Íbamos bajando con dificultad,
con mucha dificultad. El caracol giraba sin límites hacia abajo como una enorme
y circular dentadura ávida de engullir entre sus paredes de ónice todo lo que
se arrojara a ella. Era un inmenso y nauseabundo monstruo, un esófago brutal
tapizado de afiladas y ferocísimas uñas. Uñas que eran nuestro asidero, nuestro
socorro, paradoja infernal pues de lo afilado pudieran despellejar vivo los
pies desnudos y al mismo tiempo como peldaños nos ayudaban frente al colosal
vacío del hueco. Todo era tan liso que parecía encerado a la perfección,
propenso al resbalón peligrosísimo, bestial, aquello engullía y despellejaba, y
sin embargo por tramos parecía inacabado, lleno de chinos y abruptos filos, sin
limar, desaprensivos y procaces. La hélice giraba y giraba hacia abajo, sin
parar, como uno de esos danzantes de Oriente, en un estado de éxtasis quizás
provocado por el hachís o la marihuana, los sagrados Derviches de Turkmenistán.
La profundidad a la que bajaba era satánica, pero no había obscuridad, parecía
todo iluminado por las fluorescentes paredes, tal si estuviéramos dentro de un
tubo elipsoide de neón, resplandeciente como el vientre insectoide de una
luciérnaga gigantesca. Quizás extrañas bacterias impregnaban aquellas paredes
como una fina película o epidermis, laceramos la superficie para averiguarlo, y
la respuesta es que todo, hasta lo más profundo de la piedra era fosforescente,
incandescente, putatívamente radiactivo, aunque no hallamos la prueba de esto
último. Se mascaba al bajar el silencio sepulcral y el gong gong gong
enloquecido de nuestros palpitantes corazones, taquicárdicos el de algunos,
bradicárdicos el de otros. Dimos con la primera planta, una extraña madeja de
pétalos azules con capullos amarillos de los que surgían rarísimas pompas de
jabón. Al apretar las esferas amarillas de sus capullos surgían las diminutas
pompas de jabón, como si en vez de poseer néctar poseyeran champú para niños.
Con nosotros el poeta imaginó para aquella vegetación extraña una partitura de
débiles notas anaranjadas y rosas, como pellizquitos en la cuerda de las arpas,
o leves toques sobre el mí del piano, quien sabe. Las pompas se desprendían, se
elevaban algo y estallaban dejando un olor a madreselva incestuosamente
azucarado. Le pusimos el nombre de Rotúndida fragans y continuamos nuestro
descenso. Seguíamos con un miedo y un vértigo colosales pero nuestro
descubrimiento nos hinchó el alma como si a un crío le comprasen zapatos
nuevos. En un recodo, diez minutos más abajo, descubrimos la que llamamos
Onifiquiens máxima, rarísima, de hojas verdes y violetas con larguísimas
espinas, venenosísima, nos interrumpió el paso al verla tan desafiante y por
precaución medimos con el infrarrojo la posibilidad de alcaloides venenosos,
efectivamente, condensaba maldad como los verdugos de la inquisición, ponzoñosa
como un manojo de víboras, pero inmóvil. Seguimos bajando, buceábamos en el
desagüe de los infiernos, descubrimos toda una selva de Antropaustas nígricans,
que exhalaban tal horrendo perfume, tal repugnante olor que pudimos caer
aturdidos, decidimos acudir a la ayuda de nuestras máscaras antigás, pero no
era venenosa, y ni siquiera era fea, al contrario, naranja y bellísima como una
demente orquídea de diez pétalos. Y una oscilación de tiempo más abajo
encontramos la Burrens nectárica, viva, viviente, que se agitaba igual que una
anémona marina, y cargada de daño como un escorpión, negrísima, rojísima y
amarillísima.
Noviembre 16, 2006
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