martes, 3 de febrero de 2015

La Apisonadora.

Francisco Ruiz, transfigurado en un ángel, sobre una apisonadora de trescientas toneladas, avanza por la calle. El humo que escupe el trasero de la inmensa ballena es denso y repugnante, combustión ineficaz de petróleos negros, densos y venenosos, tiene en su interior de fantasma corrupto flores de goma quemada y moléculas de cáncer, rabiosas y abrasivas, víricas. Pájaros azules de indescriptible belleza pasan por la frente, por mi frente, del muchacho, extrañas luciérnagas de rojos colores, débiles pulsaciones de oro, pero la peste del tubo de escape del dinosaurio espolea y araña, desapacible, en la extraña alegría del jinete. Suenan las danzas húngaras de Brahms, como un sortilegio de fantásticos jardines, llenos de flores exuberantes. Se abren las corolas, exhalantes y perfumadas, el aroma a bálsamo que habita en la música tiene esencias de fiesta y oración. Se eleva la música plena de belleza, la armonía está cargada de joyas magníficas, granates, rubíes, doblones de oro, hay un tesoro de aguamarinas en cada nota. Pero el ruido que hace el eléctrico elefante corrompe la espléndida antorcha con un humo estridente. El ruido ensucia la escena. El mar está lanzando perfume pero hay un leviatán de plástico rasgando el sublime velo. En el asfalto, los cochinos homosexuales, los sádicos y cochinos homosexuales, gordos, peludos, como osos o monos o puercos, marranos como una nausea, obesos como ánforas romanas, o lampiños y huesudos como arácnidos, pegados con pegamento y desnudos, gritan ante el espanto. Francisco Ruiz avanza. La máquina es un quebranto de bronce abrupto, una montaña que se mueve, el jinete, un muchacho feliz. Un largo dinosaurio hace temblar la tierra. Suenan las danzas húngaras de Brahms, el piano tiene estrellitas de azúcar en cada nota, luceros azules del anochecer, es una marcha llena de equilibrio, alegre, rápida, lenta, de scherzo soberbio, repleta de colibríes dorados, repleta de libélulas violetas. Se brinda con vino dulce en las estribaciones de las lilas, a pesar del lento y asfixiante olor a gasolina, que, como un cuervo, interrumpe los lirios subyugantes. Los sodomitas de club y sauna, los puercos y guarros maricones de peluche, los gays castigadores, se agitan en la calle, desnudos y pegados al asfalto caliente, el sol lanza monedas de oro a la multitud cochina, que se agita paroxísmica ante el avance. Algunos se arrancan los trozos de piel pegados al suelo y se desgarran con gritos de dolor, azules hasta el lapislázuli, para escapar de la bestia. Sobre el primer pie desnudo cae la plancha de metal, aplastando al puerco, que grita como un demonio en celo un aullido lleno de ácido, vinagre y tuétano. Se rompen los cráneos con un sonido de crótalos rabiosos, los aullidos son colosales, es todo un gran chirrido de ácido sulfúrico, espléndido. Los sádicos y obesos cerdos homosexuales recuerdan su sadismo en los cuartos obscuros, sus acciones parapoliciales, y dan gritos, chillidos de dolor, chillidos en los que se ve todo el universo, estrellas de neutrones que colapsan y fagocitan trozos de quasares. La música de Brahms suena sublime con caballitos del diablo, y cristalitos de miel, pero los cochinos gritan y aúllan hastiados de zumo de pomelo. Las tripas revientan, los huesos se parten, las carnes quedan descoyuntadas, aplastadas ante el avance de Francisco, que saborea su venganza con una felicidad maravillosa. Docenas de cuerpos de cerdos son machacadas como babosas o caracoles o gordas y repugnantes cabrillas, y quedan como heces o gargajos. El gay castigador cae reventado como un barrillo de pús con sangre, no se pierde nada reventando una bola de sebo y pelo. Suena la música de Brahms, sublime.

Marzo 17, 2007


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