Es la sandía, toda ella roja de
dulzura, casi como avergonzada de ser tan buena, un regalo de los dioses a los
humanos. Ella guarda, céntimo a céntimo, cada doblón de oro de los atardeceres
del verano, en su pulpa esponjosa y tierna, amable y dulcísima, como una
extraña hucha que atesorara cada atardecer. El sol, iracundo, mitad divino
ángel, mitad furibundo escorpión, decide prolongarse dentro de la verdísima
carcasa, y toda su rabiosa antitesis de escarcha se vuelve frescor y agua y
azúcar dentro del fruto, como si al astro omnipotente no le bastara ser
espejismo amarillo en las negras acequias y en las transparentísimas albercas y
necesitara para cumplir su misión de tórrido poeta depositarse en los paladares
de los cuerpos a los que abrasa para compensar su indómita naturaleza. Y es así
que al probar la sandía son los arpegios de las arpas cristalinas, que en las
albercas doradas, bajo los verdes emparrados, descompuestos en un caleidoscopio
de chispas de plata y de centellas cegadoras, fulgen y relampaguean, los que
acuden a los paladares que la degustan para embriagarlos de placer. Y es todo
el verano, el verano de las playas azules y de las riberas fecundas, donde los
cuerpos brillan aceitosos, desnudos y sublimes, el que acude a las sedientas y
hambrientas bocas, con el deleite de la miel y la amabilidad de lo sabroso.
¿Habéis probado, en uno de esos almuerzos de verano, siempre esplendorosos, a
cortar a cachos la sandía y agregarle azúcar?. Como si quisiéramos que nuestro
paladar sufriera de un orgasmo y de un éxtasis jamás alcanzado, le echamos
azúcar a los trozos de sandía y lo guardamos en un vaso, en la nevera, para
tomarlos más tarde. Y es todo tan empalagoso y rico que de verdad alcanzamos el
marasmo, la apoteosis de la dulzura, y un batallón de ángeles rubios, de ojos
azules y transidamente bellos, pasa por nuestros labios después de la siesta,
cuando bebemos y comemos ese vaso con los trozos de sandía almibarados. Fríos
ya por la nevera, macerados hasta el merengue, tan rabiosamente melosos que
sólo los dioses podrían haberlo concebido en sus paraísos celestiales.
Cuando era niño, en la azotea de
mi casa, siempre cultivaba sandías en las macetas. A mediados de Agosto, o
incluso ya en Septiembre o incluso antes, en Julio, una diminuta sandiíta, no
siempre muy dulce que digamos, pero muy simpática, más pequeña que una pelota
de tenis, descansaba sobre la tierra bajo los sedientos geranios. Y siempre un
geko era testigo de aquel prodigio de dulzor encapsulado. Siempre me daba por
guardar cientos de pepitas en un vaso seco en el mueblebar del comedor, mi
madre protestaba y yo no le hacía caso, y me salía con la mía.
Soy un escritor muy mediocre, ni
esforzándonos seríamos capaces de aproximarnos a lo que Juan Ramón Jiménez
decía de este absoluto despropósito de la dulzura coagulada.
Julio 25, 2007
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