lunes, 2 de marzo de 2015

La Isla del Doctor Moreau.

Llegué a la Isla de noche. Se agitaba en las palmeras un viento verde, un viento azul, un viento rojo, que venía desde las estribaciones del volcán, o desde las estribaciones de la playa. Todo era silencio. Cuando la barcaza dio con sus huesos en el embarcadero salió a recibirme el tuerto. Un cíclope creado por el doctor. Su único ojo verde parecía una linterna horripilante, su joroba, una desgracia. Llevaba un farolillo en la mano que desprendía agitadas serpientes amarillas. Era abyecto y refinado, hablaba con ceceos y suspiros agarrotados, casi con tartamudez, pero era solemne en cada frase, no inspiraba risa sino desprecio o temor. Cogió las maletas y las cargó a peso, era endemoniadamente fuerte, yo no podía con ellas y soy realmente poderoso. Caminamos el trecho que hay entre el embarcadero y la mansión, describía un violín de fermentos translucidos una melodía de caña de azúcar y barro. La mansión era grandiosa. Salió a recibirnos el policíclope, otro de los engendros del doctor. Susana dio un grito cuando lo vio, allí, alto, delgado, fuerte, con cuatro ojos en la cara. Ella sabía a lo que venía, y yo también, aún así no pudo evitar el lapsus que salió de su boca. Nos recibió el Doctor efusivamente. Correteaban por la antesala gatos verdes, producto de la industria de su dueño, todo un acierto de elegancia. Eran verdaderamente preciosos, tenían los ojos amarillos y el pelaje esmeralda. También vi un gato negro. Un gato negro normal, absolutamente normal. La primera noche la pasamos en el cenáculo con el Doctor, tomamos notas y más notas. Los crisantemos azules y amarillos de la salita competían con las fuertes acuarelas de algún loco Kandinski borracho. Luego llevamos aquellas notas al laboratorio. Nos enseñó el laboratorio, y los ordenadores. Y finalmente nos mostró nuestros aposentos. El Doctor era un individuo tenebroso, y a nosotros nos importaba una mierda aquello, lo hacíamos por dinero. Por la  mañana contemplamos el horror de los híbridos. Durante tres meses creamos, engendramos, fabricamos, hibridamos, esperpentos y paranoias, paranoias y esperpentos. Luces de Bohemia bajo antorchas de horror. Teóricamente era una isla desierta. Pero bullía en cada páramo una colección de monstruosidades, el hombre cerdo, la mujer hiena, el hombre sin orejas, la mujer víbora. Y cientos de especies, animales y vegetales, que el Doctor y nosotros, sus ayudantes, creábamos. Tanto horror sólo por dinero. Mercenarios de lo estrambótico, especuladores de la horrísona mezcolanza. Finalmente nació el niño perfecto. Sin taras genéticas, perfecto, sin miopía, talasemias, anemias, glucogenosis, o debilidades, especialmente diseñado para la guerra y para la supervivencia, de un cerebro prodigioso, y de una fuerza descomunal. Su crecimiento fue rapidísimo, ya a los seis meses podía correr y hablar y el Doctor, entonces, decidió que sus demás proyectos sobraban, y los fue eliminando uno a uno. Dio caza a la mujer pantera y al hombre cerdo, incluso exterminó a sus gatos verdes. Finalmente decidió asesinarnos. Aquella noche organizó una espectacular cena. Mientras el niño perfecto tocaba una serenata de Mozart al piano nos invitó a una copa de Oporto. En el vino había puesto estricnina y cierto alcaloide de una planta de la Isla. Bebimos Susana y yo entusiasmados por el virtuosismo del niño perfecto. Pronto caímos enfermos de fiebre. Nos echó a paletadas a una tumba colectiva. Ahora mismo mi omoplato izquierdo está sobre la quijada de la mujer cerdo y mi pelvis descansa sobre el fémur del policíclope. El volcán pronto hará saltar por los aires a toda la Isla.

Julio 28, 2007


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