El Descenso. (Y espero que no sea
el del Real Betis, claro).
El muchacho baja la angosta
escalera apenas iluminada. Hacia abajo, por el hueco, la obscuridad es dura
como un bofetón, y la boca del lobo, abierta y llena de horripilantes dientes,
negra y espesa igual que la brea, se permite un deseo de succión sin límites,
rabioso. El peldaño, tienes leves toques de topacio iracundo, la pared, arrugas
de anciano, o dedo de quien se lleva media hora en la bañera, y las raíces,
prometiendo la caída, se llevan las uñas del muchacho, que se agarra a ellas
con el temblor de la hojarasca en el bosque. Desciende en la penumbra, hay como
un batir de alas en el silencio, espeso cual gota de aceite, denso, y el musgo,
suave como el traje de una novia, aterciopela la garra del débil muchacho que
baja las escaleras con los ojos espantados, en la horrible pesadilla. Cada paso
que da es una leve crucifixión, un diminuto fusilamiento, los cuernos del toro
que en el filo del peldaño sacuden al torero, buscan tragarse todo un cuerpo, y
el hueco de la terrorífica escalera aspira a tener en su boca, araña desnutrida
que pide ángeles temblorosos, el cuerpo del único espada estremecido. Con
dificultad de artificiero, desciende un escalón, cuya arista afilada sería
capaz de desollar un buey, pero es el hueco de el esófago brutal lo que
atenaza, el miedo es similar a una serpiente de cascabel, todo el cuerpo del
suplicante, que reza a Dios en los confines del espanto. Y el muchacho
desciende, y no sabe si ha de subir, y la duda y la certeza se mezclan en una violenta
batalla o aquelarre. Y puede caer, y no soporta, el peso de su propia belleza,
o lo que es lo mismo, su propio cuerpo y su conciencia. Y la escalera tiembla,
pero no, no tiembla, es el cuerpo lo que tiembla como una masa de gelatina de
caramelo en los labios de un niño monstruoso. Desciende el chaval por la región
infernal de los silencios, y su respiración es casi un grito doloroso, y la
angustia, que quisiera salir por la boca, ahoga el grito como una mujer enferma
y loca a su hijo recién nacido. Baja, baja, y aquello le cansa y es pavoroso, y
puede caer en el vacío, y el vacío, intacta trompa de elefante, succiona el
aire y hacia abajo la obscuridad es la promesa de la muerte. Temblor de cuerda
y diapasón, breve fulgor de guitarra monstruosa, violín en espantoso acorde,
arpa muerta. Ya el muchacho es un cadáver, a cada paso que da para salvar la
vida muere, a cada paso le fusilan, ya quisiera no haber nacido nunca, y el
pozo iracundo por donde la escala de caracol desciende es la cabellera monstruosa
de la Gorgona, una gorgona tuerta cuyo único ojo es el espantoso hueco que
puede devorar al cervatillo. Pero lo peor acaso sea no saber si es en el subir
donde está la salvación.
Junio 27, 2006
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