martes, 3 de febrero de 2015

En dos Dimensiones.

Yo vivo en una sola dimensión o quizás sean dos dimensiones, ancho y largo, aunque bien pensado no es que yo viva en dos dimensiones, sino que soy de dos dimensiones. Soy de dos dimensiones porque soy una casilla del tablero. Una casilla blanca, rodeada, estoy en una esquina, por un precipicio misterioso, sobre la que se asienta una oronda torre blanca. Y cómo pesa la condenada, me deja aplastada aplastada, no sé cómo puedo soportar tanta obesidad sobre mí. Es un castillo elocuente, lleno de ventanales góticos y torreones, edificado en marfil y mármol, aunque también he tenido torres de cristal encima, pero la actual inquilina de mi zócalo de mármol es una torre de marfil y carbonato cálcico, magistralmente tallada por un artesano. Añoro el tiempo en que sostenía la torre de cristal, la ambarina y la translúcida, qué tiempos aquellos, se veían partidas de ajedrez prodigiosas, mi dueño era el Gran maestro Charcatovsky, jugaba partidas de ajedrez con los ojos vendados, los peones de cristal ambarinos se coronaban magníficas y bellísimas reinas cuando alguna vez llegaban a mí, no me costaba esfuerzo soportar el peso amable del vidrio translucido, del cristal ambarino, que tintineaba a veces como crujidos de celosos grillos veraniegos. Qué partidas aquellas, qué proezas, qué gestas recuerdo. El campeonato mundial Charcatovsky contra Krilov, y diez tablas seguidas, uno pura intuición, el otro lógica matemática, no se rendían, horas y horas de sublimes partidas bajo la presencia de los aficionados, atentos a cada movimiento, los ojos sin pestañear siquiera, el silencio sepulcral de lo incógnito, alguna tós inoportuna rompiendo lo espeso, el humo del tabaco en los ceniceros de plata. Venció Krilov, en la undécima partida, yo sostenía a un rey de vidrio rojo, la reina de vidrio verde le dió el mate final, Charcatovsky enojado tiró el tablero al suelo, caí sobre el estrado y mi esquina se quedó roma. Luego Charcatovsky no quiso jugar más al ajedrez durante seis meses, seis meses que se me hicieron eternos, sin ni siquiera sostener ni un mísero peón, arrinconada en el desván de su aristocrática mansión de Crimea. Del juego de piezas de cristal jamás se supo, y al morir el maestro me vendieron. Ahora soy un adorno en la casa de Smith and Johanson, consultores. Tengo un castillo encima, muy pesado, muy gordo, y muy elocuente. Hacia el precipicio hay una alfombra iraní con arabescos y párrafos del Corán. La torre tiene unos servidores, tocan las trompetas cada mañana, aunque sólo yo las oigo, y la verdad es que el polvo me cubre, aunque yo digo que es nieve lo que se me cae encima. En la torre quizás habite un monstruo, pero no lo he visto salir nunca, lo que si veo es una hilera de hormigas que me pulsan levemente y suben en fila india, marcialmente disciplinadas. Bueno, acabo de sentir pasos en el salón, quizás sean Smith y Johanson y quieran jugar conmigo, me callo, hasta otra.

Marzo 27, 2007



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