Dios, qué dolor de espaldas. Qué
dolor más agudo. Ay, ay. ¿Dónde estoy?. Casi no veo nada. Dios, ¿qué es esto?,
¡¡¡estoy lleno de cucarachas!!!, joder,
(de pronto el asco y el espanto a partes iguales se apoderan de mi y
siento que estoy ante un navajero que me quiere robar lo escondido en el
bolsillo). Y ya me doy cuenta de donde estoy, hago todo lo posible para no
moverme aunque la brutal cantidad de cucarachas me espanta monstruosamente, me
da un pavor inmisericorde, pero no me muevo, puedo caer. Y allí estoy, estaba
tan tranquilo andando por la calle, era una tarde de verano magnífica, llena de
pájaros lindísimos y de árboles verdes y deliciosos, y de pronto estoy aquí,
justo al lado del abismo. No te muevas, me digo, no te muevas, pero una
cucaracha se desliza por mi cara, y grito, aúllo como si me hubiesen dado un
latigazo, y empiezo a temblar, empiezo a temblar como si tuviese frío. Y hace
frío, todo está en la penumbra y hace frío, pero las cucarachas infernales me
están secuestrando el alma, Señor, sácame de aquí, Señor. Y los bichos están
por todos los lados, sobre mi piel, sobre mi cabello, en las paredes, en el
suelo, pero no te muevas, Francisco, no te muevas por lo que más quieras. Y me
voy dando cuenta poquito a poco de mi situación, es una escalera, la escalera de
mi relato, la escalera de un condenado, pero no te muevas, Francisco, no te
muevas. Y me doy cuenta de que estoy al borde del abismo, que esto es una sima
y que tengo que subir o que bajar. Y cada peldaño es la trampa de la locura, y
cada peldaño es el diente de un cocodrilo, y el hueco de la elipse infinita la
boca de un tigre. Y no sé si subir o bajar, el agua surge de algún lugar y
baja, y hay un millón de repugnantes y asquerosas cucarachas, demonios, qué
asco, cómo las odio, Señor, sácame de aquí, Señor, sácame de aquí. La concha
del Nautilus me observa, estoy dentro de la carcasa del horrible caracol
mutante. Y puedo caer, vaya que si puedo caer, e intuyo que allá en el fondo te
espera la “suave” caricia de la piedra, dura como el diente de diez y ocho
tiburones. Esta pobre hormiga, Señor, te pide ayuda, madre, ¿dónde estás?, tu
hijo te necesita. ¿No querías, Francisco, ser gruísta de la Construcción, no
fantaseabas con tener más huevos que el caudillo y bajar a la mina o subir a la
grúa?, pues ahora, toma pan y moja, y mira tu propio infierno de frente, mira
cara a cara al sol y desespera. Y allí estoy, en la infernal máquina del tubo
infinito, del túnel que baja al submundo tenebroso, entre insectos. Cada
peldaño se me va a hacer una odiosa frente de toro. Señor, ¡¡¡¡sácame de
aquí!!!!. Y empiezo a bajar, poco a poco, me duele el cuerpo, pero es del
miedo, es el miedo el que me hace débil, es el miedo el que provoca la lasitud
de mis miembros, el que los debilita. Estoy al borde del paroxismo, la espiral,
abierta y succionante, qué ansia de llevarse todo mi cuerpo en un suspiro.
Empiezo a hiperventilar, tranqui, tranqui, tranqui colega, detente, detente un
poco, descansa. Zócalo de navaja barbera, pared de granito despiadado. Pero qué
asco, una cucaracha se me ha parado en la mano. Descansa, descansa.
Junio 28, 2006
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