jueves, 19 de febrero de 2015

La Sandía blanca.

Fue de noche, el día de la velá de San Santiago, cuando sucedió que la vaca de Don Segundo abortó aquello. No se quedaron parados los relojes y en la estación del Ferrocarril Carlos, el de la Josefa, no se tiró a las vías del tren, desesperado como estaba por el millón de pesetas que le debía a don Sebastián, el cacique. Pasó el tren sin parar a las doce de la noche y el reloj marcó las doce y un minuto mientras en la torre de la Iglesia su primo hermano notificó a las campanas su rabioso éxtasis exacto. Tampoco hizo el amor Floro con Federico ese día, los dos sodomitas reconocidos del pueblo, porque se enfadaron durante la tarde por unas cortinas rosas. Floro las quería estampadas para el dormitorio y transparentes para el salón y Federico se empeñó en unas de color limón. Sin embargo, Nemesio, el chico más guapo del pueblo, a esas horas se desahogaba en una cabra de su cortijo, pues el muchacho equilibraba su espectacular belleza con una idiocia aberrante y una lujuria exorbitada. Cuando el muchacho orgasmó y desparramó su masculina esencia en la pobre cabra adquirió la condición de hombre de ipso facto y al mismo tiempo una infección por fiebres de Malta sublime. Y en ese mismo instante la vaca de Don Segundo abortó aquello, a las doce en punto de la noche, a las doce y un minuto, en vez de un proyecto de ternera, una sandía, una gorda, redonda, y gigantesca sandía verde. Y el veterinario que atendía aquello se desmayó ante el suceso, y Don Segundo, que era supersticioso al máximo, llamó a gritos al cura, recorriendo toda la distancia que hay entre la finca de la Palomita y el campanario de la Iglesia, en la absoluta oscuridad, mientras un perro se empeñaba, rabioso, en provocar toda clase de espantos. Y el cura cuando vio aquello dijo: por Dios, esto es obra de Satanás, pero quiso rajar la sandía porque la curiosidad le pudo. Y cuando cortaron con el cuchillo jamonero aquel verde quebranto del horror, el fruto era blanco blanco como la nieve y como la leche. Una sandía gorda, con sus pepitas, y más blanca, por dentro, que la harina. El sacerdote, que era un curioso de siete mil pares de redaños, tuvo que probarla. Y cuando la probó obsequió a su paladar con diez mil arpegios de dulzura. Extrañamente era la sandía más dulce que había comido en su vida. Sin embargo, ni el veterinario ni Don Segundo quisieron probarla, y el cura, que era bonachón, confiado, y valiente, se llevó las dos mitades de aquel milagro y se las devoró con una buena gallina en salsa al día siguiente junto con sus tres sobrinos. Dicen que Pedro, el bizco, recogió tres o cuatro pepitas sobrantes y las sembró en su finca, y que al cabo de nueve meses la finca dio a luz cuatro o cinco terneros, que brotaron de la tierra ante la mirada estupefacta del hombre y su familia, de donde le viene su actual fortuna. La vaca de don Segundo no volvió a parir más sandías y dio a luz terneros al año siguiente como si nada. Por eso nadie cree esta historia, pero yo juro que es verdad porque lo vi con estos ojos que se ha de comer la tierra.

Julio 28, 2007


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