sábado, 27 de diciembre de 2014

Matando el Tiempo.

Los muchachos entraron en el templo del Graffitti. Inmensos y caleidoscópicos graffittis geométricos adornaban las paredes de aquel recinto. Era una autentica preciosidad estar en aquel sitio. Se sentían como sumergidos en un pequeño paraíso en el que las formas, curvas, rectas, y colores de los dibujos les señalaban las distintas estancias por las que deambular. El rojo, el naranja, el violeta y el verde competían entre ellos a veces de forma abstracta, a veces de forma logarítmica, en espiral o en recta quebrada, poligonales o curvos, como densas gotas de aceite rosa o como pequeños rombos violetas. Una pareja de muchachos, ella y él, se abrazó y empezó a besarse en una esquina, entre leves risas musicales, y coqueteos femeninos. La mayoría de los chavales, sorprendidos por la belleza se extasiaban en la contemplación de aquel arte callejero. La luz salía de las esquinas. Pequeños focos pero muy potentes iluminaban aquel museo. Espectacular. Música clásica barroca ambientaba los pasillos. Era muy bonito, archibonito. Los chavales disfrutaban. A veces en las esquinas de los pasillos del laberinto había situadas pequeñas fuentes iluminadas de rosa o azul, y ellos metían levemente las manos y los dedos y se refrescaban. Anduvieron como una media hora y se encontraron en una habitación totalmente dorada iluminada por potentes focos, en ella tan solo un cuadro, un graffiti, mostraba formas como de mar ondulado y crestas poligonales de azul y violeta, esplendoroso y sencillo al mismo tiempo. Todo era un homenaje al graffiti callejero y los muchachos se sentían gozosos y afortunados. Pequeños bancos de colores les aconsejaron descansar y se sentaron. Era el primer museo graffittero creado en Sevilla y era muy de agradecer la idea de un alcalde ladrón y sinvergüenza como el que más. Esta vez había acertado, se merecía por lo menos diez docenas de votos más que su apocalíptico rival, tan o más sinvergüenza que él, pero mucho más conservador y facha. En esto estaba cuando me di cuenta de que yo era Francisco Ruiz y al alcalde, y al resto del planeta, le sudaba la polla de todo lo que dijera, escribiera, o inventara. Me sumí en mis elucubraciones, lamenté no haber nacido tigre o Sida para ir matando gente por la calle, entre ellos al alcalde, y dejé de escribir este relato. Fantaseé de nuevo con una película de niños en la que los críos tuvieran que competir contra horripilantes demonios en una escalera de caracol que descendiera a los infiernos, reflexioné de nuevo sobre mi absoluta levedad, firmé el escrito y lo volví a colgar de nuevo en un foro de Internet.

Julio 20, 2006


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