Francisco Ruiz, transfigurado en
un ángel, sobre una apisonadora de trescientas toneladas, avanza por la calle.
El humo que escupe el trasero de la inmensa ballena es denso y repugnante,
combustión ineficaz de petróleos negros, densos y venenosos, tiene en su
interior de fantasma corrupto flores de goma quemada y moléculas de cáncer,
rabiosas y abrasivas, víricas. Pájaros azules de indescriptible belleza pasan
por la frente, por mi frente, del muchacho, extrañas luciérnagas de rojos
colores, débiles pulsaciones de oro, pero la peste del tubo de escape del
dinosaurio espolea y araña, desapacible, en la extraña alegría del jinete.
Suenan las danzas húngaras de Brahms, como un sortilegio de fantásticos
jardines, llenos de flores exuberantes. Se abren las corolas, exhalantes y
perfumadas, el aroma a bálsamo que habita en la música tiene esencias de fiesta
y oración. Se eleva la música plena de belleza, la armonía está cargada de
joyas magníficas, granates, rubíes, doblones de oro, hay un tesoro de
aguamarinas en cada nota. Pero el ruido que hace el eléctrico elefante corrompe
la espléndida antorcha con un humo estridente. El ruido ensucia la escena. El
mar está lanzando perfume pero hay un leviatán de plástico rasgando el sublime
velo. En el asfalto, los cochinos homosexuales, los sádicos y cochinos
homosexuales, gordos, peludos, como osos o monos o puercos, marranos como una
nausea, obesos como ánforas romanas, o lampiños y huesudos como arácnidos,
pegados con pegamento y desnudos, gritan ante el espanto. Francisco Ruiz
avanza. La máquina es un quebranto de bronce abrupto, una montaña que se mueve,
el jinete, un muchacho feliz. Un largo dinosaurio hace temblar la tierra.
Suenan las danzas húngaras de Brahms, el piano tiene estrellitas de azúcar en
cada nota, luceros azules del anochecer, es una marcha llena de equilibrio,
alegre, rápida, lenta, de scherzo soberbio, repleta de colibríes dorados,
repleta de libélulas violetas. Se brinda con vino dulce en las estribaciones de
las lilas, a pesar del lento y asfixiante olor a gasolina, que, como un cuervo,
interrumpe los lirios subyugantes. Los sodomitas de club y sauna, los puercos y
guarros maricones de peluche, los gays castigadores, se agitan en la calle,
desnudos y pegados al asfalto caliente, el sol lanza monedas de oro a la
multitud cochina, que se agita paroxísmica ante el avance. Algunos se arrancan
los trozos de piel pegados al suelo y se desgarran con gritos de dolor, azules
hasta el lapislázuli, para escapar de la bestia. Sobre el primer pie desnudo
cae la plancha de metal, aplastando al puerco, que grita como un demonio en
celo un aullido lleno de ácido, vinagre y tuétano. Se rompen los cráneos con un
sonido de crótalos rabiosos, los aullidos son colosales, es todo un gran
chirrido de ácido sulfúrico, espléndido. Los sádicos y obesos cerdos
homosexuales recuerdan su sadismo en los cuartos obscuros, sus acciones
parapoliciales, y dan gritos, chillidos de dolor, chillidos en los que se ve
todo el universo, estrellas de neutrones que colapsan y fagocitan trozos de
quasares. La música de Brahms suena sublime con caballitos del diablo, y
cristalitos de miel, pero los cochinos gritan y aúllan hastiados de zumo de
pomelo. Las tripas revientan, los huesos se parten, las carnes quedan
descoyuntadas, aplastadas ante el avance de Francisco, que saborea su venganza
con una felicidad maravillosa. Docenas de cuerpos de cerdos son machacadas como
babosas o caracoles o gordas y repugnantes cabrillas, y quedan como heces o
gargajos. El gay castigador cae reventado como un barrillo de pús con sangre,
no se pierde nada reventando una bola de sebo y pelo. Suena la música de
Brahms, sublime.
Marzo 17, 2007
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