martes, 17 de febrero de 2015

La Sandía.

Es la sandía, toda ella roja de dulzura, casi como avergonzada de ser tan buena, un regalo de los dioses a los humanos. Ella guarda, céntimo a céntimo, cada doblón de oro de los atardeceres del verano, en su pulpa esponjosa y tierna, amable y dulcísima, como una extraña hucha que atesorara cada atardecer. El sol, iracundo, mitad divino ángel, mitad furibundo escorpión, decide prolongarse dentro de la verdísima carcasa, y toda su rabiosa antitesis de escarcha se vuelve frescor y agua y azúcar dentro del fruto, como si al astro omnipotente no le bastara ser espejismo amarillo en las negras acequias y en las transparentísimas albercas y necesitara para cumplir su misión de tórrido poeta depositarse en los paladares de los cuerpos a los que abrasa para compensar su indómita naturaleza. Y es así que al probar la sandía son los arpegios de las arpas cristalinas, que en las albercas doradas, bajo los verdes emparrados, descompuestos en un caleidoscopio de chispas de plata y de centellas cegadoras, fulgen y relampaguean, los que acuden a los paladares que la degustan para embriagarlos de placer. Y es todo el verano, el verano de las playas azules y de las riberas fecundas, donde los cuerpos brillan aceitosos, desnudos y sublimes, el que acude a las sedientas y hambrientas bocas, con el deleite de la miel y la amabilidad de lo sabroso. ¿Habéis probado, en uno de esos almuerzos de verano, siempre esplendorosos, a cortar a cachos la sandía y agregarle azúcar?. Como si quisiéramos que nuestro paladar sufriera de un orgasmo y de un éxtasis jamás alcanzado, le echamos azúcar a los trozos de sandía y lo guardamos en un vaso, en la nevera, para tomarlos más tarde. Y es todo tan empalagoso y rico que de verdad alcanzamos el marasmo, la apoteosis de la dulzura, y un batallón de ángeles rubios, de ojos azules y transidamente bellos, pasa por nuestros labios después de la siesta, cuando bebemos y comemos ese vaso con los trozos de sandía almibarados. Fríos ya por la nevera, macerados hasta el merengue, tan rabiosamente melosos que sólo los dioses podrían haberlo concebido en sus paraísos celestiales.
Cuando era niño, en la azotea de mi casa, siempre cultivaba sandías en las macetas. A mediados de Agosto, o incluso ya en Septiembre o incluso antes, en Julio, una diminuta sandiíta, no siempre muy dulce que digamos, pero muy simpática, más pequeña que una pelota de tenis, descansaba sobre la tierra bajo los sedientos geranios. Y siempre un geko era testigo de aquel prodigio de dulzor encapsulado. Siempre me daba por guardar cientos de pepitas en un vaso seco en el mueblebar del comedor, mi madre protestaba y yo no le hacía caso, y me salía con la mía.
Soy un escritor muy mediocre, ni esforzándonos seríamos capaces de aproximarnos a lo que Juan Ramón Jiménez decía de este absoluto despropósito de la dulzura coagulada.

Julio 25, 2007


No hay comentarios:

Publicar un comentario