Los muchachos entraron en el
templo del Graffitti. Inmensos y caleidoscópicos graffittis geométricos
adornaban las paredes de aquel recinto. Era una autentica preciosidad estar en
aquel sitio. Se sentían como sumergidos en un pequeño paraíso en el que las
formas, curvas, rectas, y colores de los dibujos les señalaban las distintas
estancias por las que deambular. El rojo, el naranja, el violeta y el verde
competían entre ellos a veces de forma abstracta, a veces de forma logarítmica,
en espiral o en recta quebrada, poligonales o curvos, como densas gotas de
aceite rosa o como pequeños rombos violetas. Una pareja de muchachos, ella y
él, se abrazó y empezó a besarse en una esquina, entre leves risas musicales, y
coqueteos femeninos. La mayoría de los chavales, sorprendidos por la belleza se
extasiaban en la contemplación de aquel arte callejero. La luz salía de las esquinas.
Pequeños focos pero muy potentes iluminaban aquel museo. Espectacular. Música
clásica barroca ambientaba los pasillos. Era muy bonito, archibonito. Los
chavales disfrutaban. A veces en las esquinas de los pasillos del laberinto
había situadas pequeñas fuentes iluminadas de rosa o azul, y ellos metían
levemente las manos y los dedos y se refrescaban. Anduvieron como una media
hora y se encontraron en una habitación totalmente dorada iluminada por
potentes focos, en ella tan solo un cuadro, un graffiti, mostraba formas como
de mar ondulado y crestas poligonales de azul y violeta, esplendoroso y
sencillo al mismo tiempo. Todo era un homenaje al graffiti callejero y los
muchachos se sentían gozosos y afortunados. Pequeños bancos de colores les
aconsejaron descansar y se sentaron. Era el primer museo graffittero creado en
Sevilla y era muy de agradecer la idea de un alcalde ladrón y sinvergüenza como
el que más. Esta vez había acertado, se merecía por lo menos diez docenas de
votos más que su apocalíptico rival, tan o más sinvergüenza que él, pero mucho
más conservador y facha. En esto estaba cuando me di cuenta de que yo era
Francisco Ruiz y al alcalde, y al resto del planeta, le sudaba la polla de todo
lo que dijera, escribiera, o inventara. Me sumí en mis elucubraciones, lamenté
no haber nacido tigre o Sida para ir matando gente por la calle, entre ellos al
alcalde, y dejé de escribir este relato. Fantaseé de nuevo con una película de
niños en la que los críos tuvieran que competir contra horripilantes demonios
en una escalera de caracol que descendiera a los infiernos, reflexioné de nuevo
sobre mi absoluta levedad, firmé el escrito y lo volví a colgar de nuevo en un
foro de Internet.
Julio 20, 2006
No hay comentarios:
Publicar un comentario