domingo, 1 de febrero de 2015

El Criador de Libélulas. Sexta Versión.

Entrando en la habitación, torciendo a la izquierda, tras una puerta de cristal dorado y translucido, espera una colección de miniaturas de máscaras venecianas. Cada miniatura es una tecla de piano, un golpe de pico de cristal sobre campanita de plata. La máscara granate brilla como un chorro de vino tinto, la careta rosa, como un leve atardecer en la playa, la verde y dorada, como un paseo en un puente sobre el Guadalquivir en Córdoba. Un concierto de piano semeja trinos amarillos y gorjeos de violetas, lilas iridiscentes escapan de trompetas cristalinas y cristalinos acordes, llenos de rubíes, pasan de crisoberilos a turquesas. Torciendo a la derecha la pared es lisa y blanca como la cáscara de un huevo de gallina, lijada y esmerilada hasta la náusea, pulcra tal si fuera la taza de porcelana de un inodoro sometida a un fuerte concentrado de lejía. Pureza y minimalismo en toda la habitación, abierta a una pared de cristal que da a la soledad inmensa de una piscina brutalmente azul. Se huele el clorato con una fuerza levemente desagradable. En los acuaterrarios se crían las libélulas, débiles como pequeñas notas agridulces, tan débiles que parecen hechas de gas, un gas violeta y verde, o un mineral levísimo de un yacimiento de rodocrositas. En una mesa dos glóbulos oculares humanos, aun sanguinolentos, descansan espantosos sobre una bandeja de plata, semejan dos perlas repugnantes como dos cerezas de cristal negro y blanco, la sangre y un hilo nervioso surge de ellos sobre la brillante superficie como el chirrido de un gozne sin aceite. Todo el horror y el pavor están presentes, machacando cuerdas de címbalos húngaros de bronce. En un acuario los shubukins besuquean las aguas, vaporosos como gasas de cristal rubio, naranja, y de plata, cada beso es una pompa de jabón amarilla, y un vuelo de mariposas deformes. Los peces danzan en su cárcel prisioneros de una melodía de nieve y azúcar. En el fondo de dicho acuario otros dos glóbulos oculares humanos son mordisqueados y besuqueados por los seres policrómicos, que los sajan y los devoran iracundos y posesos, y todo es un éxtasis nauseabundo de color. El cardenal va vestido con su manto arzobispal, un iracundo rojo, rabioso y frenético, con toda la pasión en el algodón, viste al general de los sacerdotes. Si miramos su rostro, veremos que se ha arrancado los ojos y que de sus cuencas vacías brotan dos horribles y furibundos chorros de granadina casi morada, que cayendo sobre el traje militar lo empapa de húmedo dolor, ácido y púrpura, tan ácido y tan púrpura como el espanto. Diapasones de oro chocan contra diapasones de cristal, y las libélulas revolotean de un lado para otro desde las bellísimas máscaras de porcelana hasta la perfecta pared de cal de huevo de avestruz. Alguna libélula, macabra y añil como una gota de zumo de pomelo, se posa sobre uno de los desprendidos ojos, sobre la carísima bandeja. Una muñeca Rosaura, de medio metro, con los ojos azules como una alba, señala, con la mano extendida hacia la pared, hacia la inexistencia de la piscina maravillosa, y en su dedo índice de plástico templado se posa otra libélula, y la hórrida escena se acompaña con pellizcos sobre cuerdas de nerviosos clavicordios, el autor es un demente en estado de trance. El cardenal lleva en sus manos un bote lleno de ojos humanos arrancados, chorrea sangre de sus heridas cuencas y mancha su traje rojo de un rojo morado violentísimo.

Febrero 26, 2007


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