Estaba buceando en el internet
cuando me acordé de un episodio desagradable de mi vida sexual. Una burla
hiriente a la que fui sometido. Y recordando esa burla hice un poema bastante
vehemente. Pero el caso es que seguí nadando dentro de las aguas brillantes de
la pantalla del ordenador, tras hacer el poema, aguas que escocían mis ojos
como el cloro, por cierto. Y dentro del espacio cibernético me encontré de
bruces con la noticia siguiente: Subastan el sable que llevó Napoleón en la
Batalla de Marengo por cinco millones de dólares. Acto seguido de leer esa
noticia imaginé hacer un relato en el que el rico comprador del histórico sable
lo utiliza para cortar las cabezas de muchachos adolescentes a los que él mismo
secuestra por pura diversión. Habida cuenta de mis escasos recursos literarios
me encontraba ante una inmensa montaña a la que escalar con las manos desnudas
y sin arneses. El sable brillaba forjado en las fabricas de acero de Rouan, por
poner una ciudad francesa en la que sabe Dios si alguna vez hubo una fábrica de
sables, y su empuñadura de brillantes, topacios, granates y esmeraldas, en un
fino arabesco oriental que haría las delicias de una princesa real de ser
lucidos en una diadema o broche, relucía enfurecida y macabra como los ojos de
un demonio. Más allá, los adolescentes, encadenados al potro de castigo iban a
ser degollados por el sátrapa, inmensamente rico e inmensamente gordo,
gordísimo, tal una ballena o cachalote. El psicópata disfrutaría con la muerte
de los muchachos y ver caer de las ramas de los geranios las exuberantes flores
mientras utiliza de tijeras de podar el sable de Napoleón le excitaría casi
tanto como la dosis de cocaína purísima recién esnifada por su nariz. Una
mediocre snuff movie estaba construyendo con una falta de recursos tan brutal
que acariciaba la parodia de un Tomas Harris borracho, y era yo a un mismo
tiempo el remedo absoluto de ese brillante escritor y el aprendiz de brujo
devorado por la insignificancia y majadería del relato. Los torsos desnudos de
los muchachos brillarían sudorosos y aceitosos mientras el psicópata, y en ese
mismo instante me dí cuenta del soberano zurullo que estaba edificando,
pensando más con el culo que con la cabeza. Y es que yo no soy ningún Azorín. Y
entonces el sable de Napoleón se transformó de improviso en la soga de ahorcado
de Judas Iscariote. La trama cambiaba, ya no era un rico que compra en Cristies
un sable guerrero el protagonista, sino el hallazgo en Israel de la soga
utilizada para desaparecerse a si mismo del gran traidor, del traidor por
excelencia. Volvía a aparecer un rico comprador. El rico comprador se
adjudicaba, en una enloquecida subasta, de la soga de ahorcado de Judas
Iscariote. Y volvía a utilizarla para un acto antinatural, o naturalísimo, la
masturbación. Ahí ya podía describir yo, es mi especialidad, los intensos
espasmos de gloria que el vicioso y adinerado comprador sentiría casi
ahogándose con la infernal cuerda. Las miles de estrellas suavecísimas y
calientes que sentiría en su sillón de armiño, rodeado de orquídeas y rosas, en
su mansión lujosísima, mientras la soga, rodeando su cuello, lo asfixia al
borde de la muerte, y la abundante y lechosa eyaculación final, amueblada de
luces violetas y azules, y de colibríes dorados. El acto, la misa negra
subsiguiente, y la adoración de la soga como instrumento sacrílego y bendito
para una cohorte de adoradores del diablo. Por un momento he pensado que
muchachos desnudos salen de entre la maleza para desollarme vivo, y que no
puedo escapar de la pobre insubstancialidad que soy.
Junio 11, 2007
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