Yo vivo en una sola dimensión o
quizás sean dos dimensiones, ancho y largo, aunque bien pensado no es que yo
viva en dos dimensiones, sino que soy de dos dimensiones. Soy de dos
dimensiones porque soy una casilla del tablero. Una casilla blanca, rodeada,
estoy en una esquina, por un precipicio misterioso, sobre la que se asienta una
oronda torre blanca. Y cómo pesa la condenada, me deja aplastada aplastada, no
sé cómo puedo soportar tanta obesidad sobre mí. Es un castillo elocuente, lleno
de ventanales góticos y torreones, edificado en marfil y mármol, aunque también
he tenido torres de cristal encima, pero la actual inquilina de mi zócalo de
mármol es una torre de marfil y carbonato cálcico, magistralmente tallada por
un artesano. Añoro el tiempo en que sostenía la torre de cristal, la ambarina y
la translúcida, qué tiempos aquellos, se veían partidas de ajedrez prodigiosas,
mi dueño era el Gran maestro Charcatovsky, jugaba partidas de ajedrez con los
ojos vendados, los peones de cristal ambarinos se coronaban magníficas y
bellísimas reinas cuando alguna vez llegaban a mí, no me costaba esfuerzo
soportar el peso amable del vidrio translucido, del cristal ambarino, que
tintineaba a veces como crujidos de celosos grillos veraniegos. Qué partidas
aquellas, qué proezas, qué gestas recuerdo. El campeonato mundial Charcatovsky
contra Krilov, y diez tablas seguidas, uno pura intuición, el otro lógica
matemática, no se rendían, horas y horas de sublimes partidas bajo la presencia
de los aficionados, atentos a cada movimiento, los ojos sin pestañear siquiera,
el silencio sepulcral de lo incógnito, alguna tós inoportuna rompiendo lo espeso,
el humo del tabaco en los ceniceros de plata. Venció Krilov, en la undécima
partida, yo sostenía a un rey de vidrio rojo, la reina de vidrio verde le dió
el mate final, Charcatovsky enojado tiró el tablero al suelo, caí sobre el
estrado y mi esquina se quedó roma. Luego Charcatovsky no quiso jugar más al
ajedrez durante seis meses, seis meses que se me hicieron eternos, sin ni
siquiera sostener ni un mísero peón, arrinconada en el desván de su
aristocrática mansión de Crimea. Del juego de piezas de cristal jamás se supo,
y al morir el maestro me vendieron. Ahora soy un adorno en la casa de Smith and
Johanson, consultores. Tengo un castillo encima, muy pesado, muy gordo, y muy
elocuente. Hacia el precipicio hay una alfombra iraní con arabescos y párrafos
del Corán. La torre tiene unos servidores, tocan las trompetas cada mañana,
aunque sólo yo las oigo, y la verdad es que el polvo me cubre, aunque yo digo
que es nieve lo que se me cae encima. En la torre quizás habite un monstruo,
pero no lo he visto salir nunca, lo que si veo es una hilera de hormigas que me
pulsan levemente y suben en fila india, marcialmente disciplinadas. Bueno,
acabo de sentir pasos en el salón, quizás sean Smith y Johanson y quieran jugar
conmigo, me callo, hasta otra.
Marzo 27, 2007
Nota del editor.- http://surrneorroco.blogspot.com/2009/04/la-envolvente-infinita.html
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