martes, 23 de diciembre de 2014

Pequeño relato de Fantasía. Variación.

Entrar en el mundo de los guillotinados, de los guillotinados en pecado, se sobreentiende, es disponerse a pasar un mal rato. Un mal y terrorífico rato. Porque los brutales bautistas han sustituido sus cabezas por tentáculos. Y aunque en torno de ellos revolotean mariposas, verdes, azules, lilas o doradas el aspecto tenebroso del asunto oscilará entre la nausea y el espanto. Uno cuando los ve se pregunta: si no tienen boca ¿cómo es que existen?, ¿comen?, pero ellos no necesitan alimentarse, son eternos como los dioses y están en nuestros sueños succionando nuestros temores y saciándose de nuestro asco. Y lo dicho para los horrísonos Hombres cabeza de tentáculos (no creáis que no nos ven aunque no posean ojos) vale igualmente para los repulsivos Glóbulos oculares men. De estos últimos a veces brotan arácnidos rayos de luz azul, raicillas eléctricas capaces de asesinar. Así que aquí estamos, hemos entrado en su mundo, hemos entrado semejantes al que profana un templo católico o al que pisa una mezquita sin descalzarse. ¿Y cual puede ser nuestra condena?. Ellos tienen unos perros que son únicamente una inmensa boca sin nariz ni ojos ni oídos. Y esos perros son los que nos han lanzado en búsqueda. Y ahora tenemos que huir por una planicie blanca y porosa de piedrecitas afiladísimas bajo un sol naranja que quema como la zarpa de un tigre. No llevamos ni una sola gota de agua aunque a lo lejos podemos divisar charcas de color verde. El agua estará sucia pero será nuestra única alternativa a la sed. Ya hemos avanzado medio clímax solar y cubiertos de sudor y polvo, jadeando, llegando a una zona en la que el terreno se ondula y se agrieta, ¿podremos ocultarnos de esos horrorosos cazadores por diversión?. Hay una especie de monolitos alargadísimos como columnas pero muy delgados y muros de diversos colores que conforman un laberinto a medio hacer. Podremos escondernos. ¡Ay si pudiéramos lavarnos para ocultar nuestro olor corporal al olfato despiadado de los canes espantosos y sus abominables amos¡. He encontrado una oquedad en un muro, aquí me oculto y los veo pasar, sus horripilantes cabezas y sus bestiales perros. Creo que a través de esta oquedad saldré del texto en el que habitan pero ¿y si escaparan del texto para asesinarme? ¿y si a través del texto surgieran a la luz de lo real como una infección gripal e invadieran el mundo?. Pero por otro lado si borrara el texto ¿no estaría destruyendo todo un mundo bellísimo a pesar de la nausea?. En esto estaba cuando pedí a los dioses que dieran algún tipo de vida a la mórbida aberración que acababa de escribir. Salí del nauseabundo texto y entré en el carnaval de Venecia. El palacio barroco brillaba dorado como un ascua y bellísimas mujeres se disponían a bailar un dulce minueto detrás de sus máscaras de plumas, de porcelana o de cristal. Pude ver mi propia imagen en un espejo gigantesco. Estaba enteramente vestido de arlequín con un traje de rombos amarillos, una máscara de cristal verde y dos leves cuernecillos dorados. Sonó la música, muy suave y francamente deliciosa y todo el mundo se puso a bailar organizadamente, como si lo hubieran ensayado en infinidad de ocasiones. Me aparté y por una puerta preciosísima accedí al jardín. Miré hacia atrás y vi de nuevo mi texto recién escrito. Volví a mirar hacia el jardín, parterres de rosas en opulenta floración se deshacían en sombras bajo la luz de la luna y ésta estaba gorda y blanquísima exactamente igual a una moneda de plata recién fundida. Le hice un agujero con una ramita de rosal y me la guardé en el bolsillo quedando todo en una obscuridad abundante, pero quebrada por las vidrieras luminosas del palacio. En el jardín un Hombre cabeza de tentáculo tocaba un arpa con sus ganchudas uñas. Aquello sonaba bastante bien, me recordaba a fondos marinos de colores violentos. Pude imaginar la partitura. Escrita en rosa sobre un fondo azul las corcheas, semicorcheas, fugas y semifusas trepaban de una línea a otra como los simios de América de rama en rama. A veces había una nota de silencio que semejaba a una calle de madrugada. Tan profundamente estaba pensando en la deliciosa música que no me di cuenta de que la luna se me escapaba del bolsillo y con su vocecita de aguamarina y cristal llamaba a las estrellas en su ayuda. Le di un pisotón y se me quedó pegada a la suela del zapato igual que un chicle. Paró de tocar el Hombre cabeza de tentáculos, sus hombros y brazos brillaban aceitunados. Yo decidí entonces salir definitivamente del texto. A pesar de todo me gustaba. Lo releí varias veces, le hice podas e injertos, tenía espinas y rugosidades, era una extraña flor azul con los pétalos mordidos y desiguales. En cambio un amigo me dijo que era un caracol aplastado, reluciente y húmedo, con las distintas placas de la concha hechas trizas. Cogí entonces a mi amigo y lo introduje en el texto. Se bebió un vaso entero de sangre de luna. Terminé de escribir esto y acaricié a mi perro. El frío de la noche tenía incrustaciones de violetas.

Enero 4, 2006.


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