domingo, 15 de febrero de 2015

Hormigas, Libélulas, Demente, e Insecticida.

El teclado está lleno de hormigas. Los enfurecidos insectos cubren el teclado de forma paroxística. Se agitan de aquí para allá con una violencia inusitada, minúscula y descomunal al mismo tiempo. La marabunta sería capaz de descarnar la pata de jamón de un cerdo con la voracidad de las pirañas amazónicas. Todo hierve, las hormigas parecieran las diminutas gotas de vapor que se forman en la olla de agua hirviendo. Ebullición de desaprensivos insectos. Ebullición en el caldero de Satanás. Las liliputienses mandíbulas destrozarían hasta su desaparición el dedo de Chopín. Es un fastuoso mar de pequeñas migajas de pan negro. Migajas animadas de vida que se agitan convulsas sobre el teclado. Tocata y fuga de Bach en un órgano del siglo XXI. Muerden sin arrepentimiento. Vivas, eléctricas.  ¿Es posible que alguien haya untado el teclado de miel o de azúcar?, ¿de dónde surge este frenesí de artrópodo rebelde?. Repetitivo el clavicordio da notas y más notas salidas de la mente de un organista heroinómano, se balancean en las partituras rosas las notas de amarillo limón o naranja, cascabelean un millón de serpientes de cascabel enardecidas, y la olla se llena de burbujas de vapor transparentes y calentísimas. Los crótalos rabiosos depositan sus castañuelas ebrias en la danza macabra de los millones de estrellas cochambrosas. Las hormigas sobre el teclado semejan el aspecto de la ciudad desde el rascacielos, los viandantes podrían ser aplastados sin piedad si no produjera cosquilleo su innumerable cantidad logarítmica. Están esos individuos posesos de tal forma que ha debido de producirse un sortilegio de vudú haitiano o un antiguo aquelarre medieval los convoca, y como zombies bailan de aquí para allá sobre las teclas de la máquina. Debajo del caldero el fuego se agita con la petulancia de los demonios azules. Muerde.
En la pantalla del monitor libélulas y caballitos del diablo. Minúsculas pleitesías de cristal, transparencias de vidrio, gasas translucidas, acordes de silencio inmáculo. Diamantinos topacios azules y violetas. Monstruosos los ojos de los odonatos. Bellísimo para los coleccionistas y los naturalistas. Gotas de miel en cada refilón de figura. Ambares y berilos preciosísimos. Ponientes y dorados que fulgen en cada monstruo, púrpuras de sangre divinos. Armonía e iridiscencia. Notas de clavecín, de piano, metálicos brillos de plateadas trompetas, de doradas trompetas. Silencio.
Frente al ordenador el demente. No se atreve a pulsar cada tecla del instrumento. Las hormigas están ahí, protegiendo, con su mórbido paroxismo, el teclado, para que el demente no toque su partitura. Es necesario pues que el psicópata haga un esfuerzo. Se levanta. Hay en la casa un bote de insecticida. Espera el gaseoso veneno, perfumado de indómitas lavandas, como la antigua lámpara de Aladino, la mano vehemente que saque su genio demoledor de su prisión silenciosa. El demente pulsa el spray, la estancia se llena de extraños piretroides químicos, aromas a salvia y pachulí surgen infernales y celestiales, precipitándose sobre el colectivo. Ya puede el demente dar a la tecla. Y la pantalla queda a obscuras, como un espejo de purísimos azogues.

Junio 15, 2007


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