalos azules con capullos amarillos de los que surgían rarísimas pompas de jabón. Al apretar las esferas amarillas de sus capullos surgían las diminutas pompas de jabón, como si en vez de poseer néctar poseyeran champú para niños. Con nosotros el poeta imaginó para aquella vegetación extraña una partitura de débiles notas anaranjadas y rosas, como pellizquitos en la cuerda de las arpas, o leves toques sobre el mí del piano, quien sabe. Las pompas se desprendían, se elevaban algo y estallaban dejando un olor a madreselva incestuosamente azucarado. Le pusimos el nombre de Rotúndida fragans y continuamos nuestro descenso. Seguíamos con un miedo y un vértigo colosales pero nuestro descubrimiento nos hinchó el alma como si a un crío le comprasen zapatos nuevos. En un recodo, diez minutos más abajo, descubrimos la que llamamos Onifiquiens máxima, rarísima, de hojas verdes y violetas con larguísimas espinas, venenosísima, nos interrumpió el paso al verla tan desafiante y por precaución medimos con el infrarrojo la posibilidad de alcaloides venenosos, efectivamente, condensaba maldad como los verdugos de la inquisición, ponzoñosa como un manojo de víboras, pero inmóvil. Seguimos bajando, buceábamos en el desagüe de los infiernos, descubrimos toda una selva de Antropaustas nígricans, que exhalaban tal horrendo perfume, tal repugnante olor que pudimos caer aturdidos, decidimos acudir a la ayuda de nuestras máscaras antigás, pero no era venenosa, y ni siquiera era fea, al contrario, naranja y bellísima como una demente orquídea de diez pétalos. Y una oscilación de tiempo más abajo encontramos la Burrens nectárica, viva, viviente, que se agitaba igual que una anémona marina, y cargada de daño como un escorpión, negrísima, rojísima y amarillísima.

Noviembre 16, 2006


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