El teclado está lleno de
hormigas. Los enfurecidos insectos cubren el teclado de forma paroxística. Se
agitan de aquí para allá con una violencia inusitada, minúscula y descomunal al
mismo tiempo. La marabunta sería capaz de descarnar la pata de jamón de un
cerdo con la voracidad de las pirañas amazónicas. Todo hierve, las hormigas
parecieran las diminutas gotas de vapor que se forman en la olla de agua
hirviendo. Ebullición de desaprensivos insectos. Ebullición en el caldero de
Satanás. Las liliputienses mandíbulas destrozarían hasta su desaparición el
dedo de Chopín. Es un fastuoso mar de pequeñas migajas de pan negro. Migajas
animadas de vida que se agitan convulsas sobre el teclado. Tocata y fuga de
Bach en un órgano del siglo XXI. Muerden sin arrepentimiento. Vivas,
eléctricas. ¿Es posible que alguien haya
untado el teclado de miel o de azúcar?, ¿de dónde surge este frenesí de
artrópodo rebelde?. Repetitivo el clavicordio da notas y más notas salidas de
la mente de un organista heroinómano, se balancean en las partituras rosas las
notas de amarillo limón o naranja, cascabelean un millón de serpientes de
cascabel enardecidas, y la olla se llena de burbujas de vapor transparentes y
calentísimas. Los crótalos rabiosos depositan sus castañuelas ebrias en la
danza macabra de los millones de estrellas cochambrosas. Las hormigas sobre el
teclado semejan el aspecto de la ciudad desde el rascacielos, los viandantes
podrían ser aplastados sin piedad si no produjera cosquilleo su innumerable
cantidad logarítmica. Están esos individuos posesos de tal forma que ha debido
de producirse un sortilegio de vudú haitiano o un antiguo aquelarre medieval
los convoca, y como zombies bailan de aquí para allá sobre las teclas de la
máquina. Debajo del caldero el fuego se agita con la petulancia de los demonios
azules. Muerde.
En la pantalla del monitor
libélulas y caballitos del diablo. Minúsculas pleitesías de cristal,
transparencias de vidrio, gasas translucidas, acordes de silencio inmáculo. Diamantinos
topacios azules y violetas. Monstruosos los ojos de los odonatos. Bellísimo
para los coleccionistas y los naturalistas. Gotas de miel en cada refilón de
figura. Ambares y berilos preciosísimos. Ponientes y dorados que fulgen en cada
monstruo, púrpuras de sangre divinos. Armonía e iridiscencia. Notas de
clavecín, de piano, metálicos brillos de plateadas trompetas, de doradas
trompetas. Silencio.
Frente al ordenador el demente.
No se atreve a pulsar cada tecla del instrumento. Las hormigas están ahí,
protegiendo, con su mórbido paroxismo, el teclado, para que el demente no toque
su partitura. Es necesario pues que el psicópata haga un esfuerzo. Se levanta.
Hay en la casa un bote de insecticida. Espera el gaseoso veneno, perfumado de
indómitas lavandas, como la antigua lámpara de Aladino, la mano vehemente que
saque su genio demoledor de su prisión silenciosa. El demente pulsa el spray,
la estancia se llena de extraños piretroides químicos, aromas a salvia y
pachulí surgen infernales y celestiales, precipitándose sobre el colectivo. Ya
puede el demente dar a la tecla. Y la pantalla queda a obscuras, como un espejo
de purísimos azogues.
Junio 15, 2007
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