martes, 23 de diciembre de 2014

En el pantano.

Fuimos hacia las profundidades del pantano. Los mosquitos picaban como diablos enloquecidos excitados por un ángel. En nuestra canoa, abajo en las aguas, negras, densas y podridas, se veían los esqueletos que dejan limpios las pirañas. Por sobre nosotros los árboles tapizaban la selva llenos de gritos y chillidos de aves misteriosas y animales enfurecidos. En la nariz el olor a pantano marcaba un baile de hogueras y un ruido de serpientes esmeraldas. En las orillas negrísimos cocodrilos deseaban incorporar a sus zapatos nuestra carne. Los dientes parecían estar suplicando heridas. La obscuridad, rota a veces por los rayos del sol quería morirse definitivamente o renacer. Tapizaba el techo de la selva las lianas, todo estrellado la cúpula sombría, bellísima. Los remos en el agua la ondulaban como si fuera aceite. Un aceite denso lleno de imprecaciones hostiles. Se veían telas de araña llenas de agua e insectos. Nos hacían daños las agujas aladas, un daño eléctrico. La lluvia animal hería con saña. El sarpullido rojo de nuestra piel nos delataba. Pequeños Jesucristos en un diminuto Gólgota. Por fin dimos con el templo. Majestuoso y sagrado. Hieráticas estatuas hacían de guerreros protectores. Conocíamos la eterna maldición. Blasfemos, tened cuidado de lo que pronuncia vuestra boca. Impíos, purificaos antes de entrar. Infieles, no oséis perturbar el sueño de los dioses que os sueñan. Malditos, no avancéis. Entramos, y el miedo nos daba latigazos fríos. Llegamos al sagrario. El Gran Buda miraba con soberbia. A sus pies miles de cráneos humanos, limpios como bolas de billar amarillas. Nos postramos y rezamos. El Gran Buda habló, tomad, dijo. Y cogimos el inmenso diamante. La muchacha se lo puso al cuello. Y yo arranqué de un dedo huesudo un anillo de oro. Volvimos a arrodillarnos. Dimos las gracias. El Gran Buda nos bendijo. En el pantano nos miraban los espectros con envidia.

Febrero 21, 2006.


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