Entrando en la habitación,
torciendo a la izquierda, tras una puerta de cristal dorado y translucido,
espera una colección de miniaturas de máscaras venecianas. Cada miniatura es
una tecla de piano, un golpe de pico de cristal sobre campanita de plata. La
máscara granate brilla como un chorro de vino tinto, la careta rosa, como un
leve atardecer en la playa, la verde y dorada, como un paseo en un puente sobre
el Guadalquivir en Córdoba. Un concierto de piano semeja trinos amarillos y
gorjeos de violetas, lilas iridiscentes escapan de trompetas cristalinas y
cristalinos acordes, llenos de rubíes, pasan de crisoberilos a turquesas.
Torciendo a la derecha la pared es lisa y blanca como la cáscara de un huevo de
gallina, lijada y esmerilada hasta la náusea, pulcra tal si fuera la taza de
porcelana de un inodoro sometida a un fuerte concentrado de lejía. Pureza y
minimalismo en toda la habitación, abierta a una pared de cristal que da a la
soledad inmensa de una piscina brutalmente azul. Se huele el clorato con una
fuerza levemente desagradable. En los acuaterrarios se crían las libélulas,
débiles como pequeñas notas agridulces, tan débiles que parecen hechas de gas,
un gas violeta y verde, o un mineral levísimo de un yacimiento de rodocrositas.
En una mesa dos glóbulos oculares humanos, aun sanguinolentos, descansan
espantosos sobre una bandeja de plata, semejan dos perlas repugnantes como dos
cerezas de cristal negro y blanco, la sangre y un hilo nervioso surge de ellos
sobre la brillante superficie como el chirrido de un gozne sin aceite. Todo el
horror y el pavor están presentes, machacando cuerdas de címbalos húngaros de
bronce. En un acuario los shubukins besuquean las aguas, vaporosos como gasas
de cristal rubio, naranja, y de plata, cada beso es una pompa de jabón
amarilla, y un vuelo de mariposas deformes. Los peces danzan en su cárcel
prisioneros de una melodía de nieve y azúcar. En el fondo de dicho acuario
otros dos glóbulos oculares humanos son mordisqueados y besuqueados por los
seres policrómicos, que los sajan y los devoran iracundos y posesos, y todo es
un éxtasis nauseabundo de color. El cardenal va vestido con su manto
arzobispal, un iracundo rojo, rabioso y frenético, con toda la pasión en el
algodón, viste al general de los sacerdotes. Si miramos su rostro, veremos que
se ha arrancado los ojos y que de sus cuencas vacías brotan dos horribles y
furibundos chorros de granadina casi morada, que cayendo sobre el traje militar
lo empapa de húmedo dolor, ácido y púrpura, tan ácido y tan púrpura como el
espanto. Diapasones de oro chocan contra diapasones de cristal, y las libélulas
revolotean de un lado para otro desde las bellísimas máscaras de porcelana
hasta la perfecta pared de cal de huevo de avestruz. Alguna libélula, macabra y
añil como una gota de zumo de pomelo, se posa sobre uno de los desprendidos
ojos, sobre la carísima bandeja. Una muñeca Rosaura, de medio metro, con los
ojos azules como una alba, señala, con la mano extendida hacia la pared, hacia
la inexistencia de la piscina maravillosa, y en su dedo índice de plástico
templado se posa otra libélula, y la hórrida escena se acompaña con pellizcos
sobre cuerdas de nerviosos clavicordios, el autor es un demente en estado de
trance. El cardenal lleva en sus manos un bote lleno de ojos humanos
arrancados, chorrea sangre de sus heridas cuencas y mancha su traje rojo de un
rojo morado violentísimo.
Febrero 26, 2007
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