El arpa estaba muerta en un
rincón, en su cuerpo de madera se contenían bengalas verdes, crisoberilos,
rodocrositas, mariposas, notas agridulces como brillos deslumbrantes,
cegadores, soles eclipsados, pero silentes, atrapados en una carcasa inanimada.
En un silencio de ónice, espeso como la brea, duro como los feldespatos, los
colibríes enjaulados no existían. El arpa estaba muda y el ébano de su madera
era mineral, negro, ocre. El silencio cortaba como una navaja, pero ni era
navaja, ni cortaba, ni hería, ni se repercutía en iridiscencia. El silencio era
muerte o zona neutral, ni blanco, ni negro, pero sobre todo carente de azul,
carente de violeta. En el silencio no había una libélula. El arpa estaba muerta
en un rincón, con un aroma a cirios apagados hace tiempo. Sobre el arpa tejió
la araña su seda. Con ocho patas el arácnido compuso una armonía sobre las
cuerdas silentes del instrumento, espectral y geométrica, matemáticamente
perfecta, se sostenía sobre el cuerpo de un céfiro sólido. La araña era macabra
y diminuta, diminuta y feroz. En el silencio esperaba un diapasón de díptero o
un diapasón de mariposa o un cascabeleo de débiles libélulas. Esperaba
siniestra e insomne, arquetipo soberbio de la paciencia, mecánica como un
resorte en tensión, sobre el otro resorte, el arpa, que muda guardaba un tesoro
de rubíes como chispas. Oculto fuego no encendido en el que una bruja edificó
su palacio de cristal que a veces la escarcha llenaba de perlas. Sobre el
palacio magnífico del artrópodo eléctrico cayó un lepidóptero de la humedad,
frágil como un cristal de azúcar, levísimo como un mínimo quebranto de plumas,
polvillo grís que podía deshacerse de un suspiro. La araña se precipitó sobre
la minúscula mariposa y devoró lo insignificante. Más tarde la luna atravesó
como un chorro de plata por la ventana y le dió un brillo argento a la tela de
la monstruosa. Una mosca repugnante, llena de ojos, sucia, puerca, hinchada de
huevos como un contenedor de maldad, se lanzó al amanecer sobre la trampa. La
araña descubrió el exquisito manjar de la cochina nerviosa y, sin
contemplaciones, en un fastuoso acorde que describiría tan solo un Chopín
heroinómano, merendó carne crecida en el estiércol. Allí estaba el arpa, esplendorosa
promesa de un concierto con flautas, juramento de libélulas al arcoiris,
enredada en la tela del arácnido que en el silencio establecía acordes de
dificultosa geometría compleja. Números imaginarios y notas anaranjadas hacían
equilibrios sobre un pentagrama jamás escrito. Dicen que en el fondo del mar un
pulpo de ocho brazos azul y negro protege un tesoro en el que se guarda el
Santo Grial. Un niño atravesó la habitación, se fijó en la promesa de una
armonía, y pellizcó un cabello a la sirena de ébano destrozando el cristal de
la tela de araña. Y un chirrido lleno de puñalitos de mermelada de limón rompió
el silencio de una habitación en sombras.
Marzo 15, 2007
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