martes, 23 de diciembre de 2014

Los Ojos.

Aquel día me levanté como cada mañana desde hacía semanas. Con ardor estomacal, dolor de cabeza, olor a queso podrido en la boca y sabor a corcho rancio en el paladar. Me lavé los ojos con abundante agua fría. En el cuarto de baño diez cucarachas por lo menos en franca agonía movían, quietas, sus patitas eléctricamente al mínimo contacto, reflejo mecánico de un ser tan repugnante como mi propia conciencia. Me sequé con la sucia toalla de todas las mañanas y me desprendí de unas legañas en los ojos cristalizadas y duras. Me vestí. Y finalmente salí a la calle. Miré hacia el cielo: claro, despejado, azulísimo, radiante, espléndido. Me dije a mi mismo, perfecto, temperatura ideal y magnifica naturaleza de su parte. Pero al doblar la esquina de la calle de golpe el terror se apoderó de todo mi ser, la repugnancia más tremebunda y el espanto más terrorífico que imaginarse puedan: todas las paredes tenían ojos vivos, millones de ojos vivos en todas las paredes, como inmensas y arquetípicas colas de pavos reales nauseabundas. Todas las paredes eran un inmenso cíclope. Los cristales de los escaparates de las tiendas, los muros de cualquier pared desvencijada, todo, absolutamente todo, hasta el marasmo, hasta lo repulsivo, lleno de ojos, ojos, ojos, ojos, y todos mirándome, observándome, impíos, macabros, fijos, impasibles. Caí desmayado en medio de la calle, me golpeé la cabeza contra una pared y sentí un dolor brutal de típico accidente. Quedé inconsciente. No sé cuanto tiempo tardé en recuperarme, y cuando lo hice los ojos seguían allí, las paredes estaban vivas, las cosas eran seres vivos, el monstruo infernal era real. Vomité. Un peatón  escuchó mis alaridos, me agarró de la cintura, me dijo: cálmate. Por fin has llegado a tu destino.

Junio 20, 2006


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