Aquel año la sequía era brutal.
El arroyo de los Mimbres, siempre cuajado de pececillos grises y ranas verdes
se secó de raíz dejando un hilo de agua, una cinta de plata al sol que rabioso
golpeaba las frentes de los lugareños. La canícula mordía con ínfulas de
escorpión enfurecido, podría decirse que las víboras estaban en el mejor
momento, se las veía por todas partes, lividísimas y vivísimas, serpenteantes y
cascabeleras, típicas de un far west cuasi mejicano, estribaciones de la
frontera Huelva Extremadura, y más de un niño fue envenenado por ellas, causando
pavor en la comarca. Los niños además andaban revueltos y salvajes arrojándose
piedras entre ellos por las rencillas propias de los niños y desesperados por
no poder aprovecharse del arroyo. El calor, danzante egipcia, negro de Africa,
león de Etiopía, bailaba sobre los techos de zinc, despertaba salamandras de
noche, que a la luz de la luna parecían acrecentarse innumerables, y ponía
sobre la veleta de la Iglesia, un gran alacrán de cobre, extrañísimo, su zarpa
de furor rojo. En los emparrados, las verdes vides ofrecían una sombra escasa
constelada de diamantes, y en las albercas del ganado brillaba el sol
argentífero y tremendo. En el casino no se hablaba de otra cosa, de la sequía
extrema, de la calor incesante, y el maestro y el cura se disputaban la
primacía de la fe sobre la razón con un cruel enfrentamiento propio de bellacos
y agitadores, entre copas de anís dulce y mentolados de naranja. Rivalidad
entre el magistrado y el ministro de la Iglesia cuajada de indirectas a la
inquisición española. Pero no llegaba la sangre al río pues Pilontes, el
cacique del pueblo andaba con ojo poniendo a los anarquistas un poco de su
propia medicina, sabiendo el lobo más que cuatrocientos tigres, de lo viejo que
aquel diablo era, que hubiese parecido a los ojos de un extraño que el mandamás
hubiese estudiado a la vez en la Sorbona de Paris y en los antros de los
Bakunines. Aquel año fue el año en que llegó Fernando Garcés al pueblo, a
comprarse la casa de la Loma y a ennoviar a Jesusa, y que se saldó con un navajazo
la noche de bodas de Dosdedos a Dientemellado por unas copas no pagadas en la
barra. Pero aquel año fue el año en que se pudrió el Cristo de la Demanda a la
vista de todo el pueblo cuando salió de procesión el diez de julio. Lo sacaron,
como digo, en procesión, delante iba el generalato y Doña Mencia, la viuda más
rica del pueblo, con mantilla española bordada en seda. Cuando llegó frente a
la Cuesta del Benito, ladró un perro, y el Cristo empezó a vomitar larvas y
escarabajos amarillos por los ojos, la boca, y el costado. Fue un horror, la
madera crujió y un brazo corrupto cayó al suelo golpeando los adoquines y
quebrándose en astillas. Salieron las larvas, gordas como naranjas, y los
coleópteros amarillos, gigantescos como cebollas, y la gente empezó a
santiguarse y a santiguarse diciendo qué espanto, qué espanto. Y justo cuando
la gente empezaba a llorar, tronó el cielo, un relámpago puso un toque
escarlata a la tremenda escena y empezó a granizar con ira. Una noche terrible.
Al Cristo se lo llevaron corriendo, suspendiendo la procesión, la gente exclamó
desesperada y con miedo, y la granizada derribó el muro de la Huerta del
Contao, que cayó enorme y majestuoso, y en la Iglesia una gotera llenó la pila
del agua bendita inexplicablemente. Tres día más tarde quemaron la madera
podrida del nazareno y mandaron a la capital por un buen imaginero, nada se
pudo hacer con la imagen, sino encargar otra.
Abril 16, 2007
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