Llegaba ya el reloj a dar las
siete menos cuarto de la tarde cuando Francisco Ruiz, o sea yo, se vio
espoleado por uno de sus escasísimos lectores, lo creáis o no tengo algún que
otro lector, se vio espoleado a hacer una nueva versión de La Sandía y la
Mariposa. Su nivel de estreñimiento, bueno, el nivel de mi estreñimiento era en
ese momento lo suficiente como para que hiciera una nueva mediocridad llena de
defectos, pero se arriesgó, me arriesgué, me arriesgo, y ahí va el relato:
Juan, el de la Concha, tenía la finca más ubérrima de la comarca. En ella, como
en aquella tierra prometida por Dios a los hebreos, las plantaciones crecían de
una forma tan exuberante que parecía una tierra bendita, y resultaba su
propiedad la mejor propiedad de toda la comarca. Melones del tamaño de sandías
gigantes y sandías del tamaño de tres balones de reglamento se criaban a la luz
del sol, a trescientos metros sobre el acantilado que daba a la playuela. Juan,
el de la Concha ni se esforzaba en regar, ni abonar aquella tierra, negra como
la muerte, y fecunda como los malos escritores. Decía que la huerta se regaba
sola y se abonaba sola y se recolectaba sola. Y debía de tener algo de verdad
aquello porque todos los jornaleros de la edad de Juan estaban quemados,
envejecidos, y cansados de tanto batallar y batallar en extraer las perlas a
aquella ferocidad de campesanía, mientras que el aspecto de Juan era el del
eterno adolescente. Y por eso ocurrió la desgracia. Porque Juan el de la Concha
era guapo de verdad, guapo hasta la exquisitez, guapo hasta la extremaunción,
que pareciera el Espíritu Santo de guapo aquel mozo entrado en años que no
parecía entrado en años. Buen mozo de vara de mimbre y clavel en la boca.
Teresa, la del Alberto, se enamoró de él, un día que lo vio llevar siete
sandías sobre el burrito negro de la Hortensia, recién sacadas de su huerta.
Dicen que la Teresa, la del Alberto, era bruja, y le echó la maldición a las
tierras. Porque Juan el de la Concha la rechazó al pié del altar por la Jacinta
Eufrasio. Le dijo delante del Cristo de las tres Agujas: de aquí en siete meses
a tus sandías se las llevará el demonio, y la Jacinta Eufrasio respondió
airada: verás mariposas donde las serpientes. Hasta la misma Jacinta Eufrasio
se quedó extrañada de aquella respuesta que le dio a la Teresa sin saber
porqué, y sin conocer el significado de aquellas palabras tan misteriosas.
Efectivamente, a los siete meses del desplante, las sandías estaban tan grandes
que parecían la mejor cosecha nunca habida en el pueblo. Juan el de la Concha
estaba feliz, su novia, que no su mujer, pues no se casaron, la Jacinta
Eufrasio, embarazada de siete meses, y el asunto de la boda olvidado por todos,
menos por la Teresa. Se cortaron treinta sandías para el bautizo del niño, que
nació sietemesino, y ahí se obró la maldición, pues cuando fueron a rajar a las
sandías éstas estaban huecas por dentro y en su lugar había serpientes,
serpientes, culebrillas de agua verdes y amarillas que asustaron a todo el
mundo y fueron masacradas a pisotones despiadados. Esa noche, cuando la Teresa
fue a comer sandía, sin ser avisada por nadie del pueblo, al rajar una sandía
que parecía lozana y hermosa, descubrió el interior de la misma lleno de
mariposas azules.
Julio 27, 2007
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