Un amarillo presumido estaba
sobre la valla de un jardín, y contemplaba desde su puesto de pintura el
amarillo triste y verdoso de un limón. Mientras discutían sobre lo que hacía el
dueño de la finca, un asesino que había matado a un hombre y lo había sepultado
en dicho jardín, se posó un caballito del diablo verde y lila en una flor azul,
y los colores, aburridos, empezaron a hablar de lo cara que estaba la vida para
los colores, pues había un aprendiz de mago en las inmediaciones que los robaba
y los apresaba en una redoma para sus magias indecentes. La conversación rayaba
en la discusión enfervorecida y todos los colores estaban a punto de pelearse
los unos con los otros. El dueño de la finca había usado para el asesinato un
azadón, y quedaban restos de sangre púrpura en el filo del instrumento, afilado
hasta el espanto. El púrpura de la sangre habló entonces advirtiendo que el
aprendiz de mago estaba cerca y todos sus contertulianos enmudecieron a la vez.
El silencio se posó sobre la escena como la lápida de un tumba sobre el hoyo,
pesadamente y rotundo. En la finca el asesino cortaba el seto y el emparrado
con unas grandes tijeras rojas. Una mosca negra y molesta le revoloteaba por la
frente, con la desobediencia de lo molestísimo, y el asesino, vestido con un
nicki de algodón violeta, intentaba proseguir la poda macabra y al mismo tiempo
acabar con el furioso díptero. Estaba al borde del colapso nervioso, pues la
insolente mosca, atrevida y bravucona, intentaba metérsele por uno de los
orificios auditivos, de tal manera que el hombre, sin querer, le dió un
espantoso corte al rosal del jardín, y una rosa negripúrpura cayó sobre la
hojarasca rojiza del césped, como un extraño guante desprendiéndose de una mano
de reina. El hombre entonces, cesó su trabajo y empezó a dar manotazos al aire.
La mosca no se apartaba de su presa, furibunda como su primo el tábano, y
pegajosa como una cinta de celofán, sonaba a lo lejos algún violín estridente y
eléctrico tocado por un demente. El mago apareció en el escenario. Era un
muchacho joven, de unos veinte años, delgado y guapo, pero tuerto de un ojo, lo
que lo afeaba considerablemente, y estaba vestido con una camisa de Foam Gum,
con un títere o muñequito fucsia sobre un fondo negro, y unos pantalones
vaqueros. Dió un golpe a su varita mágica y todos los colores se desgarraron de
sus sitios precipitándose en la redoma de cristal que llevaba en la mano. Sonó
un chillido como de azúcar y zumo de pomelo. La naturaleza quedó translúcida,
la libélula transparente, el césped, incoloro, como de cristal, como de gasa,
la valla amarilla quedó desprovista de color, el limón parecía una extraña
medusa marina, la rosa parecía otra medusa, o hecha enteramente de vidrio, como
en las tiendas de Joyería, y finalmente, el suelo de la finca quedo tan desnudo
a los ojos que se pudo ver el cadáver del muerto, con la cabeza separada del
tronco y los ojos casi saliéndosele de las órbitas, enterrado en la translúcida
arena. El negro de la mosca desapareció del artrópodo dejándolo igual que un
camarón marino, y de los ojos verdes del asesino desapareció el esmeralda,
atrapado en la redoma. El muchacho, entonces, invocó al demonio Absalón, y
desapareció. Pronto estuvo en la escuela de magia potagia, abstraído en ir
separando uno a uno los colores que había robado hacía poco. Los que más le gustaban
eran el lila de la Libélula, el púrpura de la sangre, y el negripúrpura de la
rosa. La tarea que le habían pedido sus profesores era la de pesar cada color
en la balanza de los colores. Tenía que ir con mucho cuidado. En uno de los
platillos de la balanza tenía que poner el color, y en el otro platillo del
instrumento tenía que poner notas musicales. Las notas eran ácidas y
diamantinas, maullidos de gato, chirriar de canto de grillos, brillos de luces
en los cristales de los coches, transparencias de las aguas de una piscina. En fin,
una tarea ardua y complicada pero muy muy bonita. Sus profesores le pusieron un
notable alto.
Junio 8, 2007
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