Entrar en el mundo de los
guillotinados, de los guillotinados en pecado, se sobreentiende, es disponerse
a pasar un mal rato. Un mal y terrorífico rato. Porque los brutales bautistas
han sustituido sus cabezas por tentáculos. Y aunque en torno de ellos
revolotean mariposas, verdes, azules, lilas o doradas el aspecto tenebroso del asunto
oscilará entre la nausea y el espanto. Uno cuando los ve se pregunta: si no
tienen boca ¿cómo es que existen?, ¿comen?, pero ellos no necesitan
alimentarse, son eternos como los dioses y están en nuestros sueños succionando
nuestros temores y saciándose de nuestro asco. Y lo dicho para los horrísonos
Hombres cabeza de tentáculos (no creáis que no nos ven aunque no posean ojos)
vale igualmente para los repulsivos Glóbulos oculares men. De estos últimos a
veces brotan arácnidos rayos de luz azul, raicillas eléctricas capaces de asesinar.
Así que aquí estamos, hemos entrado en su mundo, hemos entrado semejantes al
que profana un templo católico o al que pisa una mezquita sin descalzarse. ¿Y
cual puede ser nuestra condena?. Ellos tienen unos perros que son únicamente
una inmensa boca sin nariz ni ojos ni oídos. Y esos perros son los que nos han lanzado
en búsqueda. Y ahora tenemos que huir por una planicie blanca y porosa de
piedrecitas afiladísimas bajo un sol naranja que quema como la zarpa de un
tigre. No llevamos ni una sola gota de agua aunque a lo lejos podemos divisar
charcas de color verde. El agua estará sucia pero será nuestra única
alternativa a la sed. Ya hemos avanzado medio clímax solar y cubiertos de sudor
y polvo, jadeando, llegando a una zona en la que el terreno se ondula y se
agrieta, ¿podremos ocultarnos de esos horrorosos cazadores por diversión?. Hay
una especie de monolitos alargadísimos como columnas pero muy delgados y muros
de diversos colores que conforman un laberinto a medio hacer. Podremos
escondernos. ¡Ay si pudiéramos lavarnos para ocultar nuestro olor corporal al
olfato despiadado de los canes espantosos y sus abominables amos¡. He
encontrado una oquedad en un muro, aquí me oculto y los veo pasar, sus
horripilantes cabezas y sus bestiales perros. Creo que a través de esta oquedad
saldré del texto en el que habitan pero ¿y si escaparan del texto para
asesinarme? ¿y si a través del texto surgieran a la luz de lo real como una
infección gripal e invadieran el mundo?. Pero por otro lado si borrara el texto
¿no estaría destruyendo todo un mundo bellísimo a pesar de la nausea?. En esto
estaba cuando pedí a los dioses que dieran algún tipo de vida a la mórbida
aberración que acababa de escribir. Salí del nauseabundo texto y entré en el
carnaval de Venecia. El palacio barroco brillaba dorado como un ascua y
bellísimas mujeres se disponían a bailar un dulce minueto detrás de sus
máscaras de plumas, de porcelana o de cristal. Pude ver mi propia imagen en un espejo
gigantesco. Estaba enteramente vestido de arlequín con un traje de rombos
amarillos, una máscara de cristal verde y dos leves cuernecillos dorados. Sonó
la música, muy suave y francamente deliciosa y todo el mundo se puso a bailar
organizadamente, como si lo hubieran ensayado en infinidad de ocasiones. Me
aparté y por una puerta preciosísima accedí al jardín. Miré hacia atrás y vi de
nuevo mi texto recién escrito. Volví a mirar hacia el jardín, parterres de rosas
en opulenta floración se deshacían en sombras bajo la luz de la luna y ésta
estaba gorda y blanquísima exactamente igual a una moneda de plata recién
fundida. Le hice un agujero con una ramita de rosal y me la guardé en el
bolsillo quedando todo en una obscuridad abundante, pero quebrada por las
vidrieras luminosas del palacio. En el jardín un Hombre cabeza de tentáculo
tocaba un arpa con sus ganchudas uñas. Aquello sonaba bastante bien, me
recordaba a fondos marinos de colores violentos. Pude imaginar la partitura.
Escrita en rosa sobre un fondo azul las corcheas, semicorcheas, fugas y semifusas
trepaban de una línea a otra como los simios de América de rama en rama. A
veces había una nota de silencio que semejaba a una calle de madrugada. Tan
profundamente estaba pensando en la deliciosa música que no me di cuenta de que
la luna se me escapaba del bolsillo y con su vocecita de aguamarina y cristal
llamaba a las estrellas en su ayuda. Le di un pisotón y se me quedó pegada a la
suela del zapato igual que un chicle. Paró de tocar el Hombre cabeza de
tentáculos, sus hombros y brazos brillaban aceitunados. Yo decidí entonces
salir definitivamente del texto. A pesar de todo me gustaba. Lo releí varias veces,
le hice podas e injertos, tenía espinas y rugosidades, era una extraña flor
azul con los pétalos mordidos y desiguales. En cambio un amigo me dijo que era
un caracol aplastado, reluciente y húmedo, con las distintas placas de la concha
hechas trizas. Cogí entonces a mi amigo y lo introduje en el texto. Se bebió un
vaso entero de sangre de luna. Terminé de escribir esto y acaricié a mi perro. El
frío de la noche tenía incrustaciones de violetas.
Enero 4, 2006.
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