No sé lo que he soñado esta
tarde. Acababa de almorzar cuando me puse a dormir la siesta. La siesta, un
bálsamo absoluto. Pero ha durado escasamente un minuto, menos quizás, puede ser
que en ese minuto hayan chocado automóviles, sucedido terremotos, asesinatos,
cataclismos, monstruosidades, o que por el contrario hayan venido a este
sufriente mundo miles de recién nacidos. Me han despertado, han soliviantado mi
absoluta necesidad de reposo, unas tremendas ganas de orinar. Eso me ha
desvelado, ha interrumpido el necesario descanso para esta alma enferma. He
orinado en el cuarto de baño, y he vuelto a la cama, en la penumbra, bajo la
luz que se transparentaba de las rendijas de la ventana a unas cortinas rosas.
Luego, no sé, he pensado en un relato, he pensado: en mis sienes han crecido
dos grandes pitones de marfil, no los cuernos de un carnero, no, dos grandes
pitones taurómacos, y me he convertido en el Minotauro de Borges. El animal que
vaga por los laberintos intentando la fuga o el capote, o buscando la espada
salvadora. Pero de pronto he pensado en el vicioso que transforma mis afilados
pitones asesinos en dos sendos colgajos genitales, dos aparatos genitales
masculinos completos, ávidos de succión, penetración, y orgasmos. Cómo ocultan
los pesados testículos casi mi visión al caer incluso más allá de mis cejas, y
cómo soy conducido hacia la sodomítica orgía, llena de mucosidades y fluidos. Y
he dicho, basta, visión carnal de la voluptuosidad. Y entonces no he tenido
ojos, y mis ojos, transformados en atributos de la masculinidad me convertían
sin remisión en más monstruoso, deforme, y antinatural. Pero ha llegado la
naturaleza original de la inspiración, y he imaginado el verdadero relato a
narrar, el acto de bajar las escaleras de caracol en piedra de un castillo que
descienden eternamente hasta el centro del mundo. Y me he visto a mi mismo,
bellísimo y desnudo, con veinte años, bueno, es necesario para las damas que
leen esto que esté vestido y que no sea yo el protagonista, pero el caso es que
el sujeto baja por unos escalones de piedra hacia el centro de donde nadie sabe
nada. Puede caer, la obscuridad, como una diminuta noche aterradora, atenaza el
descenso del condenado. La luz de la escalera lo puede precipitar hacia el
vacío. Baja despacio, con pavor a la caída, igual que el albañil que pinta
desde un pretil, el miedo le anquilosa los nervios, a flor de piel, los
cabellos erizados, suda, suda, es verano ardiente aunque no luzca el sol. Cada
paso es la posible muerte, y la orden es bajar. Las paredes están cubiertas de
líquenes, de musgos verdes, la aterciopelan, es un pubis húmedo o una lengua en
toda su extensión líquida. Y baja, hay un tigre acechando, devorante, cada paso
es un paso de Titán que lucha, cada paso es enfrentarse a un toro milenario, la
luz del túnel, por donde se cae, es la boca abierta de la araña infernal que es
capaz de asesinarte. Y el muchacho baja, la piel erizada de miedo, los ojos
atentos a cada grieta, a cada peldaño en lo obscuro, las manos y los brazos
apoyados en las paredes, el temblor debilita el cuerpo, es trabajoso y cansa,
cansa mucho, cansa y da pavor. Y el sujeto, al borde de la extenuación, lucha
contra el impulso natural hacia el precipicio, hacia la natural consumación de
la vida, y ha de dominar el cansancio, y el miedo, y el miedo que da el
cansancio. Hay torres que han caído por su propio peso, estatuas derribadas por
su propia belleza. Y el muchacho ha de bajar en la penumbra eternamente si no
quiere morir.
Junio 27, 2006
No hay comentarios:
Publicar un comentario