La Casa de los Espejos. Viuda de Fieltro e Hijos, Sociedad Limitada.
Los había de todas clases, clásicos, de marco nacarado o de carey,
barrocos, con el marco voluptuoso lleno de volutas doradas, árabes, góticos,
circulares, incluso con formas trapezoidales. La Casa de los Espejos, Viuda de
Fieltro e Hijos, S. L.. Los vendía de todas clases, era su especialidad, la
pulida superficie de aquellos vidrios niquelados. De todos los precios,
también, el más caro se lo llevó un jeque persa que pasó por la tienda, eligió
un espejo gigantesco, de marco de carey, caparazón de concha de tortuga de
verdad, no sucedáneo, se necesitaron cincuenta tortugas marinas, un espanto, y
luego lo labraron cinco artesanos dementes, hasta alcanzar la perfección. Un
baño de plata de un centímetro en el reverso, carísimo, carísimo, propio sólo
de eso, de magnates del petróleo. Perfecto, la perfección bailaba en él un
ballet de Stravinski, diapasones fulguraban centuplicando la figura. Para
reflejar a un tipejo impresentable, un asno cargado de reliquias, un gordo
barbudo de inmensas posaderas, con el puro en los labios y la ropa de Ayatolá,
gorrino sin clase, figura oronda y contrahecha que hacía sufrir a aquella
belleza de espejo. Ya dice el proverbio árabe que al perro con dinero se le
llama Señor perro. De noche, cuando no reflejaba a su espantoso dueño, en el
palacio de Teherán, el espejo lloraba. Reflejaba jarrones repletos de lirios y
lloraba, en la habitación verde, porque tenía que reflejar todos los días a un
ser depravado. Las gotas de vapor condensaban de noche en su luna y parecía que
el espejo gritaba su triste desesperación, su estridente soledad y martirio. En
el gran terremoto se quebró en diez partes, y el sátrapa mandó hacer con el
carey puños de bastones. Luego estaba el más barato, un espejo de bicicleta. El
niño que lo poseyó lo llevó por toda la ciudad, emparejado con el timbre de la
bici, deslumbraba al mediodía furioso de centellas, de limpias centellas
brillantes, diamantinas, y puras, como voces de sirenas marinas. La hermanita
del niño lo destornillaba y lo usaba desde la azotea para alumbrar la pared
sombría de la casa vecina. Reflejaba un trozo de sol como si unas mágicas
tijeras cortaran la luz de cuajo y lo depositaran en aquel círculo brillante.
Era amigo del timbre de la bicicleta, como ya he dicho, el uno deslumbraba los
ojos, el otro deslumbraba los oídos, como un millón de grillos azulinos
cantando a la vez, un millón de lilas al pasar el crío por la calle. También
los hubo asesinos, espejos que se rompieron e hirieron a sus dueños, tiñendo de
granate la escena, como uñas de panteras, brillantes y negras como la noche,
perfumadas de jazmines y espesas como la brea, sudorosas y salvajes,
estilizadas. Fueron espejos que hicieron cortes en las manos, que procuraron
heridas carmesíes, dolorosas y sublimes, que se rompieron en mil partes, en un
millón de partes antes de convertirse en arena. Y los hubo que salieron
defectuosos, y reflejaban mal las figuras, deformándolas, y generando seres
abyectos, deformes, jorobados, panzudos, de guiñol, y terminaron sus vidas en
las ferias de pueblo, en el carromato de Madam Carlota, la Casa de los espejos,
entren y rían. No es mucho suponer que hubo espejos de Iglesia, diminutos
trozos de espejos que adornaron sagrarios barrocos y dorados, y en los que el
canto gregoriano se elevó hacia el cielo como paloma de nácar, o que
contemplaron el sonido de los majestuosos Órganos, nieve purísima y limones
agrios, ascendiendo a los cielos al mediodía. Incluso hubo uno que reflejó, en
un burdel rojísimo, la cópula loca y extravagante, el pecado, la borrachera, la
orgía, la bacanal, la sodomía, incluso. Los ángeles.
Agosto 24 de 2007
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