Aquel día me levanté como cada
mañana desde hacía semanas. Con ardor estomacal, dolor de cabeza, olor a queso
podrido en la boca y sabor a corcho rancio en el paladar. Me lavé los ojos con
abundante agua fría. En el cuarto de baño diez cucarachas por lo menos en
franca agonía movían, quietas, sus patitas eléctricamente al mínimo contacto,
reflejo mecánico de un ser tan repugnante como mi propia conciencia. Me sequé
con la sucia toalla de todas las mañanas y me desprendí de unas legañas en los
ojos cristalizadas y duras. Me vestí. Y finalmente salí a la calle. Miré hacia
el cielo: claro, despejado, azulísimo, radiante, espléndido. Me dije a mi
mismo, perfecto, temperatura ideal y magnifica naturaleza de su parte. Pero al
doblar la esquina de la calle de golpe el terror se apoderó de todo mi ser, la
repugnancia más tremebunda y el espanto más terrorífico que imaginarse puedan:
todas las paredes tenían ojos vivos, millones de ojos vivos en todas las
paredes, como inmensas y arquetípicas colas de pavos reales nauseabundas. Todas
las paredes eran un inmenso cíclope. Los cristales de los escaparates de las
tiendas, los muros de cualquier pared desvencijada, todo, absolutamente todo,
hasta el marasmo, hasta lo repulsivo, lleno de ojos, ojos, ojos, ojos, y todos
mirándome, observándome, impíos, macabros, fijos, impasibles. Caí desmayado en
medio de la calle, me golpeé la cabeza contra una pared y sentí un dolor brutal
de típico accidente. Quedé inconsciente. No sé cuanto tiempo tardé en
recuperarme, y cuando lo hice los ojos seguían allí, las paredes estaban vivas,
las cosas eran seres vivos, el monstruo infernal era real. Vomité. Un
peatón escuchó mis alaridos, me agarró
de la cintura, me dijo: cálmate. Por fin has llegado a tu destino.
Junio 20, 2006
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