Fuimos hacia las profundidades
del pantano. Los mosquitos picaban como diablos enloquecidos excitados por un
ángel. En nuestra canoa, abajo en las aguas, negras, densas y podridas, se
veían los esqueletos que dejan limpios las pirañas. Por sobre nosotros los
árboles tapizaban la selva llenos de gritos y chillidos de aves misteriosas y
animales enfurecidos. En la nariz el olor a pantano marcaba un baile de hogueras
y un ruido de serpientes esmeraldas. En las orillas negrísimos cocodrilos
deseaban incorporar a sus zapatos nuestra carne. Los dientes parecían estar
suplicando heridas. La obscuridad, rota a veces por los rayos del sol quería
morirse definitivamente o renacer. Tapizaba el techo de la selva las lianas, todo
estrellado la cúpula sombría, bellísima. Los remos en el agua la ondulaban como
si fuera aceite. Un aceite denso lleno de imprecaciones hostiles. Se veían
telas de araña llenas de agua e insectos. Nos hacían daños las agujas aladas, un
daño eléctrico. La lluvia animal hería con saña. El sarpullido rojo de nuestra
piel nos delataba. Pequeños Jesucristos en un diminuto Gólgota. Por fin dimos con
el templo. Majestuoso y sagrado. Hieráticas estatuas hacían de guerreros
protectores. Conocíamos la eterna maldición. Blasfemos, tened cuidado de lo que
pronuncia vuestra boca. Impíos, purificaos antes de entrar. Infieles, no oséis
perturbar el sueño de los dioses que os sueñan. Malditos, no avancéis. Entramos,
y el miedo nos daba latigazos fríos. Llegamos al sagrario. El Gran Buda miraba
con soberbia. A sus pies miles de cráneos humanos, limpios como bolas de billar
amarillas. Nos postramos y rezamos. El Gran Buda habló, tomad, dijo. Y cogimos
el inmenso diamante. La muchacha se lo puso al cuello. Y yo arranqué de un dedo
huesudo un anillo de oro. Volvimos a arrodillarnos. Dimos las gracias. El Gran
Buda nos bendijo. En el pantano nos miraban los espectros con envidia.
Febrero 21, 2006.
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