El gatito estaba jugando sobre la
mesa. Era un gatito negro, de un antiarmiño rotundo, nocturno y brillante,
córvido y aterciopelado, y sus ojos, de un ambarino verde, parecían echar
chispas de crisoberilos furiosos. Jugaba sobre aquel jarrón de cristal labrado
en cuyo fondo dos glóbulos oculares arrancados, vidriosos y sanguinolentos,
reposaban monstruosos y macabros, testigos de un horror de difícil descripción.
Estiraba la patita y con su garrita pretendía sacar la pupila arrancada de su
estilizada jarra de vidrio. Los ojos daban vueltas y más vueltas ante el acoso
de las uñas del algodón. Los alfanjes minúsculos del prototipo liliputiense de
pantera se clavaban en las bolas carnosas de aquellos órganos de la visión
brutalmente agredidos. Aquello era un combate en el que uno de los ojos, casi a
punto de salir del cristal, resbalaba para volver al fondo, como las bolas de
una lotería, y el felino, contrariado, volvía a meter su garrita en la jarrita,
como el gato que introduce sus armas en un acuario por un shubukin naranja. La
habitación permanecía en silencio, testiga muda de aquel horror magnífico. Tres
cuadros de Miró adornaban aquel exabrupto de salón, uno de ellos era un
triángulo rojo y una media luna naranja, otro de ellos, de título mujer y jaula
con pájaro, era un trapecio limón que terminaba en siete líneas concéntricas, y
el tercero, era un garabato de rayas con un círculo amarillo. El gatito
proseguía en silencio su violento entretenimiento, en un estado de éxtasis y
devoción absolutos. Aquella preciosidad intentaba arrancar a la prisión
transparente las esferas de carne pavorosas y arañaba una y otra vez aquellas,
llenándolas de heridas. Finalmente, la minimísima pantera consiguió uno de los
ojos que cayó sobre un tapete de terciopelo rojo rodando a pesar de un hilo
nervioso. El gato continuó jugando, empezó a dar saltos de alegría sobre el
esférico molusco y a pasárselo de una garra a otra. El ojo rodaba sobre el
tapete impulsado por las patitas de la bestia en un silencio sepulcral. Parecía
una cosa viva que iba de un lado para otro perseguida por un tigre en
miniatura. El moaré rojo del tapete disfrutaba la presencia de un ojo humano
bestialmente sajado por un diminuto tigre. El gatito jugaba feliz, por último,
empezó a darle mordiscos mientras lo sujetaba con sus garras y en un
insignificante santiamén lo devoró, luego, satisfecho, el gato se puso a lamer
las armas utilizadas en la diversión. Pero no había pasado ni una hora cuando
la bola de peluche con cuchillos volvió sobre el contrahecho acuario de cristal
que guardaba la pareja viuda del asesinato para reanudar su glotona cacería. El
ángel con zarpas, símil perfecto de la hipocresía, volvió a meter su patita en
el ánfora terrorífica, esta vez costaba más trabajo poseer la sangrienta perla
que en el fondo de aquel cofre se pudría. Pero tras unos largos minutos de
furioso combate, el ojo, sajado y arañado con frenesí, pasó al contorno
estomacal del miau. La lámpara del techo, naranja y rosa, presenció la entrada
del dueño del gato que felicitó a su amo con un ronroneo eléctrico, mientras
éste le acariciaba el lomo. El amo observó que faltaban las joyas de la caja
fuerte de cristal labrado, y, consciente de la sed del diminuto ladrón de
terciopelo, vertió sobre un plato de metal el contenido de una botella de
leche.
Marzo 23, 2007
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