domingo, 15 de febrero de 2015

El Sable de Napoleón.

Estaba buceando en el internet cuando me acordé de un episodio desagradable de mi vida sexual. Una burla hiriente a la que fui sometido. Y recordando esa burla hice un poema bastante vehemente. Pero el caso es que seguí nadando dentro de las aguas brillantes de la pantalla del ordenador, tras hacer el poema, aguas que escocían mis ojos como el cloro, por cierto. Y dentro del espacio cibernético me encontré de bruces con la noticia siguiente: Subastan el sable que llevó Napoleón en la Batalla de Marengo por cinco millones de dólares. Acto seguido de leer esa noticia imaginé hacer un relato en el que el rico comprador del histórico sable lo utiliza para cortar las cabezas de muchachos adolescentes a los que él mismo secuestra por pura diversión. Habida cuenta de mis escasos recursos literarios me encontraba ante una inmensa montaña a la que escalar con las manos desnudas y sin arneses. El sable brillaba forjado en las fabricas de acero de Rouan, por poner una ciudad francesa en la que sabe Dios si alguna vez hubo una fábrica de sables, y su empuñadura de brillantes, topacios, granates y esmeraldas, en un fino arabesco oriental que haría las delicias de una princesa real de ser lucidos en una diadema o broche, relucía enfurecida y macabra como los ojos de un demonio. Más allá, los adolescentes, encadenados al potro de castigo iban a ser degollados por el sátrapa, inmensamente rico e inmensamente gordo, gordísimo, tal una ballena o cachalote. El psicópata disfrutaría con la muerte de los muchachos y ver caer de las ramas de los geranios las exuberantes flores mientras utiliza de tijeras de podar el sable de Napoleón le excitaría casi tanto como la dosis de cocaína purísima recién esnifada por su nariz. Una mediocre snuff movie estaba construyendo con una falta de recursos tan brutal que acariciaba la parodia de un Tomas Harris borracho, y era yo a un mismo tiempo el remedo absoluto de ese brillante escritor y el aprendiz de brujo devorado por la insignificancia y majadería del relato. Los torsos desnudos de los muchachos brillarían sudorosos y aceitosos mientras el psicópata, y en ese mismo instante me dí cuenta del soberano zurullo que estaba edificando, pensando más con el culo que con la cabeza. Y es que yo no soy ningún Azorín. Y entonces el sable de Napoleón se transformó de improviso en la soga de ahorcado de Judas Iscariote. La trama cambiaba, ya no era un rico que compra en Cristies un sable guerrero el protagonista, sino el hallazgo en Israel de la soga utilizada para desaparecerse a si mismo del gran traidor, del traidor por excelencia. Volvía a aparecer un rico comprador. El rico comprador se adjudicaba, en una enloquecida subasta, de la soga de ahorcado de Judas Iscariote. Y volvía a utilizarla para un acto antinatural, o naturalísimo, la masturbación. Ahí ya podía describir yo, es mi especialidad, los intensos espasmos de gloria que el vicioso y adinerado comprador sentiría casi ahogándose con la infernal cuerda. Las miles de estrellas suavecísimas y calientes que sentiría en su sillón de armiño, rodeado de orquídeas y rosas, en su mansión lujosísima, mientras la soga, rodeando su cuello, lo asfixia al borde de la muerte, y la abundante y lechosa eyaculación final, amueblada de luces violetas y azules, y de colibríes dorados. El acto, la misa negra subsiguiente, y la adoración de la soga como instrumento sacrílego y bendito para una cohorte de adoradores del diablo. Por un momento he pensado que muchachos desnudos salen de entre la maleza para desollarme vivo, y que no puedo escapar de la pobre insubstancialidad que soy.

Junio 11, 2007


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