miércoles, 24 de diciembre de 2014

El Descenso.

No sé lo que he soñado esta tarde. Acababa de almorzar cuando me puse a dormir la siesta. La siesta, un bálsamo absoluto. Pero ha durado escasamente un minuto, menos quizás, puede ser que en ese minuto hayan chocado automóviles, sucedido terremotos, asesinatos, cataclismos, monstruosidades, o que por el contrario hayan venido a este sufriente mundo miles de recién nacidos. Me han despertado, han soliviantado mi absoluta necesidad de reposo, unas tremendas ganas de orinar. Eso me ha desvelado, ha interrumpido el necesario descanso para esta alma enferma. He orinado en el cuarto de baño, y he vuelto a la cama, en la penumbra, bajo la luz que se transparentaba de las rendijas de la ventana a unas cortinas rosas. Luego, no sé, he pensado en un relato, he pensado: en mis sienes han crecido dos grandes pitones de marfil, no los cuernos de un carnero, no, dos grandes pitones taurómacos, y me he convertido en el Minotauro de Borges. El animal que vaga por los laberintos intentando la fuga o el capote, o buscando la espada salvadora. Pero de pronto he pensado en el vicioso que transforma mis afilados pitones asesinos en dos sendos colgajos genitales, dos aparatos genitales masculinos completos, ávidos de succión, penetración, y orgasmos. Cómo ocultan los pesados testículos casi mi visión al caer incluso más allá de mis cejas, y cómo soy conducido hacia la sodomítica orgía, llena de mucosidades y fluidos. Y he dicho, basta, visión carnal de la voluptuosidad. Y entonces no he tenido ojos, y mis ojos, transformados en atributos de la masculinidad me convertían sin remisión en más monstruoso, deforme, y antinatural. Pero ha llegado la naturaleza original de la inspiración, y he imaginado el verdadero relato a narrar, el acto de bajar las escaleras de caracol en piedra de un castillo que descienden eternamente hasta el centro del mundo. Y me he visto a mi mismo, bellísimo y desnudo, con veinte años, bueno, es necesario para las damas que leen esto que esté vestido y que no sea yo el protagonista, pero el caso es que el sujeto baja por unos escalones de piedra hacia el centro de donde nadie sabe nada. Puede caer, la obscuridad, como una diminuta noche aterradora, atenaza el descenso del condenado. La luz de la escalera lo puede precipitar hacia el vacío. Baja despacio, con pavor a la caída, igual que el albañil que pinta desde un pretil, el miedo le anquilosa los nervios, a flor de piel, los cabellos erizados, suda, suda, es verano ardiente aunque no luzca el sol. Cada paso es la posible muerte, y la orden es bajar. Las paredes están cubiertas de líquenes, de musgos verdes, la aterciopelan, es un pubis húmedo o una lengua en toda su extensión líquida. Y baja, hay un tigre acechando, devorante, cada paso es un paso de Titán que lucha, cada paso es enfrentarse a un toro milenario, la luz del túnel, por donde se cae, es la boca abierta de la araña infernal que es capaz de asesinarte. Y el muchacho baja, la piel erizada de miedo, los ojos atentos a cada grieta, a cada peldaño en lo obscuro, las manos y los brazos apoyados en las paredes, el temblor debilita el cuerpo, es trabajoso y cansa, cansa mucho, cansa y da pavor. Y el sujeto, al borde de la extenuación, lucha contra el impulso natural hacia el precipicio, hacia la natural consumación de la vida, y ha de dominar el cansancio, y el miedo, y el miedo que da el cansancio. Hay torres que han caído por su propio peso, estatuas derribadas por su propia belleza. Y el muchacho ha de bajar en la penumbra eternamente si no quiere morir.

Junio 27, 2006


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